El Jovenazo, la novela minera y las pastillitas vaciladoras
Por: Wilmer Urrelo
(Texto leído por el autor durante la presentación de la novela Iris, de Edmundo Paz Soldán, en la ciudad de La Paz.)
Creo que conocí a Edmundo allá por 1998. Por esos días un crítico literario le recriminaba no hablar en sus primeros escritos de la problemática social boliviana.
Lo acusaba de manera injusta de eludirla, de ir por otro lado, de esquivarla con desdén. Y cuando ese crítico hablaba de “problemática social”, obviamente se refería al tema minero, entre otras cosas.
Claro, esa persona sólo reaccionaba ante lo incomprensible: ¿podía la literatura boliviana hablar de otros temas como Edmundo lo estaba haciendo? Ejemplos había algunos hasta ese momento (aislados, como islas dispersas), sin embargo, por algún extraño motivo se las agarró con el autor cochabambino y estuvo un buen tiempo friega y friega con lo mismo.
Ése era el panorama de Edmundo por aquellos años: estaba solo ante la hipócrita crítica paceña y, para colmo de males, era de Cochabamba (pero esto último no es culpa suya).
Sin embargo, pasó el tiempo. Los cauces de la literatura boliviana parecen ir hoy por otros lados (no sé si buenos o malos, pero que tomaron otro rumbo, eso es innegable).
En este momento es muy difícil que alguien venga y le diga a un escritor joven “¿por qué no escribes sobre esto o esto otro?”. Escribir lo que a uno le da la gana parece ser ahora una norma.
A diferencia de aquellos años cuando escribir, atreverse a salirse de ese margen que nuestra literatura había dibujado, era un crimen. Y cómo padeciste eso, querido Edmundo. Qué manera de romper las que ya sabemos con eso. Ah, la realidad nacional y sus críticos.
En fin, volviendo a lo realmente importante de esta noche: Iris (Alfaguara, 2014), la más reciente novela de Edmundo es, de principio a fin, una novela minera. Claro que no encontrarás en sus página al Tío, a los tradicionales cascos, al MNR, al PIR, al POR, a la Tesis de Pulacayo y demás, pero aun así es una novela minera de principio a fin.
¿Por qué? Es una novela minera porque habla de la explotación y de la tiranía de las transnacionales. Iris es la novela minera que ese crítico tanto ansiaba ver salir de la creatividad del joven de Cochabamba.
Es una novela minera y además es de ciencia ficción. Y no es sólo eso, pues es también un libro sobre la guerra, sobre las interminables guerras que la humanidad y los seres que no son de este planeta debemos, tarde o temprano, encarar.
Si bien Edmundo ya tenía un par de experiencias similares antes con novelas como El delirio de Turing o Sueños digitales, me parece que Iris, por su calidad narrativa y ante todo, por el enorme riesgo que significa crear un mundo independiente de la realidad, con sus propias reglas, con su religión e incluso con su idioma, es como haber llegado a lo más alto de la pirámide.
Si bien ya el Jovenazo, como le digo con cariño desde ese 1998, nos había sorprendido con Río fugitivo, Días de papel o Norte, Iris es un esfuerzo más que notable. Es la demostración, una vez más, de la capacidad de Edmundo de reinventarse.
Es una novela sobre el futuro. El futuro, sí, pero gracias a eso de manera inevitable vemos también partes del presente. Iris nos cuenta la crueldad de las guerras, la existencia oscura de las corporaciones -en específico de SaintRei-, la humana necesidad de prolongar la vida de la gente hasta lo indecible.
Ingresar a un hospital es algo tan natural como hacerlo a uno de estos lugares donde te decoran las uñas y salir de él con un ojo nuevo, con una rodilla flamante e, incluso, y qué belleza, con los malos recuerdos borrados, es cosa de todos los días.
Esta magnífica novela habla de las invasiones de otros planetas como se hizo en su momento con la propia Iris y de la lucha ya no de clases sociales, sino de razas universales, lo cual vendría a ser un banquetazo para un Karl Marx interplanetario.
Es una novela del futuro, es una proyección de lo que podría ocurrir con esta humanidad cada vez más desvalida. Ahí están los soldados y sus terribles problemas sicológicos, los atentados terroristas, la lucha por la liberación de una de esas clases universales e, incluso, la preeminencia de una religión sobre otra.
No sé cuándo ni dónde escuché decir que las palabras ya no sanan. Que esta nuestra humanidad, que nuestros hijos y nietos ya no podrán ser curados a través de las palabras como les pasaba a nuestros abuelos. Ya no será tan necesaria la “peregrina paloma imaginaria”. Ahora, y ya en un futuro no muy cercano, como pasa en Iris, se hacen más frecuentes las soluciones químicas a nuestros problemas.
Y ahí están en la novela el polvodestrellas y la poderosa swits, la pastillita vaciladora. Es más: lo químico no está mal visto en el poderoso universo que el Jovenazo creó.
Al parecer, en el mundo del planeta Iris ya esas cosas y esas limitaciones están superadas: drogarse es como comprarse una pastillita de menta para no espantar luego a la novia con el aliento a cloaca de carnaval de la ciudad que ya sabemos, pero que callo para que luego no me metan un juicio por dizque discriminación.
Otra cosa que me llamó poderosamente la atención -en el fondo esos cambios siempre me han llenado de entusiasmo- es la cuestión del idioma. ¿Cuál es el idioma que se habla en Iris? ¿Spanglish con una mezcla de qué? ¿Por qué Xavier y Reynolds parecen practicar un idioma distinto y, sin embargo, se entienden? ¿Es acaso ese el futuro del idioma: ser varios y a la vez ninguno?
Las buenas novelas, como es el caso de Iris, tienen la capacidad de despertar en uno una necesidad de saber más. ¿Por qué? Porque ahí hay un mundo independiente del mundo real. Ahí radica su fuerza. Un mundo que te hace preguntar: ¿y qué va a pasar con tal o cual personaje? ¿Cuál fue su pasado? ¿Cómo demonios se entiende a esa religión?
El joven Edmundo nos dice en Iris que el futuro no será nada bondadoso ni para la humanidad ni para las razas afines, sin embargo, leyendo entre líneas nos damos cuenta, con terror, que ése es el mundo que estamos viviendo ya.
Volvamos a 1998: me pregunto qué dirá ahora ese crítico paceño. ¿Estará al fin contento porque el cochabambino que tanto detestaba habló de la explotación y del imperialismo? ¿O le pedirá al Jovenazo que escriba ahora de jovencitos comiendo salteñas en Dumbo los sábados?
Ah, los críticos y sus grandes ausencias intelectuales y el camino equivocado que han tomado hasta ahora. Ya lo decía el buen Medinaceli en sus Estudios críticos: “El crítico es el hombre que sabe leer y que enseña a leer a los demás”. Anoten y aprendan, chiquillos.
Para terminar, antes de ir a casa, abordaré una nave directo a Iris, sin escala en Cochabamba. Iré hasta allá a buscarme un par de swits (las pastillitas vaciladoras) para ser feliz por unas cuantas horas en este mundo real cada vez más aburrido.
Fuente: Ideas