05/12/2025 por Sergio León

Elementos contemporáneos en Ciento veinte minutos de Isabella Soriano

Por Marcelo Paz Soldán

Ciento veinte minutos de Isabella Soriano, obra debut que publica a sus veintiún años, articula varios elementos poéticos contemporáneos. Destaco cuatro ejes que estructuran su propuesta –el tiempo, la música, el poema como unidad de sentido y la ilustración– y examino cómo estos aspectos aparecen en la poesía de otras poetas. Estos componentes reflejan tendencias actuales en la lírica, al mismo tiempo que dialogan con tradiciones previas. A continuación, analizo cada elemento y ofrezco ejemplos que muestran su tratamiento en la poesía emergente latinoamericana.

El tiempo como eje estructural y temático

El tiempo suele ser un núcleo central en la poesía, y en Isabella adquiere dimensiones particulares. En Ciento veinte minutos, el tiempo funciona como hilo conductor: el título mismo alude a una duración concreta (120 minutos) que podría estructurar el recorrido del libro. Esta preocupación temporal entronca con una concepción clásica: “La poesía es diálogo del hombre con el tiempo”[1], escribió un crítico refiriéndose a la lírica de Antonio Machado. En la poesía contemporánea de jóvenes autoras, el tiempo se explora tanto en su aspecto cronológico como en su dimensión subjetiva.

Por ejemplo, Johanna Barraza en Sembré nísperos en la tumba de mi padre construye sus poemas alrededor de la memoria y el paso del tiempo tras la pérdida: desde el hecho violento del asesinato de su padre hasta la lenta asimilación del duelo[2]. El tiempo en su poemario es eje temático (la nostalgia, la espera, el ayer irrecuperable) y a la vez estructural, pues los poemas configuran una cronología emocional de los eventos posteriores a la pérdida.

De modo semejante, otras jóvenes poetas han experimentado con estructuras temporales: algunas organizan sus libros como diarios poéticos o sucesiones de momentos (horas, días, estaciones) para dar unidad al conjunto, mientras otras hacen del tiempo histórico o generacional un trasfondo de denuncia o recuerdo. Este eje temporal dota a sus obras de coherencia interna y profundidad reflexiva. En suma, el tiempo –sea en minutos concretos, años rememorados o instantes capturados– es un marco fundamental en la poesía joven actual, actuando como columna vertebral del sentido y detonante de la emotividad.

¿Qué pasa si esta es la dimensión en la que nos encontramos? (Pág. 35)

La música como intertexto o arquitectura emocional

La música aparece con frecuencia como intertexto en la poesía contemporánea, funcionando como soporte emotivo y estructural de muchos poemarios recientes. En Ciento veinte minutos, la presencia de referencias musicales podría servir de “arquitectura emocional” que sostiene la atmósfera de los poemas. Muchas poetas jóvenes incorporan la música de diversas formas: algunos poemas dialogan con letras de canciones, llevan por título nombres de piezas musicales, o intentan reproducir cadencias sonoras mediante la métrica libre y la repetición. Esto crea una resonancia particular, un “fondo musical” que envuelve la lectura.

Existen precedentes ilustres de esa simbiosis entre poesía y música. Alejandra Pizarnik, por ejemplo, intituló su último libro El infierno musical (1971) y en él “nos presenta un ejemplo de simbiosis entre la poesía y la música”[3], explorando la sonoridad y el silencio como partes de su poética. En la actualidad, es común que las y los poetas jóvenes escriban con una banda sonora personal en mente; muchas veces citan géneros como el rock, el jazz o el bolero para ambientar sus versos, o estructuran sus poemarios como si fuesen álbumes conceptuales. Incluso fuera de la página, poetas emergentes suelen colaborar con músicos en recitales performáticos, reforzando el lazo entre poema y canto. Un caso notable en habla hispana es el de la española Elvira Sastre (aunque no latinoamericana, muy leída en la región), cuyos poemas han sido musicalizados y que ella misma recita acompañada de piano, mostrando cómo el pulso musical potencia la emoción poética.

