El eterno retorno, cocina y literatura
Por: Carlos Decker-Molina
Sin duda el verdadero descubrimiento no fue el territorio sino los sabores. El verdadero hallazgo de los españoles fueron los nuevos gustos que brindaba el “nuevo mundo”. Pienso que a partir de 1492 se revolucionó para siempre la cocina del planeta.
La lista de aportaciones de América Latina es larga. Solo un par de muestras obvias: la papa y el tomate que están en los platos de todo el mundo y ni hablar de una bebida mágica como es el chocolate, que inspira y convierte la pena en alegría.
En Suecia hay un restaurante de moda (mencionado por White Guide) que ofrece “chocolate boliviano al horno” en su lista de postres. Y, la quinua que ingresó en la corte española de la mano de la exreina que sugirió la vianda como “elemento unificador” en el casorio de una de las infantas. Sofía había probado la quinua en un viaje oficial hecho a Bolivia en 1987; me atrevo a decir que hoy la quinua está en todos los platos de Europa, por lo menos testifico su presencia en la cocina sueca.
A mi paso por Bolivia (noviembre 2014) advertí un bajo interés en la “cocina y su literatura”. No sé si es sólo impresión, pero los literatos o escritores con excepción de algunos como Ramón Rocha, no se quieren ocupar de un “arte menor” y contarnos las circunstancias, los devaneos, las historias religiosas o campesinas detrás los platillos bolivianos.
La comida, como la música, es una forma de aprisionar el pasado para transformarlo en presente. La forma más primitiva de volver al país es a través del paladar, se trata del retorno eterno.
En mi niñez de Parotani me eduqué con el té inglés, que era un pequeño acontecimiento familiar, pero, mi preferencia era la sajra hora de la comadre Ramona, que en la cocina de mi abuela comía su mote con quesillo. Ese último sabor a mote y a comida boliviana, encontré en un viejo libro que llegó a mis manos un par de días antes de mi partida de Bolivia. Su lectura hizo la magia de quedarme en el país al solo recordar los sabores que se van desgranando como maíces de mazorcas imaginarias.
“Lo que se come en Bolivia”, del orureño Luis Téllez Herrero, debiera figurar entre los libros más importantes del país, porque se trata de una excursión a través de la cocina boliviana escrito como libro de viaje.
Téllez Herrero visitó siete departamentos de los nueve que tiene Bolivia y degustó las viandas más emblemáticas de cada ciudad. Y, nos cuenta no sólo sobre los platos sino las circunstancias, los amigos y amigas, los lugares y las diferencias de la cocina boliviana tan profusa como diversa.
La rareza bibliográfica tiene más de 70 años y es sin duda una geografía culinaria que, sin calificar, eleva el gusto por los platos típicos convirtiendo el campanario en una parte de la geografía grande. No es un recetario de donde uno puede copiar y adecuar los ingredientes y preparar un plato parecido, se trata de la descripción de los pedazos geográficos de Bolivia donde figura el manjar propio y el mestizo: “El dueño muy gentil, nos invita enseguida sendos vasos de somó. Éste es un delicioso fresco de maíz duro, pelado en tacú, cernido en urupesa y hervido con agua. Para espesarlo, se le agrega un poco de chicha hecha con la pluma resultante en el tacú, después de la molienda. Frío y endulzado con azúcar, es un refresco agradable”.
Tampoco se trata de un tratado sociológico o historiográfico, pero explica a través del recurso da la ficción que hay platos de época: “Se acercó Manuelita para explicarme que aunque sólo se suele preparar en carnaval, ella, para obsequiarme, había mandado hacer un puchero”, y luego Téllez Herrero explica el contenido de la olla: “… voy viendo salir verdosas hojas de repollo, grandes pedazos de carne de vaca mezclados con carne de chancho de moreno cutis, opacas peras, dulces ocas, manzanas, ambarinos ulincates, obesas peramotas, suelto y perlino arroz, gruesas tajadas de tocino, garbanzos, chuños negros y brillantes papas y no sé cuántas cosas más”.
Leer las páginas de Téllez cuando éste llega a Oruro es volver a través de su literatura a mis años mozos, noches de bohemia insomne que solían terminar en la esquina de la avenida 6 de Octubre y calle Junín comiendo rostro asado, sentados en el cordón de la vereda. El rostro asado es el más simbólico plato orureño, ciudad donde aún hoy se guarda lo mejor de la cocina altiplánica.
Luego de terminar la lectura del libro Téllez queda el agradecimiento póstumo a Alberto Guerra Gutiérrez, gran poeta y amigo porque fue él quien, pocos meses antes de su fallecimiento, había sugerido reditar el libro de Téllez, ejemplar que nos abre la puerta al fogón boliviano.
Bien escribe Rodolfo Salamanca: “En las regiones bolivianas no siempre vale lo que decimos. Lo que vale es lo que comemos y bebemos… Por comer y por beber ya podemos saber lo que hemos de ser”.
Fuente: Lecturas