07/23/2011 por Marcelo Paz Soldan
Entrevista a Andrés Laguna y Santiago Espinoza autores de Una cuestión de fe

Entrevista a Andrés Laguna y Santiago Espinoza autores de Una cuestión de fe


El cine boliviano, una cuestión de fe
Por: Sebastián Antezana

Una cuestión de fe. Historia (y) crítica del cine boliviano de los últimos 30 años (1980-2010) es la nueva propuesta de los periodistas y críticos cochabambinos Santiago Espinoza y Andrés Laguna, miembros del grupo que edita dominicalmente en Cochabamba el excelente suplemento cultural Ramona, en el diario Opinión. Tras haber publicado en 2009 El cine de la nación clandestina. Aproximación a la producción cinematográfica boliviana de los últimos 25 años, presentarán en breve en La Paz -gracias a una beca de la Comisión de Fomento a la Cultura de la Fundación Herrmann y editada por Nuevo Milenio- la continuación de un proyecto que pretende superar una suerte de desconocimiento crónico de nuestra cinematografía nacional y que promueve un mayor acercamiento del espectador a las obras. A propósito del acontecimiento –es verdaderamente tal, ya que los estudios sobre cine nacional aparecidos en las últimas dos décadas pueden contarse con los dedos de una mano- Fondo Negro se entrevistó con Espinoza y Laguna vía correo electrónico.
– ¿Qué diferencia a este nuevo libro de El cine de la nación clandestina?
– En Una cuestión de fe nos pusimos el desafío de completar el esfuerzo investigativo encarado en El cine de la nación clandestina, ensanchando el análisis unos años más para cubrir el periodo entre 1980 y 2010. De hecho, su nombre supone un ejercicio de continuidad con el libro anterior, pues, al igual que aquel, toma prestado el título de otra obra paradigmática de la cinematografía boliviana de los últimos 30 años. Además de ensanchar el periodo de estudio, este trabajo reúne datos sometidos a un ejercicio de actualización y revisión mucho más riguroso. Además, incorpora apartados introductorios para cada una de las tres décadas abordadas, en los que la revisión histórica no se reduce a la cinematografía boliviana, sino que se inserta en un contexto mucho más amplio, con datos y reflexiones de índole política, social, económica, cultural y tecnológica. Así también, se permite un acompañamiento gráfico más amplio y cuidado, que busca facilitar la identificación visual de las obras. Finalmente, y puede que éste sea su rasgo más novedoso, se sirve de la crítica de algunas de las películas estrenadas entre 1980 y 2010 como una herramienta más de descripción, interpretación y valoración del cine boliviano contemporáneo.
– La opinión que les merecía el formato digital en el libro anterior era por lo menos doble: alimento y veneno para el cine. ¿Ha cambiado esto en algo?
– El digital no es más que un soporte. Como lo reconoce Jean-Luc Godard, lo que importa es lo que se hace, no el formato en el que se hace. Pero, sin lugar a dudas, lo que se ha denominado como el “boom digital” ha permitido que hacer cine sea más accesible, con las ventajas y los peligros que eso implica. Como el tío Ben le decía a Peter Parker, con un gran poder viene una gran responsabilidad. Evidentemente, hacer cine es una gran responsabilidad, que muchos realizadores no han asumido del todo. Como Pedro Susz siempre dice, ha proliferado la falta de rigor y hasta la idea más irrelevante u ofensiva puede transformarse en imágenes en movimiento que se proyectan públicamente. Lo que es una verdadera tristeza. Pero también se debe reconocer que hemos tenido el gusto y el honor de disfrutar de la obra de auténticos artistas.
– Uno de los puntos que, parecía, se podía mejorar del libro pasado era el referente a la valoración estética de las películas, ya que su análisis contextual era muy acertado. ¿Se ha tomado esto en cuenta o sigue la línea anterior?
