Por Alba Balderrama
Sentadas en un cafecito, tomando té verde y conversando durante horas hubiera sido mejor. Respirando el mismo aire, olor a dulce y al amargo del café recién molido sobrevolando esta entrevista hubiera sido mejor. Viendo el gesto femenino de sus dedos ensartar el asa de su taza blanca, la taza tocar sus labios carnosos siempre pintados, sus labios pintados gesticular todas las letras posibles menos la ese, la ese que marca su origen y lenguaje, su lenguaje que habla desde un mundo profundo enterrado en la selva, el mundo profundo que resurge y serpentea en las páginas de sus libros. Hubiera sido mejor.
Pero como muchas cosas prohibidas hoy en día, no se puede. Hacer esta entrevista a la escritora Giovanna Rivero en un cafecito mientras lanza un hechizo piadoso sobre mí, desde el otro lado de la mesa, no se puede. Se puede leerla desde lejos. Se puede encontrar que el “hubiera” de ese deseo de acortar distancia, al momento de hablar de su más reciente libro Tierra fresca de su tumba editado en Argentina por Editorial Marciana, existe solo en un mundo que no compete al universo en el que nos sumerge la escritora, su propio mundo. Un mundo en que sus dedos ensartan ya no el asa de una taza blanca, pero la aguja con que, en el cuento “Mansedumbre”, las mujeres menonitas de una colonia en Santa Cruz bordan flores perfectas en las hamacas y colchas. La misma aguja con que le meten químicos y le hacen punciones experimentales al cuerpo enfermo, casi muerto, de Joaquín en “Hermano Ciervo”.
Lo pienso mejor. Se puede verla mejor ahí, sin hechizo piadoso, sin café, sin asa, sin el dulce olor. Encontrándonos con nada más que con las palabras, como debió ser siempre. En forma de preguntas y respuestas. Así es mejor.
¿Sientes que hay una especie de continuidad de tus cuentos en Para Comerte Mejor con los de Tierra fresca de su tumba? ¿Por qué?
Más que continuidad, me gusta pensar que estos dos libros componen mi pequeña cosmografía, en el sentido de que contienen los paisajes, la fauna, los planetas, los aspectos divinos, “los innumerables soles”, para decirlo con Giordano Bruno, y las vidas singulares que a mí me da placer narrar. En estos dos libros intenté poner en contacto los distintos reinos de los que tenemos noción, así fuera a brevísimas y humildes ráfagas. Ambiciono que mis personajes puedan librar sus batallas tanto en los espacios visibles de la materia como en aquellos microscópicos, dándoles a esas dimensiones la misma importancia.
Se ha hablado mucho de lo gótico y lo fantástico en los cuentos de tu libro Tierra fresca de su tumba. ¿Cuál crees que es el lugar de esos dos géneros dentro de tu literatura?
Si bien mi pasión por esas sensibilidades y esas estéticas –las del fantástico y del gótico– es congénita, lo digo por las lecturas que saciaron mi sed infantil, no planifico mi escritura ‘artificialmente’ para que el estilo o los temas de mis textos respondan a las características de estos géneros. No cultivo un “género”, no es esa la aproximación que desarrollo, no hay tal lucidez a priori. Creo, más bien, que me es inevitable cruzar umbrales, hacer que mis personajes sean, ellos mismos, el tránsito hacia otra forma de existencia. Es la metamorfosis lo que me convoca. En ese sentido, me interesa que, por ejemplo, mi ciencia ficción gótica sea el lugar donde habita ‘la sombra’, donde el conocimiento científico vuelva a darse de narices con lo colosal de la muerte, su ideal de experimentación más alto. Y con relación a la pulsión de lo fantástico, intento que en mis cuentos el evento fantástico ocurra como una proyección casi psicótica de la subjetividad de los personajes, una energía que va de dentro hacia afuera y que es capaz de trastornar el entorno, y no ese otro fantástico, pura exterioridad, que trabaja con la falacia patética, ese horror que, como digo, se nos impone desde afuera y que no siempre penetra en los personajes.
