09/23/2016 por Marcelo Paz Soldan
Escribir para leer

Escribir para leer

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Escribir para leer
Por: Rodrigo Urquiola Flores

(Texto leído durante las III Jornadas de Literatura Boliviana, dentro la XXI Feria Internacional del Libro de La Paz, 2016)
Se escribe para leer, siempre he creído en eso. No hay otra manera de comprender lo que sucede alrededor de ti. Aunque no leas libros, necesitas traducir a un idioma propio y, por lo propio siempre único –toda repetición es única–, aquello que tus ojos ven. Aunque no escribas libros, necesitas almacenar, de alguna manera, aquello que has visto. Con esta escritura, que también podemos llamar memoria, estarás capacitado para emprender nuevas lecturas que generarán nuevas escrituras. La memoria es todo aquello que tus ojos han visto e incluso lo que no; es lo que está y que ha llegado a estar a través de ciertos procesos quizás invisibles e innombrables; si vamos a hacernos otro dios de barro, aparte del tiempo que todo lo cubre, ese dios debe ser la memoria: no ha nacido con nuestro nacimiento, ha llegado a nosotros existiendo desde siempre y, aunque muramos, prevalecerá a nuestros cadáveres. Los libros, pienso, no son otra cosa que una materialización de la memoria. La narración es una excusa, quizás toda invención lo sea, para darle una vida independiente a esta memoria. Aquello que sustenta una ficción más allá de su estructura de artificio, una suerte de aliento vital, llamémosle el alma del relato para sonar incluso místicos, no es otra cosa que la lectura almacenada saliendo de un espacio a otro después de un proceso de traducción de un idioma a otro. Se escribe para leer, pero también se lee para escribir, es un círculo que, tal vez más que círculo, sea una esfera donde lo uno se encuentra con lo otro para confundirse y ser parte de una misma totalidad, no hay alternativa.
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Se escribe para intentar matar a los dioses a los que uno, aunque esté postrado desde siempre, no quisiera tener que arrodillarse. Se escribe para, leyendo, como dijimos hace poco, atravesar el tiempo y diluirlo aunque sea por el breve período que duren unas cuantas páginas.
Cuando escribía Lluvia de piedra pensaba mucho en esto, en la posibilidad de retroceder en el tiempo de alguna manera y elegí una historia que me parecía acorde a esta idea: un viejo, Esteban, retornaba a La Paz luego de un autoexilio de cuarenta años para encontrar el perdón de su víctima, Marianela, antigua novia suya, a quien había asesinado a patadas. En la estación de trenes –siempre quise que La Paz conservara su estación de trenes–, Esteban se encontró con una Marianela que se había quedado congelada en el tiempo, o sea, que no había envejecido como él mismo; se encontró con una mujer a la que la muerte había salvado de morir. Es una manera de retroceder en el tiempo, pienso, más allá de revivir cadáveres en espacios ficcionales, retornar a los lugares que se han quedado guardados en tu memoria y, desde esta perspectiva, pienso que las personas también son lugares, espacios geográficos. No hay otra manera de liberarse de los demás dioses que nos rodean más allá de la imaginación que es, también, el Olimpo que les hemos permitido habitar. Así como las personas se alimentan de otras personas, los libros de ahora, por modestos que sean, no serían lo que son sin haberse alimentado de los libros de antes.
Ningún escritor puede llegar a ser escritor sin ser un empedernido lector y dudo que un escritor que se tome en serio piense que su propia escritura sea más importante que las lecturas que lleva sobre las espaldas.
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Siempre que me preguntan sobre algún inicio en este oficio, recuerdo una edición que llevaba las dos obras mayores de Juan Rulfo, Pedro Páramo y El llano en llamas. Este libro –un ejemplar de portada negra con unas velas encendidas proclamando alguna luz a pesar de la oscuridad que todo lo encierra– perteneció a mi tío Ricardo cuando él era colegial. De alguna manera llegó a mi casa de Santa Fe y ocupó un lugar junto a los otros libros de la casa, unos libros de adoctrinamiento religioso que yo leía sobre todo porque no había nada más que leer, jugando, incluso, a que aquella torpe ficción –torpe ficción es toda aquella que se cree en lo cierto y que no se atreve a dudar de sí misma– era algo que podía creer como verdadero; ahí empezó el rechazo que conservo ahora hacia cualquier tipo de religión, pero, también, pude llegar a entender gracias a ello que la lectura, como cualquier creencia religiosa, implica un juego en el que la imaginación es la única capaz de marcar ciertos límites entre lo que vemos pero que no se ve: leer es, también, ver aquello que no está sucediendo. Tristemente para mí, un niño de ocho años en aquel entonces, el único libro de verdad que tenía a mano, el de Rulfo, tenía un armazón que era inaccesible a mi entendimiento. Pero volvía a él una y otra vez, sobre todo porque, poniéndolo en una misma hilera con los libros enfermos de religión, tenía, inclusive, un aura prohibido. Los primeros recuerdos de aquellas lecturas no son situaciones que empiezan en algún instante para concluir en algún otro, son las imágenes y sensaciones que provocaban estas imágenes. Y, quizás, a partir de estas imágenes que, con el pasar del tiempo, han ido creciendo y juntándose a otras imágenes que vivir te incrusta en la memoria, se ha ido construyendo todo aquello que quisiera decir cuando escribo. Por eso, volver a Pedro Páramo o a los cuentos de El llano en llamas, a veces, significa, para mí, volver a algún momento de mi propia infancia en el que hubiera querido tener todos los libros que ahora tengo.
