El yo asambleario de Los días de la peste
Por: Vicente Luis Mora
Después de dos novelas ambientadas en Estados Unidos (Los vivos y los muertos y Norte), y una en el espacio exterior (Iris), la narrativa de Edmundo Paz Soldán vuelve a Bolivia, y lo hace con una fuerza inusitada. Los días de la peste, con ese título que recuerda a La peste (1948) de Albert Camus, presenta una trama similar a la del escritor francés: los efectos de una plaga en un territorio acotado, en este caso la Casona, una enorme prisión de régimen abierto donde viven familias enteras junto a los presos, y como La peste aborda los aspectos humanos y metafísicos que la enfermedad contagiosa va generando en los personajes. Lo interesante en la novela de Paz Soldán es la forma en la que aborda la plaga, que, en puridad, es una plaga dentro de otra: la corrupción económico-institucional que afecta por igual a funcionarios, autoridades, vigilantes y presos, reos todos de un sistema mayor de cadenas (de favores). La enfermedad como metáfora, en la línea de Sontag, pero también encontramos la metáfora como enfermedad: la negociación de los símiles por las autoridades carcelarias para esconder la crudeza de la realidad inconveniente, para cubrir bajo capas de lenguaje la instrumentación del régimen cerrado. Aunque la obra no menciona en ningún momento -creo- a Bolivia, la cárcel está basada en una prisión boliviana, y algunos términos locales como “turril” o “barbijo”, así como menciones gastronómicas y lingüísticas (las más de 30 lenguas indígenas, por ejemplo), sitúan el argumento en el país de origen del autor. Aunque es claro que éste ha preferido -como Diamela Eltit en alguna novela- no anclar nacionalmente la obra, con la intención de ensanchar el campo de interpretación e incrementar su clara dimensión hispanoamericana. En lo estilístico, Los días de la peste es una de las obras más ricas de Paz Soldán, capaz de poblar de voces distintas y creíbles a la colmena carcelaria, y hábil para esculpir detalles como la construcción discursiva del personaje de Lya, cuya adolescencia mental se trasluce en una expresividad creada a base de frases cortas, eléctricas, simples, sin desarrollar, inmaduras.
Volvamos por un momento al tema de la peste aludida en el título de la novela, a la parte relativa a la enfermedad. “¿Qué son los virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos”. Estas frases pueden leerse en la página 212 de Los días de la peste, pero están en cursiva, y lo están porque en realidad son un intertexto, una cita del narrador peruano Carlos Yushimito, quien las incluyó en su relato “Los que esperan” (en Rizoma, 2015). No es la única cita existente en la novela de Paz Soldán, que reconoce varias de ellas en una nota final, pero la intertextual es la menor de las partes de esta imaginativa y excelente novela del narrador boliviano. La mención a la monstruosidad perfecta de los virus tiene otras potencialidades en la novela que no vamos a desvelar, y que van tejiendo sus ecos hasta la última línea de la novela. Con Los días de la peste vuelve Paz Soldán a varias de sus obsesiones recurrentes: la manipulación informativa, la política latinoamericana, el esoterismo -se crea, como en Iris, un culto maligno de gran poder sobre los personajes-, el poder de la pulsión sexual, la violencia, el dinero (todo en la Casona es dinero, véase p. 88), y la esperanza de los seres individuales inmersos en el marasmo colectivo del “gótico microbiano” (p. 285).
Y esta última idea me lleva a uno de los grandes descubrimientos del libro, el personaje de Rigo. He dedicado 15 años de vida y dos libros al estudio de la disolución subjetiva en la literatura hispánica actual, y en muy pocas ocasiones me he topado con un ejercicio tan sofisticado de desintegración de la identidad tan hábil como el que Paz Soldán realiza con Rigo, un personaje que podríamos definir como un yo micropolítico, una identidad asamblearia que el autor emplea inteligentemente como muestra de la desconexión y la falta de comunicación de la pareja, de la familia, de la Casona, de las clases sociales del Cono Sur, de las etnias nacionales, de la sociedad actual. Rigo, tras una conversión esotérica, advierte la separación entre las distintas partes que lo unen (voz, ojos, piel, mente, etcétera), dotadas cada una de voz propia y volición; pasa entonces del yo al nosotros, hablando en plural al referirse a sí mismo, consciente de su dimensión sociopolítica a escala: “aprendíamos a disolver el yo en el nosotros, el yo era un pueblo y debíamos cuidarlo” (p. 36). Un ser entendido como organismo pluricelular consensuado, regido por la negociación “social”: una identidad que haría las delicias de Foucault -tanto más cuanto descrito dentro de una cárcel-. Un yo benthamiano, donde sus creencias establecen las reglas (y las rejas) de vigilancia. Rigo es nuestro presente y, al mismo tiempo, es cada uno de nosotros.
La personalidad asamblearia de Rigo es un espejo a escala de la Casona, colectiva e individual al mismo tiempo, que a su vez es presentada como un microcosmos de la poliédrica sociedad boliviana (pp. 44 y 203) y que, no por casualidad, es un reflejo de la estructura reticular de la novela, concebida como una faulkneriana sucesión de voces que vertebra un espejo roto, cuyas multiplicadas piezas reflejan a escala todas las preocupaciones políticas, temáticas y estéticas desarrolladas hasta ahora por Edmundo Paz Soldán.
Fuente: vicenteluismora.blogspot.com.es