09/01/2016 por Marcelo Paz Soldan
El renacuajo y el loco

El renacuajo y el loco

Urquiola

El renacuajo y el loco
Por: Rodrigo Urquiola Flores

(Texto leído en la presentación del libro “La memoria invertebrada” de Rodrigo Urquiola, recién editada por 3600, La Paz 2016.)
Hasta hace un par de años, o menos quizás, cerca del barrio de Chasquipampa, era usual ver a un loco caminando sin rumbo aparente. Si lo veías varias veces durante cierto lapso de tiempo, una semana, digamos, podías llegar a creer que sí, que tal vez seguía alguna dirección. Parecía caminar desde su casa en Santa Fe hasta San Miguel y, luego de haber vagabundeado por aquellas calles, retornaba. Caminaba lento y siempre lo acompañaban perros. ¿Es mi impresión o a los perros les gusta apegarse a estas personas que, desde lejos, desde nuestra distancia, parecen no tener ningún pensamiento en mente o, si lo tuvieran, debe ser uno obstinado, recurrente? Su andar era lento, tal vez por eso se tardaba todo el día entre ir y venir. Para conseguir comida husmeaba en los basurales y se quedaba viendo fijamente la cocina de los kioscos de comida rápida hasta que el vendedor le invitara una salchipapa o una hamburguesa. Recibía la comida sin agradecer, quizás el gesto de tomarla con cierta premura era su manera de hacerlo, y masticaba lento, dejando caer algunos restos que los perros se apresuraban en devorar. Terminaba de comer, guardaba las manos en los bolsillos de su pantalón, agachaba la cabeza como si estuviera buscando algo en el suelo y continuaba caminando. Los perros siempre detrás de sus pasos.
Mi abuelita, Justina, me contó que ella conoció al loco cuando no lo era, cuando era un joven como cualquiera. Sucedió la muerte de su madre, me contó ella, y él, que era bastante apegado a ella, se trastornó. No salía del cementerio, no dejaba de hablarle a la tumba. Caminaba, mirando el suelo, las manos en los bolsillos, sin la compañía de los perros todavía, cada mañana, desde su casa hasta el cementerio sólo para volver más tarde, cuando el sol estaba a punto de ocultarse. Hasta que un día dejó de visitar el cementerio y las caminatas se extendieron.
Hace tiempo que no he vuelto a ver a este loco ni he vuelto a escuchar de él. ¿Adónde van a parar quienes caminan con un rumbo que no nos parece lógico? Difícil saberlo o intentar adivinarlo, nosotros, los cuerdos, nos hemos acostumbrado a creer que seguimos un rumbo y que vamos en una dirección.
En el primer cuento de este libro que presentamos hoy, en La emboscada, uno de los personajes es un loco que camina por las calles de la zona sur y sus periferias como si fuera un reloj. Aunque bien podría ser ese loco “verdadero” del que hablaba hace un momento, del que probablemente me presté su rostro en el momento de la escritura, en realidad es otro, porque este, el del cuento, asesina a un chiquillo curioso y es asesinado luego por una turba vengadora, cosa que, hasta donde sé, no le ha sucedido al otro loco y dudo que le haya sucedido porque este tipo de noticias llegan más bien rápido. La curiosidad del chiquillo me recuerda mucho a mi propia curiosidad, una curiosidad por saber cómo es que funcionan las cosas o por qué es que están funcionando como lo hacen. Cazar renacuajos del río y abrir sus cuerpos sobre las piedras para ver sus órganos palpitantes no te aproxima a la verdad que busca la curiosidad, pero parece darte alguna pista. ¿Se imaginan si simplemente abriendo el cráneo de un loco pudiéramos conocer los intrincados secretos de su locura? Nada, veremos un cerebro y sangre con la misma apariencia del misterio que llevamos dentro nosotros, los cuerdos. Eso quiso hacer el chiquillo del cuento, abrir, ver, no comprendió que, para intentar aproximarse a algún tipo de verdad no basta con contemplar el cuerpo expuesto, no comprendió que quizás sea apropiado ver más allá del cuerpo, hundirse tanto en la sangre que el color que ahora ves, una vez en lo profundo, no sea ya el color rojo, nunca más, no lo comprendió y ahora está muerto.
Y ahora pienso que si algo he querido hacer con mi escritura, aparte de abrir renacuajos, o locos, es intentar hundirme en la sangre hasta dejar de ver el rojo. ¿De qué otra manera se puede ver dentro de una persona hasta entender cómo funciona o por qué lo hace si no es escarbando, hundiendo el cuchillo, abriendo la piel, allí donde duele o donde quizás ha dejado de doler, en la memoria, en ese espacio del cuerpo que no se ve pero que siempre está presente? Y, lo que estos cuentos me han dejado ver, o, por lo menos, han hecho que empiece a creer, es que la memoria, como un renacuajo, como imagino que deben ser los pensamientos de un loco, es invertebrada, es decir, un cuerpo cuya naturaleza ha hecho que sus movimientos sean independientes a cualquier armazón que pretenda aprisionarla.
Recuerdo que, cuando niño, allí en donde transcurren varias de las historias de este libro, un barrio perdido en la periferia de la zona sur paceña, Santa Fe, donde también transcurre mi primera novela, Lluvia de piedra, nos gustaba, a mí y a varios de mis amigos, trepar la montaña que más próxima estaba a Coqueni, llegar hasta la punta, echarnos para confundir al vértigo, y, desde esas alturas, contemplar el paisaje estático de las casas mientras algunas aves volaban de un eucalipto a otro. Desde ahí arriba, y quizás por eso nos fascinaba, y quizás por eso solíamos quedarnos en silencio mientras observábamos, parecía que podíamos agarrar el mundo en nuestras manos porque todo reducía su tamaño y de pronto cabía en nuestros ojos. Hablo un poco de esta sensación en el cuento La montaña enterrada, un cuento en el que uno de los niños que solía subir a espiar el horizonte, desaparece. Pero lo que quería decir es que mi escritura le debe bastante al paisaje, a las distancias que parecen reducirlo y es por eso que voy a volver a los renacuajos, ahora fijándome en su pequeñez, ellos, como otros animales, también son un paisaje reducido por una distancia que tal vez nunca sabremos comprender, y es por eso que, ante el misterio de sus vidas, apenas podemos apoyar el abdomen en el suelo para aplacar el vértigo, sentir en el pecho las piedrecillas que hay en la tierra, e intentar desentrañar para apaciguar la curiosidad.
Ahora, desde la distancia que llevo con La memoria invertebrada, quizás viéndola por fin reducida, siento que puedo conversar con la curiosidad que tenía en el momento de escribir el libro –pienso que se escribe mucho antes de tomar el lápiz por primera vez– pienso que, incluso, un día cualquiera, en algún lugar de San Miguel, podré sentarme en la misma banca con un loco o, quizás cobardemente provocar una brecha prudente, y, si sus perros lo permiten, podré observarlo e imaginar que carece de la memoria que a veces padecemos o que sufre, porque quizás nunca se puede escapar de ella, la memoria que se ha salido de control, y que ahora da vueltas en un mismo sitio como si fuera una hélice desquiciada, es lo que provoca el vacío en la mirada, en cualquier mirada, en cualquier momento.
Fuente: Ecdótica