Emma Villazón, poeta viva
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Vacío la botella de garnacha negra, de las tierras surestes de Cataluña en la frontera con Aragón que lamen el Cerc y el Garbi. Acompaña un arroz, una carne bañada de pimiento malagueta. He retornado a Denver, y los 100 Farenheit del exterior me han tenido inamovible entre libros de geografía y poemas.
Martes 25.
Emma Villazón… En el piso nueve del ex Radisson, se cruza con nosotros una mujer diminuta de anteojos; sonríe con dientes pequeños y mira casi de reojo. Nosotros salimos del elevador y ella entra para bajar. Sé que es la poeta que el 3 de agosto, sin nunca antes habernos ni conocido ni hablado, les escribe a Fermando Iturralde y a mí acerca de lo difícil que sería determinar lo “boliviano” en la literatura, y que en narrativa y poesía los tratamientos son muy distintos.
Luego asisto a “Conociendo a Emma Villazón”. Los presentadores, con brebaje literario, disminuyen la calidad de lo que dice y lee la diminuta poeta. Hay algo de circo en esto pero ella no es la malabarista y menos el clown; ella escribe, y bien, y habla de una mujer que hacía versos de fuego, Marina Tsvetaieva, que es evidente amamos los dos. Algo de la rusa hay en Emma, una sutil tristeza, casi melancolía; diría que la muerte salta de letra en letra, que la escritora elude a la muerte con sutilezas que la confunden. Pero a veces la poeta duerme mientras la otra no. En ese acecho constante ataca y mata, pero lo que la muerte no sabe es que los poetas no mueren, que basta una línea luminosa para permanecerlos eternos. En Rusia los poetas derribaban zares y tiraban bombas. Algo de esa Rusia suave y terrible anidó en Santa Cruz de la sierra, en los ojos de gafas y manos enguantadas de Emma, que susurraba versos que ponían fuego a los pastizales.
Miércoles 19.
Lloramos la muerte porque no sabemos cómo lidiar con ella. Siempre parece que nos arrebata lo único que nos aferra a la vida. Pero hay paradojas, la mía, por ejemplo, que antes del fin leía a Emma Villazón con gusto y algunas veces hasta con perplejidad y hoy la leo y releo más que ayer. Como si este dramático momento en que respirar termina fuese justamente lo opuesto y que gracias a la no presencia de ella aparece enfundada en lo que realmente fue, una magnífica poeta que dijo lo que tenía que decir para que no perdamos el tiempo lamentando lo que pudo haber dicho. Eso déjenlo a plañideras de mercado. Joven, claro, y así se debe morir, antes que el tiempo y el desgaste nos reduzcan a poco sino a nada. Sé que discreparán conmigo. Hay gente a la que le gusta chillar mientras garrapatea mediocres líneas. Dejen las cosas como están, que también hay belleza en el dolor y que hasta la ausencia puede convertirse en sublime. Que si está en cielo o infierno es lo menos que le puede interesar al poeta que camina entre los lindes de los extremos. A veces la existencia huele a mar; a ratos a escombros. De ambos se vive. Emma lo sabía y lo expresó mejor que mucha de su generación y bastante de la antigua. Discreta, muy discreta, según suelen hacer los sabios y los amantes. Jamás espectáculo, menos soberbia.
Viernes 7.
Nos cruzamos en el ascensor. Y la vemos desayunar en una mesa de mantel naranja. Daniel Abud, que me acompaña, queda prendado de un aura. Nunca la ha leído. Lo hará en la noche, cuando con Emma tenemos una mesa de escritores “migrantes” (muy mal usado el término para asociar autores dispares). De allí entonces, Daniel atraviesa cinco días de duda en que quiso invitarla a un café. Porque era hermosa, porque hacía versos, por la voz delicada y su timidez gentil. Se arrepiente ya que no se sirvió el café y le digo que el oscuro líquido vela cada noche sin ella pero con ella, que aparte de juego de palabras encierra una gran verdad, que todo lo franco es eterno y lo eterno poco. No sé si me entendió, pero se recuesta con Lumbre de ciervos. Así se duerme.
Hablan sus amigos, sus maestros, admiradores y envidiadores. Dicen que no hay muerto malo y tienen razón en nuestro deleznable mundo andino. Priman los dioses falsos y la pesadumbre peor. Nadie quiere reír cuando alguien muere y se equivocan. El festejo de la muerte es el contento de la vida. Un bolero de caballería acompaña mi último trago. Garnacha negra que producen la brisa marina y el viento seco. No es que desdeñe la tristeza y que piense que penar es un defecto, pero mucho he visto de indigno y de mentiroso para creer demasiado. A Emma no la conocí, no puedo jactarme. Una mesa, dos sillas, un presentador, tres vasos de agua. Un correo electrónico, un beso de mejilla. Poco para mucho decir. No necesitaba hacerlo. Lo fraterno se esconde por largos períodos y luego crece. Hoy, en Denver, con 30 centígrados y libros dispersos me he sentado con Emma a saborear un garnatxa negro, leer lo suyo y comentar lo otro. Y eso me sabe a vida.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/