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Leer es, también, para mí, oír los pasos de la niñez; un retroceso, un derrotar al tiempo, saborear una de las victorias de la ficción.
Se escribe para leer ciertas cosas que se recuerdan y que se creen recordar de la infancia. Se escribe para leer la memoria que llevas a cuestas. Leyendo nombras y al nombrar buscas darle un significado a aquello que quizás no lo tiene ni tenga la necesidad de tenerlo.
Ahora, por ejemplo, pasado cierto tiempo de la publicación de mi segunda novela, El sonido de la muralla, ya no me cuesta tanto encontrarme en la niña-vieja o vieja-niña narradora. Casi puedo recordar sus caminatas interminables como mías, casi puedo hallar en su propia incomprensión de la situación que vive su familia (la síntesis de la historia que narra la novela es simple: una familia cualquiera cuyo nombre nunca se mencionará, luego de retornar de un breve viaje, halla que su casa está invadida por personas aparentemente desconocidas) como mi propia incomprensión del mundo que rodeaba mi niñez. Y la memoria es una trampa porque es un artificio: una persona entra en un salón de espejos y observa tantas réplicas de sí misma que ya no sabe si ella, quien observa, es la imagen original o una copia que cree tener independencia. Y la memoria que se conserva de la infancia, me aventuro a decir, llegados a este salón de espejos, es un artificio del artificio: el tiempo se espesa como cuando esperas por algo que no llegará nunca, suceden tantas cosas en un espacio que parece no albergar nada dentro suyo.
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Leo todo el tiempo, incluso cuando escribo, es un vicio, la lectura es mi nicotina, un almuerzo, y me gusta leer lento, pausado, sin apuros, sobre todo si el libro me gusta. Cuando no tengo un libro a mano siento hambre. Y odio el hambre.
Si me pongo a pensar en los libros que me han ayudado a llegar desde Eva y los espejos, mi primer libro, uno de cuentos, que fue publicado por primera vez en 2008 y que acaba de ser reeditado este año, hasta La memoria invertebrada, mi último libro, de cuentos también, que vio la luz este año igualmente, me recuerdo caminando, siempre caminando, buscando, antojándome libros en las librerías caras de Calacoto y hallando tesoros baratos en las librerías de viejo o en la Feria de la 16 de julio, en El Alto. Desde el primer libro que compré con dinero propio (bueno, para ser exactos, fue un regalo de Justina, mi abuelita, cuando era un colegial desempleado, o sea antes de que trabajara de embolsador en el Hipermaxi) un ejemplar de Adiós a las armas que me costó quince bolivianos y que venía, si no me equivoco, con La Razón, en lindas ediciones de tapa dura y que elegí porque, ingenuamente pensé que el otro libro que tenía el periodiquero de la 17 de Calacoto, Ensayo sobre la ceguera, era un ensayo y no una novela que era lo que yo quería (ahora, por supuesto, entiendo que una buena novela no tiene que estar reñida con una intención ensayística y la novela de Saramago es una de mis favoritas), pasando por la edición pirata de Cien años de soledad que compré con parte del dinero de unos pantalones que ya no llegué a comprar, o ese magnífico libro que es Tierra ignota, de Patrick White, y que compré a diez lucas en el mismo puesto de la Pérez Velasco donde encontraría Hombre en suspenso, de Bellow, o Hambre, de Hamsun, a cinco pesos, hasta mis incursiones en la inagotable feria alteña donde encontré El mago de Lublin, de Bashevis Singer, o Pan, de Hamsun, a menos de diez bolivianos, hasta los mil bolivianos que gasté cuando gané mi primer premio, el Adolfo Costa du Rels de dramaturgia (para ser sincero lo primero que compré con este premio fue mi consola de Play Station 2) y cuyos títulos, Un arma en casa, de Gordimer, o todo lo que pude de Coetzee y Pamuk. Si me pongo a pensar en los libros que llevo comprando, decía, de pronto mis pensamientos se quedan ahí, queriendo más libros sin arrepentirse de las caminatas ni las búsquedas ni los gastos ni de tener tantos libros amontonados a la espera de ser leídos.
Alguna vez mi abuelita, riendo, me decía, mirando mi biblioteca, mi mayor tesoro material, “ya te hubieras comprado un auto con todo lo que has gastado en libros”, “no exageres”, le respondí yo, “bueno, tal vez una de esas petas de tres ruedas”. Cuando me pongo a pensar en los libros que leí y en los que me quedan por leer, tengan incidencia o no en mi propia escritura, mi manera de leer esta brevísima parte del mundo que se me ha dado por investigar, pienso que falta tanto y de pronto ya no quiero un auto, ni aunque sea un bello modelo de tres ruedas, sino salir a buscar, a caminar, y traer mi mochila cargada de nuevos libros.
Fuente: Ecdótica