En los poemarios jóvenes, la música actúa así como un intertexto: puede aparecer mencionada explícitamente o impregnar la forma del poema. Sirve de arquitectura emocional en cuanto marca tonos, ritmos internos y transiciones anímicas dentro del libro. Esta conjunción de poesía y música aporta una capa intertextual rica y cercana a los lectores jóvenes, quienes encuentran en esos guiños sonoros un reflejo de su propia cultura e identidad. Al presentar Ciento veinte minutos, vale la pena subrayar cómo Isabella hace uso de referencias musicales (citas de canciones que marcaron esos “minutos” de su vida) o cómo la secuencia de poemas podría leerse como una partitura de sentimientos. Escribe Soriano en el poema Canción prestada (pág. 45):

Desde ese recuerdo tan lejano en que me fui,

estuve esperando por ti.

Promete dejar todo tu amor en mí

y cuando esté todo dicho y hecho,

dime que te arriesgarás por mí.

Que de algo sirvan mis estrofas,

y cuando el ganador se lo lleve todo,

siempre estarás junto a mí.

O como el poema Alcohol y eterna nostalgia (pág. 22):

Lo más lindo lo escribo para ti,

quien ignora mis versos.

El poema como unidad de sentido

Otra cuestión relevante es la concepción de cada poema como unidad de sentido dentro de la obra. En la poesía contemporánea hay una tensión creativa entre el poema individual y el libro como totalidad. Isabella Soriano titula cada uno de ellos en Ciento veinte minutos de forma que posea autonomía semántica –como minutos con significado propio– pero a su vez contribuye al mensaje global del conjunto. Históricamente, la tradición simbolista y modernista tendía a ver el poema breve como una entidad autosuficiente, una “unidad melódica perfecta” en sí misma[4]. En contraste, ciertas poéticas actuales buscan narratividad y cohesión, hilando los poemas casi como capítulos de una historia.

Críticos contemporáneos han señalado que algunos autores jóvenes desafían la asunción tradicional del poema como unidad de sentido, socavando la idea del poemario entendido como mera suma de partes aisladas[5]. Es decir, en lugar de poemas completamente independientes, proponen libros estructurados, donde los poemas dialogan estrechamente entre sí. Esto no elimina la identidad de cada poema, pero la matiza: cada texto funciona tanto individualmente como en relación con sus vecinos. Por otro lado, muchas poetas jóvenes todavía reivindican el valor de la pieza breve y redonda; buscan que cada poema tenga sentido pleno por sí mismo, que pueda leerse de forma independiente y ofrezca un impacto único, a la vez que sea un fragmento armónico dentro del mosaico mayor del libro.

Un ejemplo de equilibrio entre unidad y conjunto se halla en La tierra más ajena (1955) de Pizarnik. Su relectura reciente muestra que, aunque es un primer libro breve, tiene una coherencia temática y estilística marcada, pero cada poema retiene su individualidad[6]. Del mismo modo, en Sembré nísperos… de Johanna Barraza, cada poema puede entenderse por separado (instantáneas de dolor, memoria o denuncia), pero en conjunto narran la experiencia completa de la pérdida y la sanación. En Ciento veinte minutos, conviene destacar esta doble cualidad: cómo cada uno de los poemas de Soriano tiene su propio contenido y emotividad (su “unidad de sentido”), y simultáneamente, se entrelazan para formar una estructura significativa mayor, posiblemente un relato poético de la vida emocional de la autora. Esta perspectiva muestra el rigor compositivo de la joven poeta, alineándola con las tendencias contemporáneas que equilibran fragmentación y cohesión en la lírica.

La ilustración como componente narrativo o simbólico

Un rasgo cada vez más visible en la poesía actual es la inclusión de ilustraciones o elementos visuales como parte integral de la obra. En la era de la imagen, muchos poemarios contemporáneos –sobre todo de autoras y autores jóvenes– incorporan dibujos, fotografías o diseños que dialogan con los textos. Ciento veinte minutos no es ajeno a esta tendencia: el libro cuenta con ilustraciones que añaden capas narrativas o simbólicas a los poemas, enriqueciendo la experiencia de lectura más allá de lo verbal.

