Entrevista a Giovanna Rivero en Buensalvaje
Por: Ana Llurba
Giovanna Rivero (Bolivia, 1972) cuenta con un amplio currículum como narradora. Ganó el concurso Cosecha Eñe 2015 con ALBÚMINA, un melancólico relato acerca de un astronauta que prefiere la ingravidez a la intensidad de la vida conyugal terrestre. En sus últimas publicaciones –sobre todo en PARA COMERTE MEJOR (Sudaquia, 2015) y 98 SEGUNDOS SIN SOMBRA (Caballo de Troya, 2014)– conviven de una manera inquietante y desoladora matrices y arquetipos de géneros pop para dar cuenta de cuestiones sociales de la agenda social latinoamericana (el mesianismo populista, las catástrofes humanitarias, la fiebre milenarista, etcétera).
– La manera en que trasciendes el costumbrismo regionalista sin caer en la asimilación acrítica poptimista me despierta las siguientes cuestiones: ¿cuál es la relación entre la literatura y eso que llamamos “la realidad” en tu obra de ficción?, ¿con qué filtro mira el mundo Giovanna Rivero, ya sea la basura acumulada en el patio del vecino “gringo” o las noticias en la pantalla de la TV?
Percibo en la sensibilidad pop algo más que una estética. Y la estética ya es fundamental. Sin embargo, creo que,a diferencia de los habitantes de los noventa, que recibieron el pop como un sentimiento ya naturalizado, en mi caso, el pop me atravesó de un modo sustancial –como a otros los atravesó existencialmente el rock–, me ayudó a tomar conciencia del cambio en la longitud de onda histórica. Creo que el mood pop fue el límite necesario para dividir en dos orillas un territorio muy amplio de una misma modernidad, una misma placenta que albergaba dos sujetos: mis padres –simpatizantes de la trova y la balada setentera (que ahora me produce una cierta pasajera nostalgia ajena)– y yo, asfixiada por un pueblo de provincia al que llegaban ráfagas de otros mundos lejanos y brillantes. El pop fue esa ventana por donde se filtró el necesario oxígeno para ventilar tanta utopía atascada. Este, el de fines de los setenta y los espléndidos e intensos ochenta, era un pop que no estaba lejos del aura trágica de los rockeros. Mi mejor ejemplo es el terrible Michael Jackson. Y luego está la atormentadísima Sinéad O’Connor. Pero bueno, ya me he entusiasmado mucho hablando de la actitud pop en esta respuesta… En todo caso, lo que quiero decir es que esa dualidad inmanente del pop –parecer muy armónico, muy a gusto con la modernidad y sin embargo engendrar pequeños monstruos atribulados– es lo que hace irresistible e inevitable su incorporación en mis mundos narrativos. Si no hay un pequeño gesto pop, a veces incluso invisible, le falta un cromosoma a mi texto. Siempre estuve rodeada de formas anómalas de literatura. Mi abuela paterna hacía literatura sin saberlo. Siendo una narradora oral fabulosa, me metió esa música manchada de leyendas y secretos de barrio por los oídos, y ese es funda- mentalmente el soundtrack que me susurra cositas cuando escribo. Es posible que ahí resida el vínculo vida-literatura, en estos relatos que se instalaron en la parte más instintiva de mi inconsciente y que se disputan con el pop y otros relatos “oficiales” la legitimidad y el derecho de decir: “la vida es esto”.
Heidegger dice que el hombre es un ser “arrojado al mundo”. Simpatizo con esa frase medio desesperada, pues eso es lo que intento hacer con mis personajes, arrojarlos al mundo para que descubran sus límites, ese borde irreversible en el que su subjetividad se transforma.
– Me encanta ese desapego sentimental de tus personajes;sin embargo, es evidente que hay mucho de Giovanna en la Genoveva de 98 SEGUNDOS SIN SOMBRA. ¿Cuál es tu opinión sobre la autoficción?, ¿es un género, un campo magnético de posibilidades donde te sientes cómoda?