– Si en algo nos vimos limitados en El cine de la nación clandestina, fue en la posibilidad de poner en práctica un ejercicio más crítico y valorativo de las cintas bolivianas. Un ejercicio que, evidentemente, hubiera redundado en una mayor profundización de las propuestas estéticas de los filmes. Esta limitación fue inevitable, pues comprendimos que, antes que lanzarnos a la mera valoración estética, resultaba más urgente cubrir un vacío informativo, descriptivo y analítico de las condiciones de producción y de las apuestas temáticas del cine boliviano contemporáneo. Reconocida esta limitación y habiendo intentado cubrir el vacío de análisis contextual en el primer libro, en Una cuestión de fe nos hemos jugado de lleno por la crítica de cine, entre otras cosas, porque consideramos que nos permitiría un acercamiento más exhaustivo a los abordajes estéticos si no de todas las películas bolivianas producidas en los últimos 30 años, al menos de una gran parte. Lo que tiene este libro son, pues, textos abocados a diseccionar individualmente las cintas nacionales lanzadas durante los últimos años, evitando las siempre peligrosas prácticas de generalización y encasillamiento de las obras, pero, eso sí, sin dejar de reconocer su espacio en el más amplio espectro filmográfico boliviano e internacional. Esta opción habla de nuestro convencimiento de que la crítica cinematográfica es un registro privilegiado para mirar y evaluar el cine desde una perspectiva coyuntural, pero también en una perspectiva más histórica.
– Siguiendo la clasificación de su primer libro, si La nación clandestina es el mayor representante del Cine Político, Antonio Eguino del Cine Posible y Cuestión de fe del Boom del 95, ¿cuál sería la película boliviana más representativa de la actualidad, de estos últimos diez años?
– Sin lugar a dudas, Dependencia sexual de Rodrigo Bellott representa la gran ruptura del cine de la última década. Es una película fundamental para el cine boliviano contemporáneo, no sólo porque se aproxima a una serie de temas y reflexiones que hasta entonces habían sido casi ajenas al cine nacional, sino porque es la primera cinta boliviana que entiende que el digital tiene un lenguaje distinto al del celuloide y convierte a las debilidades del formato en fortalezas estéticas y narrativas. Otra película fundamental para nuestro cine es Zona sur de Juan Carlos Valdivia, por la profundidad de sus reflexiones, por la belleza con la que están tratadas y por los debates que despiertan. Es una película sumamente interpelante. Los viejos de Martín Boulocq también es una película muy valiente, sólida y formalmente sorprendente, que ha despertado un gran abanico de opiniones y sensaciones, ha roto con una forma de hacer cine en Bolivia, ha desterrado la bulla, los diálogos innecesarios y exasperantes que nos atormentaban en gran parte de las películas recientemente estrenadas. Tal vez es muy pronto para señalar a la gran obra de la última década, hay varias películas notables. Su perdurabilidad, su influencia, su espectro a través del tiempo nos dirá cuál es la más relevante de estos diez últimos años.
– Tratando de dejar de lado a los analistas y concentrándonos más en los fanáticos del cine, ¿cuál es la película boliviana favorita de cada uno? ¿Por qué?
– AL: Es una respuesta difícil, hay muchas muy amadas, por lo que diré una que ha sido determinante para mi vida: Cuestión de fe. La cinta de Marcos Loayza es entrañable. Una historia de carretera, soy una amante de las road movies (incluso vi la que protagonizó Britney Spears), con personajes adorables y situaciones imposibles. Un grupo de aventureros que siempre pierden, pero que al mismo tiempo ganan tantas otras cosas que no son evidentes. Los diálogos son fantásticos y la fotografía de César Pérez a veces recuerda al maestro Raúl Lara, otras a Chagall. Además, gracias a esa película encontramos el nombre del suplemento que editamos y el título de este libro. Si puedo, algún día le haré una estatua al Domingo, al “cachorro” Joaquín Ballesteros, al compadre Pepelucho, todos montados en la Ramona junto a la Virgen.
