Por Jorge Saravia Chuquimia
En los últimos siete años he ido reuniendo libros, folletines, recortes de periódicos, artículos de revistas y un conjunto de hojas sueltas impresas que considero significativas de escritores bolivianos. Ahora soy partidario que exponerlos mediante estos ligeros comentarios es de gran utilidad para aumentar a visualizar la obra literaria dispersa que lograron perpetrar estos dignos autores en vida. Uno de ellos es un artículo periodístico que tiene una peculiaridad especial, pues se trata del cuento El alma de María Angola, de Alberto de Villegas (1897-1934), publicado en homenaje a su triste desaparición en la Guerra del Chaco.
El relato aparece en el semanario gráfico La gaceta de Bolivia dirigido por Carlos Medinaceli, el 29 de junio de 1935. En esta vena, sospecho se trataría del último cuento publicado del escritor-dandi. Todo lo que diré al respecto gira(rá) en torno a observar la fantasía creadora que potencia la imagen del escritor modernista.
Mi relación con este autor deviene de haber leído la segunda edición de Memorias del Mala-Bar (1983) de la editorial Isla, de Antonio Paredes Candia. Curiosidad bibliográfica reeditada gracias al ejemplar N° 18, propiedad de Edgar Oblitas Fernández y que antes lo poseía Porfirio Díaz Machicao. Según eso, la primera edición de 1928 tiene un pie de imprenta que reza: “Se han impreso 50 ejemplares de estas Memorias del Mala-Bar numeradas de A a E para el uso del autor, de I a XXV destinados a las amigas del Mala-Bar, de 1 a 20 para los suscriptores”.
El texto es simplemente fantástico por la estructura narrativa audaz que está alojada en estas páginas. Dentro de este rango, su aparición constituye uno de los proyectos literarios que suscita mucha repercusión en los lectores, porque emerge rompiendo esquemas y sistemas literarios vigentes en aquella época.
Pero, en este caso concreto, el tono del postrimero cuento que divulga el semanario La gaceta desvirtuaría, supuestamente, el punto de vista de la técnica moderno-decadentista de De Villegas. Encuentro, paradójicamente, una exploración fértil en penetrar en las raíces coloniales y el indigenismo para incrementar la pericia literaria. Con todo esto, Alberto de Villegas funda un tiempo narrativo propio. Sobre este cuento, llama la atención la fotografía que acompaña al artículo, ya que en la leyenda puedo leer: “El suboficial Alberto de Villegas y su esposa, en la línea de fuego, posando en una de las ultimas fotos que nos quedan de él”.
A continuación, el epígrafe señala: “Como homenaje al compañero de labores que nos hizo vivir tantas horas de exquisita camaradería, encauzada por su charla siempre alegre, vivaz y llena de sugerencias y de entusiasmo que solía despertar en nuestras voluntades no siempre despiertas, publicamos el presente artículo que han de saborear con deleite nuestros lectores”.
Cabría indicar que el nombre de El alma de María Angola es en alusión a la antigua campana conocida con ese nombre, construida en 1655, que pesa 6 toneladas y pertenece a la catedral del Cuzco. La referencia es precisa para entender que De Villegas re-escribe la leyenda de la campana incaica.
El relato (con tinte de leyenda colonial) es la apasionante historia dividida en dos partes sobre el tormento sufrido por el alma del indio Tupaj-Amaru (sic) y que sería el repicador de la campana María Angola.
En la primera parte, el narrador describe la plática de varias campanas de tantas iglesias del Cuzco. Es un coloquio de bronces donde la María Angola es la líder que siente la “música de guerra y cantares de fiesta”. En la segunda parte, retrata el lamento del alma del indio sacrificado y la María Angola debe extender esta voz de clamor para recuperar el Imperio en todos los confines del Tahuantinsuyo.
El inicio de la ficción es clave para comprender el hilo narrativo: “Cuando en el cielo del viejo Cuzco de los Incas y del Rey, comienzan a alzarse las primeras estrellas, el aire se llena de una emoción beata bajo el múltiple dialogar de las campanas”. El fragmento es un verso en prosa y desprende musicalidad por la frase bien elegida “dialogar de campanas”.
En seguida, la figura de la campana se corporaliza, por cuanto el narrador enumera a otras campanas que actúan como interlocutoras de María Angola: “Campanas de la Compañía, que resuenan sobre socavones de misterio, campanas de la Merced, (…) Campanas de Santo Domingo que repican sobre el Templo del Sol (…) campanas de Santa Clara, claras y dulces como el cántico de las ñustas que vivieron en el Acllahuasi (…) campanas de San Francisco, que escuchaba la Monja Alférez, lejanas campanas de San Blas y de San Sebastián”.
Así, descubro en el cuento de Alberto de Villegas una nueva forma de escribir. Es diferente a la habilidad narrativa de Memorias del Mala-Bar. Reproduzco una pieza para poder contrastar: “Un ramillete de pabellones cosmopolitas, como libélulas cansadas sostiene una visión de Montmartre, donde en avanzada noche los ojos exaltados del bar-man ven, cabalgada en su shaker, una linda pecadora…”. En el relato, De Villegas indaga las fuentes ancestrales del Tahuantinsuyo. Es una escritura cerca de la corriente indigenista y esta búsqueda radica en lo telúrico permitiendo ser vista como destreza renovadora para su narrativa.
En la segunda mitad del relato, el narrador describe el alma del indio que tañe a la María Angola: “Finalmente, de Tupaj-Amaru, el alma misma de la rebelión indómita, fortificado en los valles tibios y escarpados de Urubamba y supliciado en el Cuzco, que invoca al Dios Pachaccamac en la hora del tormento, y que con solo un gesto de su diestra impone quietud y mudez a trescientos mil indios que levantan aguda vocería porque van a ver rodar su cabeza ensangrentada”.
Alberto de Villegas es un escritor de amplia cultura. Tiene el (in)genio de escribir sobre el París moderno y el Cuzco colonial. Le divierte incursionar en espacios pretéritos, pero los recrea en un tiempo (vigente) instituido por él. Es evidente que domina el oficio de escritor, puesto que posee una imaginación innovadora que fortalece mucho más la ficción. El cuentista De Villegas tiene la resonancia tal fuese una campana que nunca enmudece, mejor lo declara Porfirio Díaz Machicao: “El eco de aquella campana se hizo inextinguible”.
Fuente: Letra Siete