Entre Santiago Chambi y la víbora negra
Por: Pablo Cingolani
Hazte escaso, dicen en Tarija, cuna, morada y tumba del imprescindible poeta Roberto Echazú Navajas (1937-2007).
Cumpliendo ese designio con fervor,[1] maestro de una brevedad exquisita y estremecedora, la poética de Echazú impacta y halaga, cautiva sin rodeos, por su simpleza, su sencillez y su naturalidad para decir, evocar y cantar a los sentimientos más profundos que habitan en el ser humano.
Echazú, orfebre de la palabra, despliega su arte con esa hondura y ese desgarro irreparable y sin remedio qué solamente atesoran los poetas de verdad, los que han nacido para vivir la poesía, aquellos que en la poesía –y sólo allí- encuentran al destino –por más impiadoso y cruel que éste puede llegar a ser. Así, en tributo a esa brevedad tan decidora que hace duplica de lo bueno, Echazú, resume la eternidad en cuatro líneas:
Otra vez
mañana
el sol nacerá
para siempre.
O escribe, en memoria de su perra Chiquita, todo el amor y todo el dolor que se conjugan ante lo irremediable:
Sus ojos
reflejaban
el color
azul
de las piedras
o
la neblina
oscura
del olvido.
O incita a la muerte, que acecha y que muerde, y la comprime cuando anota en Y solo cayeron cenizas:
Limbania
me contó
que estaba
muerta
y
yo también
le conté
que estaba
muerto.
O estrecha de nuevo al dolor y a toda la tristeza que ronda cuando escribe en Aunque estés mojado por la lluvia:
La tristeza
se la siente
una
vez. Después
se queda
para siempre.
La poesía de Roberto Echazú es así, despojada de oropeles y cerril de alma, limpia en su derrotero e indomable en la fascinación que provoca. Esos andariveles expresivos, transita. Es breve. Es clara. Es infinita.
No conocí personalmente al hombre llamado Roberto Echazú. Comencé a hacerme una idea del mismo leyendo en los anexos del libro recién editado en/por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB),[2] una serie de entrevistas y de artículos que carecen de desperdicio y que, con acierto, fueron publicados.
Hay un diálogo que Echazú mantiene con Rodolfo Ortiz en la casa paceña de Jesús Urzagasti que aporta muchas luces. Al final del encuentro, Echazú lanzó una frase rotunda que lo dice todo: “…sé que moriré feliz porque he hecho todo, todo en mi vida”. Urzagasti contrapuntea y agrega otra sentencia panorámica que merece ser transcripta: “Qué lindo escuchar eso de un poeta, sobre todo cuando en este caso se da tanta concordancia entre vida y obra”. Emoción de la buena provoca este acercamiento feliz, y también serias carcajadas como cuando Echazú declara, solemne, “al primero que me ofrezca trabajo le meto un balazo”.
Es evidente que Roberto Echazú fue el incesante protagonista principal de su propia vida y comenzó a intrigarme saber más sobre el hombre. Por eso, le escribí a alguien que sí lo conoció y lo frecuentó en vida y fue así que el generoso ser que es Ramón Rocha Monroy me envió sus recuerdos, y está tan suculento su escrito (que titulo En memoria de Roberto Echazú) que no me evito, con infinitas gracias a su autor, hacer copia y pegado y, sin mutilar ni una coma, presentarlo aquí. Dice Ramón:
“En 1985 conocí Tarija un mes de agosto. Le dije a Elenita que en diciembre me casaría con su hija y me contestó: “Para qué vas a gastar doble pasaje, cásate este jueves”. Y así lo hice, un 29 de agosto, día en que se promulgó el D.S. 21060, del cual el último artículo declaraba mi matrimonio.
No tenía amigos y entonces tomé un taxi y le pregunté si conocía la casa de Roberto Echazú y me contestó: “Ah, de Robertito”. No se decía nombres de calles sino de gente, como debe ser, y pronto me encontré a un costado de la avenida Paz Estenssoro y me abrió la puerta el mismo Roberto. Le pedí que fuera mi testigo y no sólo aceptó sino que me mostró su “Idiotario”, donde pasaría mi noche de bodas. Era una biblioteca en segundo piso a la cual se accedía por una escalera que luego se retiraba. Un copioso embarque de singani y vino Kohlberg completó mis gestiones y me casé.