– SE: Mi película boliviana favorita es, sin lugar a dudas, La nación clandestina, de Jorge Sanjinés. Y no está demás decir que esta predilección tiene menos de pose intelectual que de pulsión sentimental. Desde luego, creo que esta cinta es el punto más alto de nuestra cinematografía, porque alcanza un equilibrio prodigioso entre fondo y forma, entre ética y estética. En ella encontramos la más lograda, cuando no la única, apuesta del cine boliviano por crear un lenguaje cinematográfico propio. Pero, más allá de estas anotaciones “serias”, como señalaba, el origen de que la considere mi película nacional favorita está en otra parte, en mi infancia. Debí tener entre seis o siete años cuando mis padres me llevaron al cine a ver La nación clandestina, me imagino, porque no tenían con quién dejarnos a mí y mi hermana mientras ellos asistían a ver la cinta. La experiencia fue definitiva para mí. Después de todo, ver a un indígena con una máscara grotesca bailar hasta morir no es algo que hace a la rutina de un infante. Sentado en una sala oscura, mezclado entre mis padres y otros tantos espectadores, y viendo a un hombre, a ese aymara -primero renegado y luego arrepentido- danzar, derrumbarse y levantarse una y otra vez, empecé a perder la inocencia. Después de eso, nada volvió a ser lo mismo para mí.
– A riesgo de ser políticamente incorrecto, hago la pregunta a la inversa. ¿Cuál consideran que es la peor película boliviana (o, por lo menos, una realmente mala que valga la pena resaltar por aquello de aprender también de lo malo)?
– AL: Esa es una pregunta más difícil, hay tantas que merecen una mención, pero Psicourbano de Daniel Suárez es difícil de olvidar. Aunque en rigor haya visto cosas peores, esta cinta hacía todo lo que no se debe hacer: robar mucho y mal a grandes directores contemporáneos, tenía un guión flojo con una resolución facilista, abundaban los clichés en lugar de los personajes y, para rematar, tenía un mal casting. Lo peor de todo es que tenía un final digno de Los Picapiedra: todo fue un sueño. Ahora la recuerdo con humor, pero en el momento en que la vi sentía una profunda rabia.
– SE: Ésta es una pregunta difícil, porque sólo el cine boliviano de los últimos tres años ofrece mucho para elegir. En todo caso, no quisiera que esta difícil decisión me vuelva aún más paria de lo que ya soy en mi ciudad, ni que me traiga una eventual excomulgación instruida desde La Paz, así que voy a jugarme por En busca del paraíso (Paz Padilla y Miguel Chávez, 2009). Creo que es la cinta que mejor ilustra la ausencia casi total de rigor técnico y narrativo de una gran parte del cine boliviano reciente, así como la pobreza discursiva y la banalización de nuestra realidad en la que suelen caer sus realizadores. En resumidas cuentas, un despropósito cinematográfico total.
– ¿Qué opinión les merece el actual panorama del cine nacional?
– Varios, en materia de distribución, exhibición y consumo, que, creemos, son sumamente críticos y merecen un debate impostergable. Y es que, más allá de su avalancha de estrenos, el cine nacional atraviesa un momento crítico porque los canales para que las películas bolivianas lleguen a los espectadores son cada vez más limitados. Y cuán optimista se puede ser con un cine que ha alcanzado condiciones mínimamente favorables para mantener un ritmo creciente de producción, pero que aún no ha resuelto sus limitaciones para garantizar su consumo. Las razones de esto las conocemos de memoria: no hay más que una infraestructura en todo el país (la Cinemateca, la cual, para colmo, atraviesa un momento muy delicado) que ofrece condiciones de exhibición comercial razonables para los cineastas; muchas de las salas comerciales (en especial, los complejos multisalas) asumen la proyección de cintas bolivianas casi como un acto de caridad hacia los cineastas; algunos realizadores a veces se conforman con acabar sus obras, pasarlas unos días en la Cinemateca, y sentirse cineastas, claro; ni éste ni ningún Gobierno mueve un dedo por promover la producción y el consumo de cine boliviano; los medios ayudan poco o nada a dinamizar la promoción de los filmes; los espectadores andan cada vez más descreídos –y no sin razón- sobre el sentido de seguir viendo cine nacional, habiendo una cantidad tan grande de cintas de un nivel narrativo, estético y técnico tan bajo… En suma, a más del lanzamiento de algunas películas de gran valía artística, y de las cifras récord de estrenos en los últimos dos años, pervive el desencanto de sabernos con los mismos males crónicos en materia de distribución y exhibición del cine boliviano.
