Por Cleverth C. Cárdenas Plaza
El otro gallo (1982), de Jorge Suárez, es una de las novelas bolivianas más logradas y por su intermedio se demuestra que la extensión no es requisito para construir una gran historia. Se trata de una novela corta, pero en su brevedad radica su grandeza, en pocas páginas Suárez da cuenta de los problemas de la condición humana en una prosa poética magistral.
Esa es la otra peculiaridad de la novela, su autor, primordialmente, es un poeta que concibió y escribió la novela mientras dirigía un taller de escritura en Santa Cruz en la década de los 80; por esas casualidades de la vida, durante su estancia en dicha ciudad le contaron la historia de un bandido en decadencia, y él decidió narrarla a su estilo. De ese modo nació El otro gallo, como un esfuerzo de escritura, como una prueba de que todo puede ocurrir en el contexto de un taller, como evidencia de la genialidad de Suárez y sobre todo como certidumbre de que la literatura cruceña estaba dando pasos hacia su consolidación. Nada casual que la Casa de la Cultura de esos años lo hubiera contratado para dirigir el Taller de cuento nuevo, grupo en el que participaron importantes escritores cruceños, cuyas historias vale la pena contar, pero, por ahora, eso es harina de otro costal.
El otro gallo es una novela ambientada en la Santa Cruz de los 80 y narra la historia del Bandido de la Sierra Negra y con ello da cuenta de un problema social, pero lo hace por medio de un lenguaje exquisito, breve y preciso. El texto se caracteriza por ser demasiado conciso, ninguna palabra está demás, nada más leamos este fragmento: La cabaña, construida entre las dos opuestas regiones que conformaron su existencia: aquella, con farolitos de papel sobre un patio enladrillado y parlantes escondidos en el aéreo follaje de un cupesí que, además, dígase la verdad, tenía por objeto disimular la presencia de los cuartos en fila del burdel, y esta otra, despejada a machete y erigida en cuatro palos que sostenían un abanico de tijerales revestidos de motacú.
En una oración, el narrador transita del presente al pasado para regresar al mismo presente. En el fragmento el autor luce su destreza en el manejo de la palabra y se puede apreciar una economía del lenguaje que solo, y ese es un criterio muy personal, un poeta puede lograr.
Italo Calvino, en sus Seis propuestas para el nuevo milenio (2018), sostiene que la velocidad en la narración es importante, pero no es “un valor en sí”, en todo caso “el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”. Dejando claro que la literatura juega con el tiempo y la afirmación de Calvino nos permite comprender que, para esta novela, en nuestra propia lectura, los juegos temporales se caracterizan por su precisión.
Es una novela en la que el personaje principal, Luis Padilla Sibauti, narra las aventuras del Bandido, poco a poco nos vamos dando cuenta de que se trata de su alter ego, pero también que se trata de la historia de su padre muerto: Blas Padilla Riquelme. Así, en una suerte de cajas chinas, digresiones e historias narradas al abrigo del culipi en la cabaña de Benicia, un grupo de contertulios escucha todas las noches las asombrosas historias del Bandido. El narrador personaje, igual que Sherezade, se ve en la necesidad de narrar esas historias para que la ficción, la noche y las tertulias se prolonguen.
Por otro lado, en la novela, tropezamos con la figura del padre ausente e inmediatamente sobreviene la intensión de reflexionar desde el lado sociológico de las novelas, para darle una explicación supra nacional a este hecho. Sin embargo, en El otro gallo, el padre ausente parece responder a explicaciones más simples que tienen su origen en un territorio tan convulsivo política y socialmente, y tan violento en el día a día. Blas Padilla era un cuatrero perseguido por la justicia, la cual estaba encarnada en carabineros caricaturescos, muere emboscado, un final previsible en aquellos años.
Ese pasado atormentado de Luis Padilla Sibauti, el hijo del cuatrero, es el que explica su transformación, ficticia, en el Bandido de la Sierra Negra. Porque la autoridad no solo mató a su padre, condenó a la familia a la pobreza, sino que prohibió que su descendencia siga sus pasos. Por eso la madre, en un acto de amor inexplicable, se convirtió en la responsable de quebrantar cualquier apresto rebelde del hijo.
Por supuesto, hay un problema identitario no resuelto, el germen de una rebeldía que Luis Padilla encausa hacia la ficción, es decir, busca en la palabra el vehículo que le posibilite construir su identidad. Sabemos que la novela es ficción, ante todo, pero en nuestras latitudes puede ser también un texto social que da luces sobre un contexto. En todo caso, lo que vemos es que existe de parte del Estado un control sobre la infancia del hijo del cuatrero, quien puede expresar su descontento solo por medio de la palabra.
Por eso, el Bandido de la Sierra Negra comparte sus historias “ficticias” a ese grupo reducido de contertulios que se reúnen en la cabaña de Benicia. La narración de las historias se da en primera persona, mientras que la novela conserva al narrador en tercera persona para referirse a los diversos protagonistas. Se trata de una narración en la que las cajas chinas proliferan. La pérdida de la frontera entre lo “real” y la ficción, en el mismo argumento y en el mundo diegético, es un artificio complejo, es un acto ilocutivo o performativo que hace tan singular a esta novela: existen diferentes niveles narrativos que posibilitan que los interlocutores de Luis Padilla asuman como real toda la performance creada para las aventuras del Bandido, no es pues de extrañar que el gallo de pelea de su madre se enfrente con el gallo estampado en los calzones del Bandido.
Por eso se puede sostener que la novela se encuentra entre ambas veredas, es la apuesta firme y sin titubeos por un trabajo estético, por un lenguaje muchas veces poético, pero a la vez explora en una sociedad en la que si se hace imprescindible un héroe como el Bandido es porque hay un Estado que conculca derechos de alguna parte de la sociedad.
Fuente: Letra Siete