La ilustración en la poesía puede cumplir varias funciones. Narrativamente, ciertas imágenes funcionan como una extensión del poema, contando visualmente lo que los versos sugieren; simbólicamente, pueden reforzar metáforas o motivos (por ejemplo, un reloj dibujado que acompaña a un poema sobre el tiempo, o una silueta musical adornando un poema sobre una canción). Este recurso sitúa la obra en un ámbito interdisciplinario, cercano a la poesía visual. Un fenómeno mundial que ejemplifica esto es el de Rupi Kaur, joven poeta e ilustradora canado-india que mezcla “los textos con ilustraciones, que la misma poeta realiza, y así el texto se vuelve más dinámico”[7]. En América Latina también hay ejemplos notables de poesía ilustrada en libros, donde la conjunción de palabra e imagen busca atraer a nuevos lectores y ofrecer múltiples niveles de interpretación.

La incorporación de ilustraciones en Ciento veinte minutos, realizadas por Valentina López, no es simplemente ornamental, sino que forman parte del discurso poético. Por ejemplo, si el poemario incluye viñetas que marcan el transcurso de esos 120 minutos (un amanecer y un ocaso, tal vez, o distintas posturas de un reloj de arena), dichas ilustraciones estarían narrando visualmente el paso del tiempo, complementando el tema central. O si aparecen símbolos dibujados –flores, instrumentos musicales, figuras humanas–, podrían señalar temas y emociones recurrentes, creando una iconografía personal de la autora. En este libro es pertinente mencionar cómo texto e imagen se integran para contar una historia poética más completa. Esta simbiosis refleja una sensibilidad actual: la de una generación inmersa en lo visual, que concibe la poesía no sólo como palabra escrita sino como experiencia estética total.

Debemos entonces subrayar los enfoques literarios contemporáneos que Soriano reúne en su poemario Ciento veinte minutos: el uso del tiempo como armazón temático, la intertextualidad musical que aporta tono y profundidad emotiva, la concepción de cada poema como unidad significativa dentro de un todo coherente, y la dimensión visual de las ilustraciones como parte del lenguaje poético. Todos estos elementos, respaldados por ejemplos recientes de la poesía joven, hablan de una escritora consciente de su oficio y de su época.

Ciento veinte minutos se presenta así no sólo como la obra debut de una poeta de veintiún años, sino como un libro en sintonía con las corrientes actuales de la poesía latinoamericana – una obra que dialoga con la tradición, a la vez que propone una voz propia, fresca y madura, digna de la atención crítica y del público.

Bibliografía

[1] Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. (n.d.). Delmira Agustini: la poeta. Recuperado de https://www.cervantesvirtual.com

[2] WMagazín. (2025, marzo 21). Poetas jóvenes de América Latina, España y Estados Unidos para celebrar el Día Mundial de la Poesía. Recuperado de https://www.wmagazin.com

[3] Odría, C. (2017, mayo 22). El infierno musical de Pizarnik. Suburbano. Recuperado de https://suburbano.net/el-infierno-musical-de-pizarnik/

[4] Malpartida, J. (2010, mayo 31). Poesía y prosa, de Jaime Gil de Biedma. Letras Libres. Recuperado de https://letraslibres.com/libros/poesia-y-prosa-de-jaime-gil-de-biedma/

[5] López, J. (2017). Topographies of becoming: On Luis Hernández’ poetry. Recuperado de https://www.researchgate.net/publication/318591487_Topographies_of_Becoming_On_Luis_Hernandez%27_Poetry

[6] Domínguez, M. (2020, abril 7). Roto marco centra todo: reseña de “La tierra más ajena” de Alejandra Pizarnik. Revista Chubasco en Primavera.

[7] Martínez Parra, A. J. (2021, septiembre 16). Rupi Kaur: Un camino de lucha y florecimiento. ProtoLuna.

Fuente: Editorial Nuevo Milenio