Por Valentina Torrejón
Mi primer perro se acostaba en pies de mi cochecito y tomaba leche de mi mamadera. No podía subirse a la cama de mis abuelos, pero aprovechaba cuando no había nadie en la casa para dormir entre las almohadas. Su pelo era blanco, siempre suave. Sus ojos eran verdes, siempre brillantes. Era un buen perro. “Solo le faltaba hablar”, decíamos todos cuando, entre miradas, ladridos y gruñidos, se hacía entender.
Seguramente no fui la única en pasar más tiempo del necesario pensando cómo hubieran sido las cosas si mi perro, si los animales, hablaran. ¿Qué dirían? Ciertamente, el lenguaje lo cambia todo. La palabra da y quita sentido, transforma, reconstruye y hiere. La palabra da lugar a las cosas, configura la vida de tal manera que lo íntimo puede ser, de alguna manera, compartido. Y, sin embargo, esa relación que, nosotros dotados de lenguaje, establecemos con el decir se muestra constantemente incompleta, inabarcable.
Es en esta paradoja que la historia de Claudia Ulloa empieza. Como una ruta “que invita al viaje, [donde] hay un punto de partida y un destino”, nos encontramos con la extraña voz de un perro que ha recuperado el habla al morir. Desde un “Más allá” que no está en ningún lugar en particular, la autora revela al “dueño de la historia”: “el perro muerto y rumano” que en su corta vida y con poco, o casi nada, fue feliz. Inmensamente feliz. Pero, entonces, vale preguntar: ¿qué significa ser feliz? Me parece que el libro de Ulloa ronda principalmente alrededor de esta pregunta.
Cuando una profesora latinoamericana, residente en Noruega, decide acompañar a su ex alumno a Rumania en un viaje por carretera –aunque suene a “«carreta», un tránsito lento, desfasado, alguna bestia fustigada y partiéndose el lomo [sin] grandes avances”–, la autora nos sumerge en lo desconocido. La mayor parte del tiempo, y tal como a su personaje, nos mantiene en un estado de sopor, de oscuridad casi tortuosa. “Nos [desentiende] del idioma”. Y sin llegar a ser desesperanzadora, termina por engancharnos a la vida que se desarrolla en las calles de Bucarest, Constanza, Mangalia, Bacău y Goșmani, que recorren Mihai y su antigua profesora, quien no habla el idioma ni habla de lo que le duele.
Así, Yo maté a un perro en Rumanía es una novela escrita en primera persona que navega lo incomprensible. Partiendo de la relación entre los personajes, que fluctúa entre el deseo y la rabia, hasta el extraño momento en que la profesora, después de lo más parecido a un berrinche, pierde el habla. Ulloa obliga a sus lectores a dar sentido a las breves charlas en rumano entre los familiares de Mihai como la profesora hace: abriéndose al lenguaje, dejándolo entrar como una corazonada en las palabras no dichas.
De este modo, conforme avanza el viaje, la historia da paso a una forma de comunicación que parece estar ubicada en el cuerpo. Como se lee en el siguiente fragmento:
Cerré los ojos y mis oídos se estiraron por el aire, abandonaban la habitación y distinguía las palabras entre las paredes del edificio, la conversación de una pareja antes de acostarse avanzaba por el aire y se entretenía con las peroratas de los borrachos y los murmullos lejanos con otros acentos […].
En las palabras no dichas había una corazonada.
Esa corazonada era el entendimiento en sí, la comprensión –y no la develación– del misterio. Lo entendía y lo comprendía todo.
Y que permite a la profesora hacerse entender y, sobre todo, hacerse querer, al tiempo que aprende a manejar las olas de tristeza que, al inicio de la historia, la obnubilaban. Entonces, encuentra a su perrito. Un animalito chiquito que la profesora carga como una “bolsa caliente” en el vientre y que pasea por la casa del hermano de Ovidiu durante las celebraciones mortuorias que su amigo había ido a organizar en su pueblo natal. En medio de ese escenario de pérdida, el perrito se vuelve la compañía silenciosa que la profesora necesitaba para recobrar el habla, para superar el silencio que la sobrecogía en momentos difíciles.
Ulloa cierra el libro volviendo al inicio. Ahí donde el perrito habla después de morir, la profesa recobra la rienda de las palabras al volver a despertar, al volver a nacer en un país donde la carretera, la oscuridad negra que se cernía en los túneles por los que habían pasado, la había acogido sin preguntar, sin necesidad de saber qué heridas curar. Y como un perrito, recogido de los pastizales que rodeaban la casa de Goșmani, había sabido aceptar su silencio.
Fuente: Ecdótica