– Se ha repetido constantemente que 2010 fue un año particularmente malo para el cine boliviano. Las cintas estrenadas en la primera mitad de este año parecen confirmar esta regla. Y luego aparece Los viejos y provoca opiniones radicales y en ocasiones muy distintas. ¿Cómo ven ustedes esta película? ¿Es por ahora lo mejor de 2011?
– AL: Tal vez el problema haya estado en que en 2009 se hayan estrenado muchas buenas películas. Nos mal acostumbramos. Como nos pasó con el partido contra Argentina, perdimos la perspectiva, olvidamos la realidad del cine boliviano. Tenemos grandes cineastas, pero son pocos y ninguno estrena cintas anualmente. Por tanto, estamos condenados a tener malas rachas, como la de 2010. En cuanto a este año, Los viejos es la nota alta hasta el momento. Es una película en la que un autor explora al máximo sus límites creativos y narrativos. Además de una bella fotografía, de un diseño sonoro magnífico, de una reflexión emotiva en torno a la violencia y al amor, la cinta se inscribe en un registro incómodo, poco complaciente con nuestro público –que está acostumbrado al atronador zumbido de la vida contemporánea-. Eso no sólo demuestra su gran valor artístico y su valentía, sino también una gran fe en el espectador.
– SE: 2010 fue, definitivamente, un año para el olvido en el cine boliviano. De la colección de despropósitos lanzados, yo sólo salvaría Inalmama, sagrada y profana, de Eduardo López, y, probablemente, Casting, de Denise Arancibia y Juan Pablo Richter. En 2011 parecíamos estar asistiendo a un año tan infame como el anterior hasta la llegada de Los viejos, una película no sólo estética y discursivamente solvente, sino una obra necesaria para el cine nacional. Al igual que Andrés, yo escribí una suerte de crítica del filme. En ella, sostengo que Los viejos es, ante todo, una película necesaria, incluso para que algunos espectadores y/o críticos la manden a la mierda. Pues, aun siendo “mierdeada”, obtiene su carta de reconocimiento, un certificado de nacimiento para ella y para las otras cintas de su estirpe –formal y discursivamente valiente y ajena a la complacencia con el público. En ella veo un gesto de audacia que no puede desmerecerse.
– Finalmente, ¿por qué escribir sobre cine? ¿Qué se gana mediante la clasificación, el análisis y la reflexión?
– Somos críticos que por necesidad hemos terminado haciendo algo parecido a la historia del cine. Todo eso nace de un gesto simple y básico: amar al cine. Escribir, clasificar, analizar y reflexionar es algo así como la profesionalización del acto espectatorial, nos hemos convertido en espectadores profesionales. Poco más. Pero siendo más puntuales, desde la publicación de los libros de Gumucio y Mesa, además de los textos de Susz, no existía ningún material académico o de consulta sobre cine boliviano. Además, en una sociedad como la nuestra, todo lo que no está escrito o registrado termina siendo olvidado. Curiosamente, el cine, que en sí mismo es un registro, si no tiene una historia, termina perdiendo piezas importantes en ese agujero negro que es el olvido y la desclasificación. Hemos escrito sobre el cine boliviano para que se lo tenga presente, para que se lo comience a estudiar más, para que se lo revisite, para que se lo reivindique y para que, a través de la lectura de lo hecho en el pasado, existan más herramientas para que mejore y crezca. Estamos lejísimos de creer que ésta es la lectura absoluta y final del cine boliviano, es una provocación para que otros hagan nuevas lecturas.
Fuente: Fondo Negro / La Prensa