No diría que se trata de desapego –en su connotación estoica, aunque probablemente sí como un ejercicio de aceptación de lo otro, el personaje como “otro”, y que exige de uno mismo un corrimiento–. En todo caso, en 98 SEGUNDOS SIN SOMBRA hay una estela de mi propia vida, pero no de lo que podríamos llamar mi “biografía”, sino de aquello que me hubiera gustado hacer, decir, romper y no se dio. Creo que en esas cosas no hechas (y que determinan nuestro ego más álter) late una intensidad mucho más adolorida y apasionada que en el mero guiño o registro auto histórico. En ese sentido, veo la autoficción como un purgatorio –hablo en jerga católica, si me permiten–. Como bien decís, es un campo magnético de posibilidades, un campo cuántico en el que nos redimimos: pagamos deudas, materializamos vendettas, trascendemos pobrezas. En la novela que estoy escribiendo habrá una dosis de esta sublimación, pero sobre todo me interesa ahondar en los modos de supervivencia afectiva en un país, Estados Unidos, que se ha especializado en reducir al individuo a una soledad “técnica” muy descorazonadora y peligrosa.
– ¿Crees que tu condición actual de expatriada tiene algo de relación con esa mirada antropológica de observador a participante que filtra todo con un mix de devoción por los géneros?
Sí, sin duda. Pero antes de esta circunstancia, en mi pueblo original (que suene así, como a “pecado original”, por favor) ya me sentía como jalada por los cuatro caballos del Apocalipsis, y ese desajuste me obligó a ir puliendo una suerte de vidrio a través del cual acercar mejor todo eso que me lastimaba, supongo que con la intención de desarmarlo. Recuerdo que, de entre mis lecturas infantiles, me impactó mucho “Piel de asno”, de Perrault. A pesar del sufrimiento de la princesa y de sus locos intentos por evitar el incesto que su padre quería cometer, yo la envidiaba por poder llevar encima una piel que te proteja, no del clima, sino de las miradas de los demás. Recuerdo que me acurrucaba entre las patas de una perra grande que teníamos e imaginaba que era esa chica y que podía viajar aldea por aldea sin que me reconocieran, más dueña que nunca de mi propia identidad. Creo que es así como comienza esto que vos llamás “devoción por los géneros” y que luego se intensifica cuando mi hambre de lectura no encuentra satisfacción y tengo que devorar lo que haya: historietas, novelas de pistoleros, revistas esotéricas, revistas COSMOPOLITAN, Corín Tellado, historias de asesinos en serie en READER’S DIGEST, la vida de Rasputín en minicapítulos del Almanaque de Bristol, etceterísima. Y luego, en lo alto del ropero de mi otra abuela, como joyas inalcanzables: DON QUIJOTE, LAS MIL Y UNA NOCHES, la BIBLIA subrayada y comentada por ella misma. Y también después, en el velador de mi madre: Simone de Beauvoir, SIDDHARTHA, EL LOBO ESTEPARIO, EL EXTRANJERO, Carson McCullers. Y a todo ello me acerco primero con el desenfado de los géneros menores. Así, cuando tenía doce años, la perra que te digo enloqueció y se comió a sus cachorros. Locura posparto. Era tristísimo escucharla llorar, de modo que la mandaron al campo. Trajeron un perrito nuevo al que me pareció lindo llamar “Lobo estepario”, pues mamá solo hablaba de ese libro y de una película que la tenía delirando, LA SEMILLA DEL DIABLO. Mi abuela bromeaba y se dirigía al recién llegado con infinito cariño: “que te parió, venga a tomar lechita”. Con esa mi amadísima abuela paterna era imposible no desacralizarlo todo. Se metió a la Gnosis solo para investigar si de verdad podía hacer viajes astrales. “Es una estafa completa”, me dijo. Y era verdad. Los viajes los hacía solita cuando se ponía a contarme cuentos de miedo. En esos años de ruptura y colisión finisecular costumbrismo versus modernidad, no era cool que te gustara escuchar cuentos. No era cool que te duela la vida. Ya era, pues, una expatriada.
– Me encanta esto de sentirse ajena al mundo aunque no te muevas de tu casa. Algo que es un recurso propio de la ciencia ficción o el fantástico, géneros a los que acudes sin necesariamente encasillarte. ¿Qué lecturas, autores o experiencias vitales te indujeron a indagar en esas intersecciones?
