Por Maurizio Bagatin
Según Thomas de Quincey el asesinato debe ser considerado como una de las bellas artes, y así, también el terror, el terror que recorre las páginas del maestro H.P. Lovecraft, debe ser considerado como una de las bellas artes. Arte que es poiesis abstracta, que son las palabras de Edgar Allan Poe que acompañan la atmosfera de la música de Alan Parsons, que son una entrada violenta al dormitorio de Gregorio Samsa en el momento de su metamorfosis, que son el silencio teatral de un cuadro de Andrew Wyeth.
El Gótico alteño es apasionado, y su pathos no se desmiente en ninguna de sus obras. Nos hace viajar por Bolivia y por lecturas olvidadas desde que sufríamos y gozábamos de nuestras adolescencias, terror del pasaje hormonal de la pubertad o el terror mental inventado por las palabras que saben ser dosificadas, gota a gota, el esplendor de un desasosiego histérico – dirán que en los varones es padrejón – y que sale de una neurosis afine al estado de animo de la poesía de William Blake. La sociología del terror moderno está hecha de las rocambolescas imágenes del sufrimiento generado por el capitalismo más salvaje. Aquí el Gótico alteño se hace genio en reconocer las condiciones humanas actuales: todos vivimos de algunos traumas que nos pueden conducir a lo paranormal, a la paranoia o a la indiferencia.
¿Quién podría negar el haber encontrado en algunas de sus lecturas el terror en Homero o en la poesía de Dante Alighieri, enfrentándose al terror en la prosa de Joseph Conrad y en el infrarrealismo de Roberto Bolaño? Son evocaciones muy personales, totalmente personales. Pero a quien no se le viene en gana de encapricharse con el gato de Baudelaire y luego envenenarse con las páginas de unos cuentos de los hermanos Grimm. Y así también con las pesadillas del Gótico alteño con su Emma, así con la sed en El pozo del Chueco Céspedes, así en Hambre con Knut Hamsun.
El don de la literatura que nos entrega Daniel Averanga está hecho de muchas posibilidades de lecturas, pisos que se conectan a través de las figuras laberínticas que solo un Escher de las palabras podía habernos entregado así, terroríficamente, para que disfrutemos o suframos de ellas.
Fuente: Ecdótica