Por Wilmer Urrelo Zárate
Recuerdo estas siguientes imágenes, como fotografías borrososas que pasan rápidamente ante mis ojos: Unos niños (mis primos y yo), unas vacaciones en los Yungas, más específicamente en Chulumani, las risas, la época en que fuimos felices, sin responsabilidades, solo unas wawas y la naturaleza.
Y en medio de todo estaban los insectos.
Recuerdo que los había aterradores, que te amendrentaban tan solo por el ruido que hacían (chicharras, las llamaban) o había otros que aparecían durante la noche, y no me refiero a las luciérnagas, si no a una especie de gusanos, muy pequeños y frágiles, pues apenas les ponías un dedo encima y se desbarataban.
También estaban los grillos (“Ahora puedo ir a donde quiera, / en menos de lo que canta un grillo…”), miles de ellos. Miles de ellos que, apenas se iba el sol, comenzaban su cantito y de esa manera se transformaba la noche.
Recordé todo esto gracias a la lectura de Insectario, de Juan Pablo Piñeiro (más conocido como el Piñas), publicado por Editorial El Cuervo, un exquisito retorno a esos breves momentos de felicidad.
Los poemas de Insectario son certeros, al parecer pensados milimétricamente, intensos, como esos días junto a mis primos. Son poemas que nos hablan, por ejemplo, acerca de la muerte no de una forma catastrófica, más bien todo lo contrario: Con la sabiduría de lo inevitable.
Dice el Piñas en Medidas exactas: “A nadie le da asco / su propio cadáver, / sino los gusanos / que vendrán a poblarlo. // Es mejor / asumirse instantáneo, / sacarse el sombrero ante / las moscas y las larvas / que limpian la oscuridad / o cualquier otra cosa / del reino del pasado”.
Nada de tragedias, nada de zonas oscuras. En Insectario, quiero pensar, hay una suerte de celebración de la vida.
Así se hace evidente en La pulga no cambia: “La pulga no cambia, / odiada por todos, / es nomás como es. / Nosotros / somos una sucesión infinita, / solo nos pertenece / el instante en el que tenemos / la máscara puesta. // ¿Se han puesto a pensar? / ¿Por qué sino nos incomodaría la pulga? / Algo nos debe estar queriendo decir, / después de tantos siglos, / hinchando las orillas de la paciencia”.
En Capa de polilla nos habla de la capacidad de sanar, no solo de nuestras heridas, digamos, espirituales, más bien de las más complejas, las que realmente te dejan un recuerdo de profundo dolor físico: “Más allá de cualquier consideración, / siempre había soñado con ponerme una capa de polilla / en lugar de la cicatriz de mi espalda. / Debe ser porque hace años / el polvo de sus espíritus / calmó mis llagas…”.
O también nos devela el mundo desde lo mínimo, desde lo chiquito, nos dice que ahí está la clave de la existencia, la explicación del todo, de lo más grande, de lo inmenso. Esto aparece en Idioma escarabajo: “Es esencial mirar desde lejos / lo más grande posible, / como desde arriba de una montaña, / para que lo colosal, lo hinchado, lo inconmensurable / se convierta en un punto borroso del horizonte / miniaturizado del mundo”.
En El misterio del ciclo (uno de mis preferidos) el autor parece decirnos que nuestra unión con esos insectos va más allá de la simple contemplación desde nuestra esquina humana, que más bien son ellos los que nos miran a nosotros y que, por lo tanto, en cierta medida, somos también ellos: “Por algo me dice / mi corazón brujo / que, en todas mis vidas, / en cada una de mis metamorfosis, / he sido siempre un insecto”.
Con cierta razón, alguna gente no necesariamente proveniente del mundo literario boliviano, suele hablarme del pesimismo de nuestras letras. Y es cierto. La celebración de la vida, del mundo, de los pequeños detalles parece estar, en general, ausente de nuestras letras.
Insectario, sin embargo, parece decirnos que no todo es así, que hay mucho que celebrar.
Se trata de una o miles de celebraciones que el Piñas comprendió muy bien, no por nada escribe: “Tenía catorce años, / ahora escribo esto con cuarenta y dos, / de a uno son veintiocho, / de a siete son cuatro, / pero si partimos de catorce, / es el doble, / o sea, eres vos”.
Fuente: Letra Siete