Tiempo después volví a Tarija y a la casa de Roberto. Me recibió un tanto nervioso porque no sabía cómo invitarme vino. Lo vació en una caldera y le gritó a Lucila –su esposa–: Lucila, vua matiar con el Ramoncito. Vos mejor no matees porque te hace daño. La caldera era de puro vino y pronto, entre poro y poro, estábamos iluminados y entonces se acabó. Roberto me sugirió que entrara al baño y destapara el tanque del inodoro, donde había guardado otro par de botellas. Así lo hice y ya llevábamos cuatro en el coleto, cuando se acabó. Entonces me llamó Lucila desde la cocina, fui y me alcanzó dos botellas más: ¿Crees que no me he dado cuenta?, comentó.
Roberto era un poeta a tiempo completo. Su vida era un poema. Lo entendió el gobierno así y lo envió como diplomático a Cuba. Yo vivía en México y de pronto me visitó Roberto y me llenó de anécdotas. Había hecho gestiones para que las bandas de música tocaran himnos bolivianos en las plazuelas y tropezaba con el problema de fotocopiar las partituras, porque en Cuba era atribución del Estado, que usaba una tecnología vieja, creo que a alcohol, y entonces Roberto decidió ir a México, donde fotocopió como quiso. Eran los inicios de los 90s y Cuba vivía su período de restricciones. Todas las botellas se usaban para exportar ron, de modo que no había botellas en el mercado, pero cada sábado un camión cisterna visitaba los barrios y todos salían como podían, con baldes, latas, lo que fuera, para recibir el preciado líquido. De inmediato subían el volumen de la música, chupaban sábado y domingo y guardaban un poquito para estabilizarse los lunes, día laboral. Esto me lo contó Roberto y se brindó a llevar una bolsa que contenía mi trípode y mi batería que por supuesto dejó en el taxi y me jodió. Pero era Robertito y bastaba ver su rostro contrito para pasar a otro tema.
Ya en este siglo se celebró en Santa Cruz La Gran Tertulia, una reunión de escritores que iba a distinguir a Roberto. Nos reunimos en la avenida Monseñor Rivero y entonces apareció él, bajado del avión. Se sentó y se quejó de que le picaba la espalda y quería rascarse. Una bella muchacha se ofreció –era nuestra guía—y entonces vi al pequeño Marqués despojado de su camisa, con el torso desnudo y haciéndose rascar la espalda con las manos más bellas que vi en mi vida.
Nos alojaron en [en el Hotel] Los Tajibos y entonces Roberto descubrió el “frigobar”. Naturalmente lo agotó –o desagotó—y pidió otro y otro que al final le cobraron. Una hermana suya que vivía en Santa Cruz tuvo que pagar alrededor de 2.000 bolivianos por el desperfecto.
(…) Muchas son las anécdotas de este gran poeta, pero éstas me constan”.[3]
Hay mucho Echazú para leer y releer y estremecerse en el volumen editado por la BBB. Cuando gracias al Amaru, lo tuve entre mis manos y abrí el libro al azar –sólo la escritura que resiste al tiempo sirve para esos menesteres- leí:
Santiago Chambi
tiene
un reloj
Santiago Chambi
tiene
un anillo
Santiago
tiene
pero no tiene
un país.
La Paz, ciudad que Echazú también supo querer, ardía. Los carros subían con despiadada velocidad desde la Avenida Kantutani, se oían sus bocinas, los gritos de sus conductores. Moles gigantes de acero y vidrios azules me rodeaban en esa tan escueta plazuela de cemento que languidece al inicio de otra avenida, la 20 de octubre. Gentes iban, venían, a dónde no sabía y, desde el momento que me sumergí en la lectura del libro, ya no me importaban ni los edificios ni los autos ni nada más que lo que me imantaba en la página:
Santiago
de los caminos:
hemos perdido
leñas
y
crepúsculos
Santiago
de la noche.
