Entre la nostalgia, el misterio y la imaginación
Por: Alejandra Canedo
Conformado por ochenta y seis poemas, la mayoría explícitamente marcados con una fecha, Jardín de claroscuros (editorial 3600, 2013) se trata, pues, de una especie de autobiografía poética. En la nota preliminar, la propia Matilde Casazola explica que tal autobiografía se da mientras está entre La Paz, Sucre y Europa, lo cual implica que el libro contiene, según señala, “una amplia temática”.
Estando en una ciudad o en otras, por supuesto que la nostalgia es uno de los temas que más espacio y fuerza tiene en este texto; se podría decir que es un tema transversal a todos los poemas y canciones. Me gustaría, entonces, centrarme en ello.
Como sugiere el título de esta reseña, la nostalgia se articula en imágenes de un jardín; es más, aquí, el recorrido de la vida deviene un jardín. Así, tiene un dechado de rincones y recovecos; algunos son soleados, amorosos y llevan el aura de las malvas protectoras; también tiene los tramos amorosos, en los que se encuentran formas tímidas, dulces, fecundas o atormentadas; otros rincones son oscuros, solitarios o con amaneceres demudados; se trata de pasajes que recorre quien se va o quien espera al que se ha ido.
Pero, en cualquier caso, siempre hay una conciencia que articula todas estas experiencias y es como un resguardo; esa conciencia es la de la memoria: “Cuando quieras saber dónde reposa mi corazón / no lo busques, no, dentro de mi pecho / pues allá encontrarás solamente su piel visible, su piel tangible (…) / Búscalo entre los papeles amontonados, / empolvados y amarillentos (…) / Como una hoja seca crujirá / cuando lo rocen por descuido tus dedos. / Ten cuidado, por favor, que sólo está dormido / aunque bien parezca que está muerto”.
Es, entonces, una memoria que duerme en los objetos del pasado, como un jardín que ha perdido sus hojas, pero no por eso ha muerto. Al contrario, la memoria es una manera de “repartir trozos de vida” que mantienen caliente la ceniza del pasado.
Ahora bien, al igual que el yo poético, el lenguaje también se lanza al viaje vital, al abismo del azar y la sorpresa: “Hay un poema, un canto / que me están esperando / en algún hueco de este día”. Y “este día” no necesariamente tiene que ser extraordinario, pues el misterio, la sorpresa, están incluso en los pasajes mil veces recorridos y añorados del jardín.
Así pues, el misterio es otra de las importantes temáticas de esta obra. El yo poético no lo manipula ni trata de deshilarlo, sino que lo respeta en su otredad: “Hay algo aquí, y no debo desesperarme por descubrirlo. Debo / guiarme como los ciegos, por el instinto. Así no fallaré. Me / llamaba, obscuro, potente, por esas noches desparramadas de / la ausencia”. Se ve, entonces, que la manera de habitar el misterio es a través de la oscuridad; incluso, simplemente, a través de la entrega al azar.
Por otro lado, cuando se habla de misterio, no puede faltar Dios. En este poemario, las oscuridades del jardín suelen cobrar sentido en Él, nuestras horas en el mundo cobran sentido y dejamos de ser arena dispersa: “Oh ampáranos / que sin ti perdidos / vamos, arenas sacudidas / por la rueda hambrienta de las horas…”.
Volviendo al tema transversal del texto, la nostalgia, uno de sus recovecos más importantes es el de la imaginación: “En este jardín de claroscuros / nada es del todo cierto: / ni verdad ni mentira”. De esta forma, la palabra se abre como una enorme posibilidad, es decir que la imaginación trae algo que está más allá del lenguaje, pero que, además, está más allá del aura del jardín. Así, entretejida con la nostalgia forman una especie de resplandor inaprehensible, como si aquello por lo que se siente nostalgia no estuviera en ninguna parte y estuviera en todas a la vez: “Lo único cierto que tengo es lo ficticio / es la luz de esta luna que ni es suya: / astro opaco, muerto, dicen, que rueda en los espacios / y nos deslumbra con el reflejo / que en ella deja el sol poniente (…) / —No es suya —dicen, tal luz, ¡pero qué importa! / es tan cierta / es el único brazo que tengo en qué aferrarme”.
Algo similar sucede con el tú poético, el otro amoroso, pues no está dado y es, igualmente, una pregunta o un resplandor impreciso, pero poderoso: “Si el aire de la noche / no me trajera tu fragancia / turbadora, profunda / no te amara. / Si no estuvieras flotando en mi vida / sempiterna pregunta, / no te amara”.
Pese a los oscuros de este jardín o vida, la escritura de Casazola es, sobre todo, diurna, en el sentido de que el lenguaje/la música están, generalmente, en el eje paradigmático del amanecer, del tiempo en el que lo sombrío queda adormecido. Se trata de una obra que tiene el ímpetu de andar por los caminos que depara el azar, sin miedo; que se acerca al misterio y, principalmente, que le abre las puertas a lo imaginario para habitar la nostalgia de una forma enriquecida. Por ello, me parece que la poética de la autora se resume en los siguientes versos: “Oh ese país misterioso. Allá, tú no sabes / si la flor que acaricias está hecha de nieve o lágrimas. / Sólo te dejas cubrir por el rocío menudo / que te va empañando la vista logrando fantásticas visiones”.
Fuente: Revista 88 Grados No. 3