El tramado de las ciudades y las tramas de la memoria
Por: Irina Soto Mejia
Todos somos provincianos…
Y cuando desde San Miguel de Obrajillo contemplamos
los mundos celestes, entre los cuales giran y brillan, como yo lo vi,
las estrellas fabricadas por el hombre, hasta podemos hablar,
poéticamente, de ser provincianos de este mundo”
José María Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo
No recuerdo muy bien las ciudades en donde viví significativamente. Recuerdo sus nombres, pero tengo dudas importantes acerca de lo que creo recordar sobre mi vida en ellas. Cochabamba, Salta, Fukuoka, Columbus, Tokio. En las noches, nombres y rostros se confunden, se mezclan. Regresa todo como siempre, como nunca. No puedo confiar en mí misma y narrar, con certeza, qué me ocurrió en esas ciudades. Si será que acaso viví en ellas. El día a día te secuestra, y no sé bien donde estoy ahora. Si estoy en dos o más ciudades al mismo tiempo. Tal vez puedo escribir sobre lo que preservo de ellas, admitiendo que lo que deseo inmortalizar se explica tanto en lo que decidí resguardar como en lo que elegí arrinconar. Y es que lo que ocurrió no es más que un artificio, llamado pasado. Lo que somos tiene como materia prima eso que conservamos y también aquello que olvidamos. Una filosofía de la sospecha no me permite asegurar qué tan fieles sean las imágenes que me vienen a la mente mientras escribo, ni qué tan ciertas son las fotografías que están en el escritorio. Después de todo, siempre nos vamos inventando coartadas a través de la memoria.
Maurice Halbwachs, en su estudio sobre el espacio y la memoria colectiva, remarca la importancia de las nociones de espacio y lugar para la sobrevivencia de la memoria. Aunque el espacio no nos pertenece, es vital para crear algo que es muy nuestro, el lugar. Solo el lugar nos permitiría estar a salvo; es su certeza la que nos permite subsistir. La ciudad, tornadiza, amenaza nuestra existencia. Pero nuestra ciudad, estática, nos permite sobrevivir, y si no estamos en casa, al menos podemos soñar que así es. La familiaridad del lugar nos otorga consuelo, lo que explica mi afición con ciertas convenciones, mecánicas y rituales durante los últimos meses. Me preocupa que, rozando los 30 años, me parezco muchísimo a la octogenaria abuela Miyagi, protagonista de un cuento del escritor peruano-japonés Augusto Higa Oshiro. Y ese “me preocupa”, no es algo que diga como un gesto literario.
Okinawa existe es el cuento por el que Higa ganó el Premio José Watanabe Varas 2013. En breves páginas, el autor sabe cómo transmitirnos el dolor de la lucha por lo que Vezzeti llama “deber de memoria”. Como migrante okinawense en el Perú, Higa escribe una historia que narra sus memorias sobre Perú, Japón y Okinawa. Memorias propias y prestadas, ya que Higa ha realizado entrevistas a migrantes japoneses en el Perú durante los últimos 20 años. Okinawa tiene como protagonista a una abuela que recorre las inmediaciones del mercado La Aurora, en el Cercado de Lima, a finales de la década de los 50’. Todos los días, antes de las tres de la tarde, sola y sobre una silla, ella traslada su Okinawa a Lima: “La obachan Miyagi permanecía impávida, observando la calle, el movimiento de vehículos, transeúntes coloridos, el rumor esquinero. Fue entonces que brotó una luz amarilla, aparecieron caballitos de mar, increíbles danzaron en el aire, espolvorearon un grano fino de polvo, luego desaparecieron de su mirada. Quedó el olor a mariscos. Caducidad de lo fugitivo. Lo que vuelve y no se repite”. Pasadas las tres, cumple su ritual diario durante los últimos 22 años de su vida: trasladarse desde su tienda, ubicada en la intersección de Huancavelica y Angaraes, hasta el bazar Akemi, donde visita a una amiga de colegio. “Sí, era un gesto reflejo, una ceremonia puntillosa, infinitamente reproducida en el confín de los años, con el único objetivo de atrapar la memoria. Y contarse, minuto a minuto, segundo a segundo, que Okinawa existía, estaba incólume y seguiría viviendo, ilesa en el recuerdo, exactamente como la dejaron en la infancia”. El objetivo de la reunión es recordar, juntas, a su ciudad por unas horas, proteger a esa Okinawa de los asedios del presente y el futuro. Si como en Okinawa, la función de la memoria es preservarte y mantenerte igual a lo largo del tiempo, definitivamente la memoria está ahí para recordarte lo que fuiste y para que lo sigas siendo, hasta la muerte. Es así como Okinawa concluye: las memorias de la abuela Miyagi mueren con ella, cuando es embestida por un coche. Mientras volaba por los aires, “Asomó la lástima, después una rabia infinita, pues el resplandeciente polvo de Okinawa se quebraba en el vacío, en la nada…”
En lo que respecta a mí, día tras día, me inicio en un letargo recordando a Cochabamba, esquivando a las abejas que sobrevuelan al mocochinchi frente al Pasaje de la 25 de Mayo, seguido por mis ataques de pánico frente a los cleferos de la Plaza Principal. Viajo en el COTA Bus y cuando despierto, estoy junto a Bright, comprando ramune frente al santuario de Miyajima, fascinada por su acento tailandés que me explica por qué Tailandia es el peor país de Asia. Despierto con los chillidos de esa graduate student de lingüística en la oficina y veo la espalda de Teruo en primer plano, detrás una playa con escombros; escucho la voz del taxista explicando que ahí donde estamos parados, murieron unas 50 personas en el tsunami del 11 de marzo. La cajera del supermercado dice en ese tono tan midwest, “Did you find everything ok?” y despierto en un sueño en el que camino al departamento de Gral. Paz 454 a las 5 am, luego que el boliche cerrara. Estoy subiendo las gradas para llegar a mi cuarto y el sonido del cerrojo me despierta, detrás de la puerta está la voz de Tomoko, “Okaeri Irinasan!”. Antes de dormir, veo a los aviones pasar por mi ventana y me quita el sueño el próximo vuelo que voy a tomar. Pareciera que dejar mis ciudades es algo que se repite en mi vida. Constantemente, me preocupa que desde arriba, mirando hacia afuera de la ventana, las ciudades siempre siguen moviéndose, aunque realmente deseo que dejen de hacerlo.
Fuente: Ecdótica