Ese es el poder de la poesía genuina: arrebatarnos de pasión con su magnetismo de cada latigazo con la cual la realidad nos acosa, nos lacera, busca lastimarnos.
La poesía es el mejor antídoto contra la soledad del mundo, la soledad de ese mundo –el mundo tal cual lo conocemos-, el mundo que descree de la poesía, ese que alza edificios y tala árboles, arrincona a los chamanes y esparce televisores, contamina los ríos y nos inunda con esos estúpidos teléfonos inteligentes, ese mundo que reniega de un Santiago Chambi y sus caminos, sus crepúsculos, su reloj y su anillo, y ese su morar en el olvido, y toda la poesía que escribió Roberto Echazú para él y para todos los demás moradores del olvido para que, al sólo leerlos, los evoquemos, los sintamos y los recordemos siempre.
Y es, en su devoción por la palabra y por esos seres, conmovedor, Echazú. Digo mejor: por momentos, es tan estremecedor Echazú que uno siente en todo el cuerpo el aliento de los dioses, el roce de lo inmortal, la indecible belleza que esa revelación procura: la felicidad, en suma, de saberse vivo.
¿De dónde vienen los afanes de un poeta? ¿A dónde van? Cuenta Echazú en su entrevista con Antezana que siendo aún chango fue con sus amigos a la playa de un río a buscar víboras. “Yo nunca tuve la idea de encontrar una víbora removiendo piedras –asegura Echazú-, pero de repente, en el río, removiendo una piedra me encontré no con una víbora, sino con diez aproximadamente, es decir, una víbora con sus wawitas”. Ese hecho fortuito precipitó su primer alumbramiento poético, ante “ese gran deseo de comunicar mi espanto” por el hallazgo inesperado de los ofidios. Le dice a Antezana: o lo hacía llevando las víboras a la casa o escribía lo que había visto. Eligió el camino de la palabra y escribió un poema que tituló “Una víbora sin cabeza y otras diez con cabeza”. Pero algo, también inesperado, sucedió, y así lo narró Echazú: “pero una de esas víboras se me fue, se me fue… (…) así que yo me fui en busca de esa víbora que se me fue y todavía no la puedo pillar…”. Antezana acotó con luz: “La sigues buscando escribiendo…”. Echazú devela una clave y dice. “Escribiendo… porque ando en busca de lo que yo siento. (…) Yo ando siempre en búsqueda de las cosas que espiritualmente se me van, no de las que tengo, o de las que puede poseer ahora. Considero que ahí está el punto de la creación: a partir de esas diez víboras. Pero fueron nueve, una se me fue, la sigo buscando…”. Todo esto es entrañable.[4]
Ahora, leyendo el libro, uno puede sentir que al fin, que tal vez, que acaso Echazú sí terminó encontrando esa serpiente que se le fue, que se perdió y que él buscaba y buscaba en su vida y en sus afanes poéticos. Es cuando escribe:
El cementerio
estaba
cerca, poco
más allá
de
La Quebrada del Monte
y
La Víbora Negra.
La Quebrada del Monte. La Víbora Negra. La naturaleza –la tierra- y la muerte, junto con la soledad y el olvido –que, por cierto, son la marca de todo cementerio- son el tema recurrente de la poética de Echazú, el buscador de la décima víbora, el encantador de las palabras. Pero si la muerte es el final, y no por eso es menos celebrada, hay en la estética de Echazú un fervor inocultable por esa tierra –la nuestra- que cura y redime y por esos seres que la habitan, en un más allá del dolor, en un más allá de la tristeza, que es también esperanza. Esto es tan bello…:
Viviendo al abrigo
de los campos
las mujeres dan a sus hijos
la Cruz del Sur
y les hablan, en el camino,
de un país para nosotros,
hombres del porvenir.
Esa esperanza de Echazú puede ser esquiva para algunos que demoran en alegrarse o no les gusta el vino pero yo la veo latiendo, anhelante, en muchos de sus poemas, en algunos tan sensitivos como Estos árboles y el ya citado Viviendo al abrigo de los campos, otros tan comprometidos como el Tríptico del hombre y de la tierra y Camina, dedicados a los guerrilleros del ELN, en poemas conceptuales como Por el poder y en uno de sus poemas más celebrados y el más largo de todos: Akirame. Ahí dejó escrito un verso imposible de no sentirlo hasta el final: La tierra está en nosotros sin temor a que te quiera.
