09/26/2008 por Marcelo Paz Soldan
El escritor que casi nunca dejaba sus bandanas

El escritor que casi nunca dejaba sus bandanas

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Foster Wallace (1962 – 2008)
Por:Maximiliano Barrientos

Un obituario del que fue considerado el mejor “escritor maldito” desde Bukowski, que se colgó en su casa la pasada semana
Durante años —dijo su padre en una entrevista al New York Times— luchó contra sus instintos suicidas. Había pedido que lo ingresen a una clínica para batallar contra ellos. Por dos décadas combatió el malestar con medicamentos, pero tuvo que dejarlos por los efectos colaterales. El malestar tomó control de los instintos y ése fue el fin. Se ahorcó en su departamento de California, su esposa encontró el cuerpo la noche del viernes. Tenía 46 años.
Fue el escritor más “listo” de su generación. El infante terrible de un grupo privilegiado donde se imponen nombres tan grandes como los de Rick Moody, Richard Powers, Denis Johnson, Jonathan Lethem y William T. Vollmann.
El primer libro que leí de él y, definitivamente, el que más me gustó fue La niña del pelo raro. Cuentos experimentales en la forma, escritos con una prosa eléctrica y disgresiva donde abundan las notas a pie de página, una especie de Borges subido de revoluciones, un Borges punk. No hay ningún despliegue de virtuosismo gratuito, al menos, en sus mejores relatos, no lo hay. La experimentación, como él mismo lo afirmó en una entrevista, consiste en utilizar las técnicas posmodernas para narrar de otra forma los viejos temas tradicionales, aquellos que merodean la literatura desde Homero: los desarreglos del amor, el vértigo de las mentes confusas, la decadencia y el autismo. Vidas solitarias, un montón de hermosos perdedores.
En ese volumen por lo menos hay tres obras maestras. El cuento que da título al libro (donde se encuentra una frase tan preciosa como enigmática: “Dijo que la música a veces se parecía a una luz tenue detrás de un trozo de hielo”), Animalitos inexpresivos (“Di que el lesbianismo no es más que una especie de respuesta a la alteridad. Di que el único sentido que tiene el amor es intentar meter los dedos por los agujeros de la máscara del amante. Llegar a agarrar de alguna manera esa máscara. Y qué más da cómo lo consigues”) y Todo es verde, el cuento que sin duda más he releído en mi vida.
Con apenas dos páginas, su poder de síntesis no tiene nada que envidiarle al mismísimo Hemingway. Narra el desencanto amoroso de un hombre de casi 50 años que descubre que su joven novia lo engaña, lo descubre en una resplandeciente mañana en la que todo es verde y donde su novia apenas lo escucha y donde el milagro bobo radica en la existencia de mañanas esplendorosas cuando adentro sólo hay claustrofobia.
Siguió otro volumen de relatos: Entrevistas breves con hombres repulsivos, un poco más de lo mismo, pero se seguía agradeciendo el poder narrativo que mostraba en cuentos sencillamente geniales como En lo alto para siempre. Luego llegó a mis manos el curioso ensayo Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una crónica irónica que describe los pequeños infiernos que se pueden presentar en un viaje de crucero. Allí, dadas las circunstancias, se lee una frase profética: “Como la mayoría de las cosas insoportablemente tristes, resulta increíblemente elusivo y complejo en sus causas y simple en sus efectos: a bordo del Nadir —sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio— me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, desesperar, pero es una palabra seria, y la estoy usando en serio. Para mí denota una adición simple: un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que otra gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y de que, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda”.
Y finalmente, Extinción, el último libro de ficción que escribió y el último que leí de él. Otro extenso volumen de relatos en el que vuelve a los mismos temas y estrategias de los anteriores libros, pero sin la magia y la novedad de sus primeros cuentos. Un libro que no pude terminar de leer.
Me enteré de su muerte el domingo a mediodía y desde entonces la consternación no hizo otra cosa que aumentar. Busqué sus libros y comencé la relectura. Es duro volver a leer a un escritor días después de su suicidio porque la lectura se vuelve paranoica, buscas signos que anticipen la muerte, y lo molesto es que esos signos los encuentras en todas partes.
Esta tarde me la pasé viendo entrevistas suyas en www.youtube.com. Ahí se lo ve como un hombre robusto, de pelo largo y lentes, nunca o casi nunca se sacaba esas pañoletas que le daban una vaga apariencia de pandillero. En todas las entrevistas y lecturas que encontré, aparece tímido, un poco inseguro, pero nada indicaba que iba a colgarse. Nada indicaba que se tiraría por la borda.
Fue, junto con Moody, el escritor que más influyó en mi generación. El que tradujo la música escondida, el que supo decodificar la desesperación. Las mejores polaroids del estado anímico de mi generación, las instantáneas más coloridas en la arritmia de su prosa, en una escritura directa y musical que no se limitó únicamente a la pirotecnia y al artificio, sino que, como todo gran escritor, llegó al corazón de las cosas. Una escritura que si bien no llegó a salvarlo de sí mismo, dio consuelo a muchos de nosotros.
Fuente: La Prensa