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“Pasó la dama vestida de negro,/ la de negro antifaz,/ y me abrumó con su hueca mirada/ de eternidad”, escribe el poeta chuquisaqueño Gregorio Reynolds en una de las estrofas de “Yo”, probablemente personificando en ellas a la muerte. En la analogía con esta lúgubre mujer, el énfasis se pone sobre todo en sus ojos, que develan lo espeluznante de un infinito abismal, según describen los versos. Una idea similar se presenta en “Retratos antiguos”, donde el poder de los cuadros se recalca en breves palabras: “Nos contemplan de lejos/ nos miran de muy hondo, de más allá del mundo”. Los retratos son poseedores de una destreza inusual: del otro lado de sus lienzos son capaces de devolver la mirada a sus espectadores. Retornan, con descaro, una ojeada coqueta desde “una inquietante vida perdida en el misterio”; porque, en su quietud fotográfica, se perfilan impávidos e impertérritos desde el revés del mundo. Aledaños al presente, no rectifican su lejanía respecto de él, sino el peculiar vínculo que los conecta en esa afortunada coincidencia visual. Es así que, desde la distancia, ambos planos logran comunicarse en un intrigante juego de miradas, en la convergencia de un cara a cara que los confronta y contrasta en el lapso de la vida.
Esta idea es también profundizada en “Velatorio”, donde Reynolds explora ese otro lado de la vida en un lenguaje pleno de suspenso: “En la profundidad de los espejos,/ enlutados fantasmas hacen guiños,/ y arañan las tinieblas,/ cuatro garras de luz, los cuatro cirios”, escribe. Al revés del cristal, más allá de los reflejos, seres indeterminados y difusos habitan la “borrosa transparencia de los viejos espejos”, agrega en “Burbujas”. Los fantasmas son la evidencia de eso que estuvo, el vestigio del pasado. El poeta compone en su imaginario una pérdida personificada en los espectros que aún perviven en la contraparte de aquello que existe. Los lapsos irrecuperables habitan en ellos, perduran, imbuidos en la nostalgia característica de todo fulgor pasado. En “Menta” se devela la resignación a este destino irreparable: “En el viejo sofá/ de terciopelo verde,/” se lamenta Reynolds, “lloras por algo que has perdido/para siempre”. Lo que ya no está se condensa constantemente en esta imagen que devuelve el espejo, personificándose en esa mirada lánguida de la dama de negro o en aquella rigidez exasperante de lo fotografiado. La memoria es un cristal en el que se constata constantemente la fatalidad de lo extraviado, o, más bien, de eso que ya finalizó, lo acabado, un ciclo que devela su completitud. Por eso, quien se posiciona frente a él se entrega a su secuencia, a su movimiento circular, automático, que obsesivamente retoma el recorrido de sus sitios familiares. Es el viaje permanente de la melancolía, que en “Kempis” se detalla espléndidamente: “Tejer y destejer, eso es la vida;/ tejer y destejer sin descansar. / Por la senda ya recorrida/ regresar”.
Entre encuentros y desencuentros, la memoria teje y desteje, vive y revive, olvida y recuerda. Lo que del revés de la vida nos mira se simboliza en lo muerto, en eso que, de acuerdo al poeta, se ha “perdido/ para siempre”. En el otro lado, en el otro tiempo, lo destejido (nos) recuerda su ausencia. En “Neurosis”, Reynolds describe la experiencia en la imagen de un “corazón, cementerio/ al que van a parar, uno tras otro,/ los días muertos”. Pero más allá de su nostalgia, en la memoria la no-vida se resiste al tiempo, desafía la condición mortal de las cosas del mundo. En “Yo” se rectifica esta esperanza: “Se prolonga el paisaje en el espejo,/ lo mismo que la vida en el recuerdo”. En un anhelo más lánguido que desesperado, la memoria se configura en lo inexistente observándose en la brecha infranqueable de una ensoñación visual. Mientras, un angustiado Reynolds intenta reconstruir su pasado, re-tejerlo:
“En tanto que en su caja mortuoria/ yace el péndulo/ –para siempre ¡quién sabe!–/ de un macizo reloj de mis abuelos,/ para que mi congoja se disipe,/ me pongo a rimar versos./ Infatigable, febrilmente,/ en trama de dolor los voy tejiendo.// Escribo, escribo, escribo/ hasta más no poder, hasta que quedo/ viendo cómo, crispada, se rebela/ sobre el papel mi mano de esqueleto.// Siento bajo mi cráneo, tercamente,/ la pulsación profunda del silencio”.
Su oficio poético se ejerce en la intensidad de aferrarse al recuerdo, en la omnipresencia de una mirada lejana que esboza lo muerto. Son las alas del ancho mundo que se reclaman al pie de sus ojos, en el borde de sus párpados, el abismo que lo mira del otro lado, sin fondo, colmado de mortalidad. Porque, sin quererlo, la intensidad de una vida bestial pervive en su escritura, mitológicamente enfrentada a la muerte, a la que furiosamente voltea a ver luego de cierto tiempo. Estos poemas del chuquisaqueño probablemente puedan leerse como un llamado a preservar esa interacción visual que confronta sentimientos de frenesí y melancolía, que representan, respectivamente, la vida y la muerte…
Fuente: La Ramona