Esa esperanza es, a la vez, “un perpetuo mirar y un perpetuo crear aquel ámbito que de hecho configura el espíritu del hombre/ y que se llama la patria”[5] y esa esperanza, sencilla y sincera, y tan profunda como el mar de 1879 –su primer poemario- y tan fuerte como esos árboles “que aman esta tierra/ y se mecen en el aire/ como un extraño/ augurio que sortea/ la muerte”, quedó como legado de poesía pero también de identidad, de horizonte y de destino en ese “país- no país” tan injustamente desgarrado pero que es, a la vez, esa “provincia del corazón” que nos habita en el rincón más húmedo y el más apasionado y el más orgulloso de nuestra alma.
En esa tensión insistente, en ese amor tan intenso porque es amor desolado por el despojo, el abandono y la desmemoria cruel, no sólo lo leo a Echazú, sino que a través de él y de esa hondura tan consistente y a la vez tan mágica, leo también a Bolivia, leo a esa patria que es perpetua forja y es perpetuo cariño para que Santiago Chambi, Pedro Segovia, Cecilio Yancor, Jorge Zabala, Lucrecia Castillo, Julio Chamas y tantos otros –millones de antiguos- moradores del olvido, no lo sean nunca más.
Nada. Nada más. Nada más que gracias, eternas gracias, a Roberto Echazú por tanto sentimiento vuelto poesía y gracias a la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia por haber editado tan señera obra que honra no sólo la memoria del poeta sino también a esa patria que hoy edita libros como su Poesía completa, esa patria de sal cautiva a redimir y nuevos soles que desmienten a ese Platón que no confiaba en los poetas, esa patria, como la serpiente del Echazú chango, que siempre hay que seguir buscándola, anhelándola, amándola y escribiéndola hasta que la Víbora Negra nos señale el irreversible camino, la huella definitiva.
Notas:
[1] Vilma Tapia Anaya escribe en Akirame en Roberto Echazú, el importante estudio introductorio a su Poesía Completa: “Su obra no es “abundante”, pero en la concentración que tiene hay una complejidad que trasluce su vida, sus reflexiones, sus lecturas, su fe y, sobre todo, una ética”. Sergio Lea Plaza en su tesis La estética política en la poesía de Roberto Echazú, afirma: “El sentido de la brevedad en la poesía de Echazú tiene que ver con que cada verso o al menos cada estrofa podría convertirse en un poema por sí solo”. El propio Echazú habla del tema en una memorable conversación que tuvieron con Luis H. Antezana, incluida en los anexos del libro: Anverso/ reverso. Entrevista a Roberto Echazú. Hay que leerla, como todo el libro.
[2] La referencia completa del libro es la siguiente: Echazú Navajas, Roberto: Poesía Completa. Editado por Marcelo Paz Soldán; presentación por Álvaro García Linera, estudio introductorio por Vilma Tapia Anaya; La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional, 2017. El libro puede adquirirse en la librería del Centro de Investigaciones Sociales (CIS), calle Capitán Ravelo, saliendo del Puente de las Américas.
[3] Ramón Rocha Monroy, comunicación personal, 27 de abril de 2017. También de Ramón vale la pena leer el encomio/epitafio que escribió sobre Roberto Echazú. Ver https://ecdotica.com/2007/04/12/encomio-de-roberto-echazu/
[4] Vilma Tapia, en la introducción ya referida, lo sintetiza así: “La poesía para Roberto Echazú sería eso que se desea atrapar pero que es por definición inatrapable (…) la tensión entre vivencia y experiencia poética: la décima víbora que se nos escapa, ilesa, salvaje, quizá peligrosa”.
[5] Jaime Sáenz: Emilio Villanueva en Vidas y muertes, Ediciones Huayna Potosí, La Paz, 1986.
(Publicado en Le Monde Diplomatique, edición boliviana. Año 9, No. 102, mayo de 2017.)
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