El maldito Jaime Saenz
Por: Edmundo Paz Soldán
Foto: Marcelo Paz Soldán (David Mondacca con el Illimani de fondo)
Hace un año recibí una invitación de la periodista argentina Leila Guerriero para escribir un perfil del escritor boliviano Jaime Saenz. Leila, creativa e inagotable, preparaba un libro sobre escritores latinoamericanos “malditos”, con el deseo de ir más allá de los lugares comunes de esa categoría tan romántica como incomprendida. No me costó aceptar su propuesta: era una oportunidad magnífica para entender un poco más a Saenz, para releerlo y de alguna manera descubrirlo. Los malditos acaba de ser publicado en Chile por la editorial de la universidad Diego Portales, e incluye diecisiete perfiles de autores tan canónicos como Alejandra Pizarnik y tan desconocidos como Samuel Rawet. Allí escriben, entre otros, Alan Pauls (sobre el Barón Biza), Alberto Fuguet (sobre Gustavo Escanlar) y Alejandra Costamagna (sobre Teresa Wilms Montt).
En el prólogo, Leila escribe que estos malditos “padecieron diversos grados de desdicha y de devastación, ya sea por ejercer el sexo a contrapelo en el momento y el lugar equivocados, por escribir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por vivir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por haber enfermado cuando no había cura, por no tener amor ni patria ni padres ni hermanos ni casa ni rumbo ni consuelo. Vivieron en un mundo que les resultaba demasiado incomprensible o demasiado despreciable o demasiado hostil, y se enfrentaron a él con hostilidad, con desprecio, con fragmentación, con fragilidad, con espanto”. Por supuesto, además de eso -y sobre todo–, los malditos debían tener una obra “contundente”: hay muchos poetas que viven en los bares, muchos narradores que se han suicidado, pero ni el alcoholismo ni el suicidio justifican el malditismo si la obra no está a la altura de la leyenda.
La presencia de Saenz en el libro se encuentra plenamente justificada. Su obra poética no solo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz en 1921, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: “La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./[…]/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá”.
Una de las facetas más extrañas de Saenz es su relación con el nazismo, que descubrió durante un viaje a Alemania en 1939. Lo fascinaba el lado mágico, místico del nazismo; tenía una gran simpatía por el irracionalismo alemán. En la pared de uno de sus cuartos tenía la foto de Hitler y en una pizarra había dibujado una esvástica; creía que el nazismo era la última esperanza para detener el avance del capitalismo (que veía como una conspiración judía). Esa fascinación con el nazismo lo acompañó toda su vida, y estaba plagada de contradicciones: Saenz utilizaba ideas nacionalsocialistas sobre la importancia de lo telúrico para aplicarlas a Bolivia y creía que en la potencia de la raza aymara se encontraba el futuro del país (en su escritorio guardaba la foto de un indio aymara gigante).
A Saenz le gustaba visitar la morgue, pero su interés era más metafísico que morboso. Vivía de noche y dormía de día (tenía cartulinas negras en las ventanas de sus cuartos, para que no entrara la luz); era un ermitaño, pero no un antisocial: en su casa, por las noches, recibía a sus amigos, y la tertulia se convertía, en palabras de la poeta Blanca Wiethuchter, en una “larga conversación metafísica”, en la que imperaba el gran sentido del humor de Saenz. Estudió doctrinas teosóficas, leyó a místicos como Milarepa y llevó a cabo sesiones de magia negra en su cuarto: todo ello en procura de buscar caminos radicalmente diferentes a la racionalidad imperante. Esa búsqueda incansable fue plasmada en una obra que incluye entre sus cumbres a poemas como Aniversario de una visión (1960) y novelas como Felipe Delgado (1979). Falleció en 1986, ya canonizado con justicia como el escritor boliviano más grande del siglo XX.
Fuente: Boomerag La Tercera, 31 de diciembre 2011