En Tierra fresca de su tumba trabajas el tema de la muerte y la violencia instaurada en lo cotidiano. ¿Cómo ves la violencia social y como ha influido en tu escritura?
Recién estuve trabajando con una investigación histórica de hace siglos para una escritura más ensayística y no deja de asombrarme la certeza de que la violencia ha sido siempre el motor de toda transformación. Por necesidad humana hemos construido moldes, como el tiempo histórico o civil, por ejemplo, para darles algo de orden a los ciclos de abierta entropía. Estos momentos en que distintas convulsiones ocurren en regiones completas del planeta me invitan a pensar en el modelo de ser humano hacia el que vamos mutando. No me refiero a este wishful thinking: “seremos mejores personas después de la pandemia” (ojalá que sí), sino a la complejidad de transformaciones que nuestra especie está inexorablemente llamada a atravesar, desde mutaciones biológicas del sistema inmune hasta el modo en que la categoría antropológica que nos ha definido en la modernidad –el trabajo– se desplazará, quizás, hacia otras formas de subsistencia y otras nociones sobre la abundancia. En mi escritura, estas inquietudes están presentes, quizás sólo como interrogantes; por ejemplo, en el cuento “Hermano ciervo” uno de los personajes se ha sometido a un experimento farmacéutico porque no ha podido encontrar otro trabajo. Usa su organismo como una “bolsa de valores”. Hice lo posible porque ese cuento no condujera hacia una moraleja. Ya me dirán si lo conseguí.
Los seis cuentos de tu libro recorren, o más bien se hunden, en las vidas y muertes de sus personajes. Son cuentos independientes pero en conjunto parecen fragmentos, pedazos de algo, ¿crees que la arquitectura de este libro responde a la construcción del monstruo, como en el mito de Frankenstein? Si fuera así, ¿cuál crees que ha sido el impulso que has seguido al escribir el libro?
Sin duda lo monstruoso me parece una de las posibilidades más entrañables para un personaje. Siempre hay un monstruo latiendo, antiguo o en su tierna semilla, en el corazón de una adolescente, en la memoria nublada de una anciana, en el peligro incalculable que representa una nueva relación de amistad o de venganza. Creo que la idea del monstruo contenido, que no sabemos si conseguirá revelarse y rebelarse, es lo que también está en cada cuento de este libro. Probablemente la vida se trate de eso, de cómo lidiamos cada día con el monstruo interior y cuándo es necesario dejar que pierda la vergüenza o los modales y tome, por fin, nuestro rostro.
El libro hace énfasis en las voces de los personajes y sus conversaciones y en la voz de la autora, dos voces que refuerzan el relato. ¿Cuál crees que es el papel de esas voces en la construcción de tu mundo literario?
Es verdad. En mi escritura, lo que echa a andar una historia, su conflictividad, por decirlo así, es lo que un personaje le dice al otro y cómo esas astillas de verdades –mis personajes casi no mienten, ahora que lo pienso, y eso es parte de su problema– lastiman o empujan a una acción. Hace poco me impuse la tarea de escribir un cuento, titula “Respiración”, en el que el personaje está aparentemente solo, rodeado de hielo y de árboles y de peces (no tan solo); decidí observarlo únicamente desde afuera, pero incluso en ese ejercicio operaba algo dialéctico, emergían los lenguajes materiales y, gracias a eso que el propio cuento no podía interpretar, ocurría algo, un evento, un conflicto, una natural violencia.
También me preguntás por la voz de la narradora. Me parece que narrar es un acto amoroso. Hay una entrega profunda que consuela, que acompaña. La voz que narra intenta darle sentido, por un rato, a la vida, y esa tarea es preciosísima. Es así como concibo la misión de contar un cuento, de contárselo a alguien. Trato, entonces, de que la voz que cuenta cada relato transmita esa relación primordial entre un mundo recién nombrado y un mundo recién comprendido.
Sobre el futuro, ¿cuál es tu siguiente libro?
Todavía no lo sé. Estoy escribiendo, dejando que los personajes crezcan, que invadan mi cotidiano. Creo que se trata de una novela.
Fuente: La Ramona