El travestí
Por: Bartolomé Leal
Esa noche el escritor salió subrepticiamente de la casa familiar con el afán de conseguirse una puta. Su matrimonio era un desastre desde hacía tiempo, pero no era ésa la causa esencial de tal trasgresión. Le gustaban las putas. Había sido iniciado en el sexo por una “patín”, una prostituta callejera, y desde entonces sus gratificaciones auténticas pasaban por elegir una mujer de su agrado, someterla a algunas rutinas predilectas, conversar un poco sobre la vida de ella, pagar más de lo pedido y… hasta la próxima. Había un toque abyecto en aquella componente de la personalidad tímida y acomplejada del escritor. Se acordaba siempre de la frase de un amigo, al cual había tratado, torpemente, de seducirle a la esposa. El amigo le gritó con crueldad, frente a ella: “Guatón, mejor búscate una maraca para que te haga cariño”.
Habiendo esperado que todos se durmieran, sacó el auto. Un auto rojo, conspicuo como el que más. El vehículo con el cual se llevaba a los niños al colegio y se hacían las visitas sociales. Pero el escritor andaba como nunca necesitado de una puta. Se acercó, pues, desde donde residía, en Ñuñoa, hasta las esquinas de Providencia y Apoquindo. Por allí se exhibían las prostitutas callejeras de cierta calidad, a partir de las once de la noche. Fue en los alrededores de avenida El Bosque que vio un grupo. Llamativas, hermosas. Le gustó una más bien pequeña, de largo pelo negro y pantalones ajustados, que se balanceaba sobre unos enormes tacones puntiagudos. Detuvo su auto en la parte más oscura y le hizo un gesto. Vio como se acercaba. Pero otra se le adelantó y subió en el auto para negociar.
Era una mujer alta y de pelo platinado, bastante delgada aunque voluptuosa. Muy maquillada. Voz ronca. Sonrisa seductora. El escritor no estuvo seguro, pero le pareció que era un travestí. No se atrevió a echarla del auto y prefirió seguir el juego, tal vez era la oportunidad de una aventura diferente. Ella procedió a indicar al escritor un lugar oscuro en las cercanías, para atenderlo en el propio vehículo. Una vez alcanzada la sombra cómplice, cobró por adelantado. Luego acometió los preliminares habituales en estos casos, aunque con demasiada pasión y una pizca de brusquedad, según le pareció al escritor. Se sintió ajeno y traqueteado, su líbido se negó a responder; pero la mujer parecía hallarse a sus anchas y decía qué rico, qué rico, a cada rato.
Pronto se dio cuenta el escritor que su billetera no estaba en el bolsillo posterior de su pantalón, como tenía por su costumbre. Reclamó. Ella le dijo que se le había caído al suelo, entre sus pies. El escritor la recogió. Revisó y se dio cuenta que todo su dinero había desaparecido. Con la máxima ira que su mentalidad pusilánime le permitía, increpó a la puta. La respuesta fue violenta. La mujer lo trató de degenerado, de meterse con un hombre como era él, y amenazó primero con mostrarle lo que le colgaba entre las piernas, después de acusarlo a su señora, que debía tenerla, denunciarlo a los pacos, en el trabajo, a medio mundo. Y que no se atreviera a dárselas de duro porque llevaba una navaja. Se la enseñó.
“Ahora nos vamos a un cajero automático y me vas a regalar cien lucas”, le dijo. “Si no te portas bien, te cago, cariño. Soy un macho bien recio”. El escritor no intentó resistir ni nada por el estilo. Partió con ella en el auto hacia un cajero, y sacó los cien mil pesos, más otros cincuenta que el travestí le exigió. “Me das lástima, gordito”, susurró la platinada a modo de despedida. “Eres una mierda, pero simpático. Te voy a dejar tranquilo. Me conformo con esto por ahora”. Y se alejó meneando las caderas.
El escritor soltó el aire que tenía acumulado. Sin esperar que se le aplacara el pulso, partió en su auto en dirección a casa, preocupado, avergonzado, asustado, humillado. Se sintió patético. Se había salvado de una buena. A los pocos minutos de manejo logró tranquilizarse un poco. Pensó que, en compensación, debía sacarle partido literario al feo asunto. Transformarlo en una heroica gesta, cuya presa era el travestí. Se vio, como en una película de la serie negra, golpeándolo con furia, engañándolo para arrebatarle la navaja, haciéndolo pedir perdón y finalmente entregándolo hecho un guiñapo a la policía. Se refociló con el cuadro de su propia valentía.
Imaginó el inicio de su cuento: “Esa noche el escritor salió subrepticiamente de la casa familiar…”
Fuente:http://foroabiertodenovelanegra.wordpress.com