07/15/2016 por Marcelo Paz Soldan
Exvoto a los Tamayo

Exvoto a los Tamayo

Tamayo

Exvoto a los Tamayo
Por: Ignacio Vera Rada

Tarde invernal de cielo nublado: preludios de nevisca.
Regina Portocarrero Tamayo tiene conmigo un lazo de amistad. El café Ciudad, que está ubicado en el centro de la urbe que amo, la ciudad del Illimani, exactamente en la plaza cuyo nombre hace memoria al poeta americano, es nuestro punto de encuentro cada vez que nos vemos. La última entrevista que tuve con ella fue en el aniversario de la fundación de la ciudad de Tarija, el 4 de julio. Mientras nos saludábamos iba sacando de su cartera una bolsa, y de ésta fue entregándome joyas en polvo, más bien dicho en papel: tres libros y una cajita de terciopelo morado. El primer libro que extrajo eran los Epigramas Griegos, en su primera edición de 1945; el segundo, La Prometheida o las Oceánides, la genial tragedia lírica, en su segunda edición de 1948; el tercero, La Gota en el Río, bello poemario de una trovadora en cuya primera página reza una dedicatoria a Franz Tamayo. Por último quedaba la cajita de terciopelo múrice. La abro. En su interior descansaba una cruz que, según Regina, Tamayo llevaba en su pecho; la crucecita tiene color áureo intenso y en las puntas tiene piedrecitas de varios colores; “ha sido traída de Francia”, me dice la nieta. ¿Cómo detallar mi reacción de esos instantes…?
Estas reliquias ahora están en el escondrijo más recóndito del gabinete de estudio de mi casa. Y prometo ponerlas en una vítrea urna para que estén celadas de todo peligro externo. En virtud de esto, quiero hacer pública mi gratitud a la señora Regina, nieta del mítico vate. Nuestra amistad data de 2014, cuando la universidad ya me iba hartando con lecturas de Abovián, Babeuf y Mesiler, en el a veces árido campo de la Ciencia Política, y con ensayos de Kissinger, en el de las Relaciones Internacionales. Tamayo es mi maestro. En diciembre de 2015 lancé mi primer poemario y casi todo mi credo y teoría artísticos los he aprendido de él. Cautívame el artista, el político, el diplomático, el músico. El seguidor de Cristo… Estudio la literatura americana, geográficamente desde Faulkner hasta Neruda, y sigo sin hallar elevación semejante. Nadie supera la aristocracia lingüística del vate andino. La música y la literatura están en mi entraña desde que yo era chiquillo imberbe; desde esos días he quedado pasmado con la obra del solfista genial, porque Tamayo es también eximio músico. A los 15 años leí las Odas, y quedé atónito frente al torrente cultural que desbordaba el verso floreciente; quedé turulato merced al océano de erudición y saber que me empachó cuando leí La Prometheida, a los 18.
Tamayo es muy poco estudiado para ser tan colosal ingenio. Su poesía excede los lindes del entendimiento humano promedio. Su lírica enseña, anuncia, ilumina. Desconcierta su belleza. Nunca creó para la crítica. No pulsó jamás su lira olímpica para el alarde o la estupefacción. No asió sus buriles de escultura de versificación castellana – ¿o griega, o latina?- en pos de reconocimiento encomiástico. Parecería que el hierático bardo hubiese grabado con los cinceles de Praxíteles en su alma marmórea la profecía de docto Goethe: “La recompensa del ruiseñor que canta es su propio canto”. Su hurañía era orgullo y gloria en vida. A pesar de todo, como bien anticipó Fernando Diez de Medina, “día llegará en que se haga justicia al varón extraordinario”, y el que escribe estas líneas se compromete a hacer esa justicia. Hasta que arribe el día ése, su silencio es más que el mar que canta.
Fuente: Página Siete