05/03/2012 por Marcelo Paz Soldan
El Palacio del recuerdo de Orhan Pamuk

El Palacio del recuerdo de Orhan Pamuk


El Palacio del recuerdo de Orhan Pamuk
Por: Pelin Turgut
Traducción: Irina Soto-Mejía

El novelista ganador del Premio Nobel y yo estamos sentados en una angosta banca de madera, mirando antiguas cuerdas de terciopelo carmesí en un ático que es un poco triste. Una cama individual, algunas tarjetas postales antiguas clavadas en una pared, una maleta maltratada en una esquina. “Este es el clásico momento de museo”, dice Orhan Pamuk, con una sonrisa. “Ya sabes, la cama en donde Winston Churchill alguna vez se echó, o Ataturk”. Pero estamos en el museo de Pamuk, y la broma es sobre, bueno, museos. La persona de quien es esta cama -Kemal – en realidad no existe. Él es una ficción, el protagonista de la última novela de Pamuk, Museo de la Inocencia, y aun así, esta casa otomana de tres pisos, colmada de objetos, es suya.
Pamuk concibió la idea del museo a mitad de los 90, al tiempo que la novela comenzaba a tomar forma en su mente. La historia está basada en un amorío condenado entre Kemal, un rico heredero de negocios en sus 30, y Fusun, una joven dependienta. Situado en los 70, más o menos al mismo tiempo que Pamuk (también nacido en una acomodada familia de Estambul) alcanzó la mayoría de edad, el libro llama la atención sobre un momento decisivo en la modernización de Turquía a tiempo que la élite de la ciudad, desesperada por no ser ‘Oriental’ y ‘retrógrada’, lidiaba con la moda francesa, el sexo premarital y el alcohol. La descripción del periodo se convierte obsesiva cuando Kemal pierde a su amante y comienza a coleccionar artículos relacionados con ella: horquillas, figuras ornamentales de perros, pósters de películas, saleros, 4213 colillas de cigarrillos (cada uno etiquetado y ensamblado cuidadosamente por Pamuk en el museo de la vida real, como una instalación de pared).
Pamuk compró el edificio, escondido en una calle lateral del distrito de antigüedades de Estambul en 1998, y comenzó a coleccionar objetos. Muy seguido, ellos le ayudaban a escribir. “Es esa idea prusiana del poder de los objetos para evocar un recuerdo”, dice él. “Como cuando encuentras una vieja entrada al cine en un bolsillo del saco. En un flash recuerdas la película, con quien fuiste a verla, qué clase de día era”.
Sus magdalenas son algunas de las 1200 exhibiciones, organizadas en 30 cajas o instalaciones, de las cuales cada una corresponde a un capítulo del libro. Cada muestra fue individualmente conceptualizada por Pamuk, lo que ayuda a explicar el porqué de que el museo abrió sus puertas por primera vez el 28 de abril. Durante el proceso, él se reconectó con una previa encarnación de sí mismo: hasta sus 23, el autor fue un aspirante a artista. Pero él dice, enfáticamente, que este es el museo de un novelista, no de un artista.
En la novela, la obsesión de Kemal hace de él un hazmerreír. Desafiante, el concibe la idea de un museo dedicado al amor –y la labor- de su vida y recluta a Pamuk para contar su historia. Kemal (y Pamuk, en la vida real) visita cientos de museos, particularmente enamorado de los pequeños y excéntricos, situados en los callejones de las capitales europeas.
Los objetos que se exhiben, en la versión de ladrillo y concreto del museo, son tanto reales como imaginarios, es parte del juego tratar de adivinar cuales son qué. Algunos les pertenecían a la familia y amigos de Pamuk, otros vinieron de mercados de pulgas; la publicidad de tv para una bebida gaseosa es completamente ficticia. “Ninguno de estos fue caro”, dice él orgullosamente. “Estos son objetos cotidianos de un periodo particular. No son sagrados. Pero cuando creas un edificio entero a partir de estos objetos, surge un tipo de sentimiento diferente. Existe una atmósfera”.
En el corazón del trabajo de Pamuk reside una ansiedad tácita sobre la eterna batalla por ser otra cosa –más moderno, más occidental, más rubio- y el temor secreto a que sea lo que sea que seamos, simplemente no es suficiente. Un museo turco, insiste Kemal, debería mostrarnos nuestras vidas como realmente son. ¿Por qué no dedicar un museo a lo que podría parecer vergonzoso, a un anhelo por confesarse, a admitir la tan humana imperfección y el dolor? “Tal vez los visitantes se sentarán en esta banca y llorarán”, musita Pamuk, “Vendrán no buscando algo, sino más bien experimentarlo”.
Existe una palabra turca para esta melancolía en particular: huzun, un término que en primera instancia se emplea para evocar el dolor de la soledad del hombre cuando se aleja de Dios. Esa sensación de nudo-en-la-garganta que te invade cuando pasas tu primera noche en una cama extraña o encuentras a tu primer amor años después que la relación terminó. Pamuk asocia huzun con Estambul y sus pérdidas. Iglesias griegas ortodoxas destruidas, cementerios judíos y escuelas armenias vacías aluden al pasado de Estambul como la sede de un imperio multiétnico y multicultural. Pero también está precipitándose hacia un futuro incierto. Durante vida de Pamuk la ciudad ha crecido de 1.5 millones de habitantes a 15 millones. Han desaparecido las letárgicas aldeas en el Bosporus. Elevados rascacielos de cristal dominan el lugar en donde los lobos merodeaban.
“Esta no es simplemente la historia de amantes, sino la del reino entero, eso es, Estambul”, nos dice Kemal. Y eso, también, es el museo. “A una escala modesta, este es el primer museo de la ciudad de Estambul”, dice Pamuk. “Cubre la vida diaria desde 1950 hasta el 2000”. Pero como una oda a la fragilidad humana, su huzun es universal.
Fuente: Revista TIME, traducción de Ecdótica.