Además de todo lo que iba contando antes, y a modo de autodiagnóstico de esta enfermedad incurable que es narrar (y uso la metáfora con plena conciencia y un poco en onda lacaniana: la enfermedad como eso nuevo y fascinante orgánico que está contra vos, o por lo menos que insiste en abrir-suturar-abrir una herida, pero cuyo síntoma te produce un goce), me digo lo siguiente: es probable que el hecho de haber vivido todos juntos y revueltos en casa de mis abuelos paternos, hasta que mis padres pudieron construir su propia casa, hiciera que bebiera de las obsesiones de cada adulto de ese familión, que se materializaban en sus lecturas. En el baño encontraba lo mismo los libros gnósticos de mi tío que sus libros de anatomía (porque él estudiaba Medicina), que te mostraban la increíble y maravillosa fealdad del cuerpo despellejado. Las intersecciones ya estaban ahí, antes de que yo decidiera recorrer este camino. Las intersecciones estaban en los discursos apasionados de esa época. Los religiosos, los políticos, los amorosos y los new age que comenzaron a instalarse en las conversaciones. Una vez más, mi abuela paterna me enseñó a no temerles a esos cruces, y ahora pienso que eso fue liberador, pues incluso en la literatura –supuesto territorio de libertad– podemos volvernos unos fundamentalistas insufribles. Cuando los predicadores de otras religiones tocaban a su puerta, ella los hacía pasar a su patio, donde tenía sillones muy frescos y cómodos, solo por el placer de escuchar sus relatos. Nunca iban a convencerla de nada, pero la conversación era tan apasionada y siniestra que mi abuela se sentía agradecida de tener con quién charlar así, llena de morbo y futurismo.
– Más allá de tus inquietantes tramas, me fascina tu intensidad lírica y una sugestiva precisión en la frase: ¿eres lectora de poesía?, ¿qué otros referentes literarios te inspiraron para dar rienda suelta a ese estilo que mima las oraciones con la obsesión de un entomológo pero sin perder de vista la tensión narrativa?
Leo todo en clave de radiografía. Me gusta verle el esqueleto a la escritura ajena. A veces consigo descifrar una estructura, una estrategia, una ideología; otras veces me rindo ante la belleza y prefiero aceptar ese golpe que me quita la respiración. He aprendido mucho de las escrituras de Lorrie Moore, Claire Keegan, Lina Meruane, Flannery O’Connor (a la que más he leído con mis rayos láser), Richard Ford, Mishima, Marosa di Giorgio, Saer y Coetzee, pero antes me paseé un poco por las habitaciones en penumbra de Cortázar, tratando de comprender con qué luces él consiguió crear eso justamente: la penumbra, el umbral, el punto no siempre exacto en que una persona se transforma en otra.
Y sí, leo poesía. No tiene que ser necesariamente canónica. Algo se prepara dentro de mí antes de abrir un libro de poesía. Es como cuando necesitás un vaso de whisky y el paladar y el estómago se predisponen con una especie de angustia alegre a quemarse con ese líquido. Sé que la poesía me quemará. Que de la condensación de una frase podría salir disparada una navaja, una espina que me llegará a alguna parte. Siempre termino diciéndome: “Ay, mierda, cuánta belleza real hay acá. ¿Por qué esto no lo escribí yo?, ¿por qué ese rayo no me lastimó a mí primero?”.
– De todo lo que dices surge un vitalismo contagioso, como si te posicionaras más allá de la neurosis perfeccionista flaubertina. ¿Cuáles serían tus consejos “vitalistas” para un aspirante a escritor?
Hay una palabra que me gusta mucho y que es mucho más difícil de llevar a cabo de lo que uno cree: fidelidad. Ser fiel con las manifestaciones de la vida que te impactan. Si es un hecho siniestro el que se te ha metido en la sangre, ser fiel con esa pulsión, aunque su nivel de dificultad a la hora de escribir asuste. Ser fiel con la idea que te da vueltas, no desecharla fácilmente. Ser fiel con tus propios deseos de escritura, tratando de que el mundo exterior (llámese éxito, mercado, tendencia o popularidad) no adultere demasiado eso que es profundamente tuyo. Y no tener miedo de que todas tus voces (ya sé, suena esquizoide) te griten a un mismo tiempo demandando cosas contradictorias. De esa tensión saldrá templada e intensa la voz. La voz de/en la escritura. E investigar, aun cuando el texto no dé cuenta material de ello, pues esto es la levadura para la sustancia invisible del relato.
Fuente: Buen Salvaje #8