El enigma del individuo en la obra de Víctor Montoya y Mariano Azuela
Por: Michael Abbott
“Hay que preferir el infierno real al paraíso imaginario”
Simone Weil
Echando mano de lo telúrico, en una de las escenas, quizá más representativas de toda la obra de Azuela, el público lector asiste a la inversión de lo colectivo y lo individual. Enfrentados el bando revolucionario de Demetrio Macías y el bando de los federales en un arroyo, lo telúrico incide en esta escaramuza en el sentido de que unos, los federales, se hallan cerca del fondo del peñascal mientras Demetrio Macías y sus hombres se sitúan por encima de ellos en un despeñadero. Si hay algo que esta escena muestra es precisamente el ennoblecimiento del grupo revolucionario, y su situación de superioridad moral entendida gracias a su ubicación privilegiada en el espacio telúrico. De todas formas, el ennoblecimiento ocurre en detrimento de los anhelos individuales de personas como Demetrio Macías, luchadores inspirados no en los abstractos conceptos revolucionarios, sino en las injusticias sufridas de cerca para defender a su familia de los federales y a sí mismo contra las vilezas de don Mónico. Al encontrase inmerso en un grupo ennoblecido por lo telúrico, todos los elementos constitutivos de Demetrio Macías se empiezan a incorporar al discurso revolucionario y colectivo de la Revolución mexicana, en cuanto a la tierra se refiere. Cabe destacar que la Revolución mexicana se suele explicar remontando a determinados antecedentes sociales y económicos, muchos de ellos relacionados precisamente con la tierra y el mal uso que le daban hacendados y latifundios con altos costes para agricultores independientes e indígenas.
Imprescindibles para comprender la función de lo telúrico en el ennoblecimiento mitológico del revolucionario mexicano son las observaciones de un joven llamado Luis Cervantes. Un estudiante culto y de buena situación socioeconómica, Luis Cervantes afirma que Demetrio Macías, unido ya definitivamente a la tierra que ennoblece de forma colectiva a aquellos que la defienden, lucha por razones que sobrepasan lo individual. “Usted, hombre modesto y sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta revolución,” concluye Luis Cervantes al tiempo que pregunta si “¿Será justo abandonar a la patria en estos momentos solemnes en que va a necesitar de toda la abnegación de sus hijos humildes para que la salven, para que no la dejen caer de nuevo en manos de sus eternos detentadores y verdugos, los caciques?… ¡No hay que olvidarse de lo más sagrado que existe en el mundo para el hombre: la familia y la patria!”. Queda evidente tras estas declaraciones que al individuo le corresponde verse empequeñecido, no ya sólo por elementos colectivos como la familia, sino también por la misma causa revolucionaria colectiva así como la patria de la que lo telúrico forma parte sin lugar a dudas.
Desde la perspectiva aportada por el análisis de los elementos telúricos de ambas obras, se desprende una actitud desinteresada hacia cualquier acontecimiento venidero, fruto del rumbo colectivo que toman las figuras reivindicativas que encarnan Demetrio Macías y Manuel Ventura, en condición de revolucionario y minero respectivamente. Ventura y Macías no se interesan siquiera por la evolución de un movimiento colectivo “global” cuyo éxito o fracaso está fuera de sus manos, lo cual da pie a una situación en la cual ambos autores acaban por restarle importancia a la faceta individual de ambos. Esta técnica sirve de mucho, puesto que pone de manifiesto la tendencia histórica a minimizar la figura del individuo, lo “local” para Carlos Fuentes, hasta tal punto que cunde en él la despreocupación.
Por ello no resulta ni mucho menos sorprendente que hacia el final de la obra de Montoya surja de pronto un vagabundo llamado Valderrama, cuyas palabras elocuentes denuncian no tanto la pésima situación de los campesinos mexicanos, sino más bien el proceso histórico mismo que aparta al individuo de la evolución de México. “¿Villa? ¿Obregón? ¿Carranza? ¡Amo la Revolución como amo al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!… Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?”, llega a decir Valderrama, quien además utiliza de manera muy intrigante el símbolo telúrico del volcán, para denigrar a aquellos de la banda de Demetrio Macías que se preocupan por los pormenores de la Revolución mexicana, creyendo de verdad que enmendarla depende de ellos en su calidad de individuos ennoblecidos por la causa revolucionaria.
Si se contrapone esta actitud presente al final del libro con la justificación social y reivindicativa de la Revolución mexicana expuesta por Luis Cervantes, parece patente la intención de denuncia de Azuela en dos sentidos: primero, la denuncia del pueblo mexicano oprimido, y segundo la denuncia lanzada contra la manera en que se desarrolla la historia de manera colectiva y global. Dicha queja es consciente de la ineptitud de la figura mitificada e imaginada del revolucionario noble para fomentar y dirigir cambios dentro del panorama histórico. Al fin y al cabo, el individuo queda reducido a poco o nada por el torbellino de eventos en el que se ve envuelto por causas totalmente ajenas a él: la adhesión de figuras insensatas y crueles al movimiento revolucionario (el despiadado güero Margarito que perpetua vilezas contra personas inocentes con la excusa de beneficiar a la Revolución) y la mella que hacen en los valores éticos de la Revolución las extravagancias y parafernalias de los mismos revolucionarios (el ejemplo de Villa enriquecido). Tanto es así que Los de abajo sugiere con la fatídica muerte de Demetrio Macías en un peñascal, el mismo donde se pone en marcha su periplo revolucionario ennoblecido por lo telúrico, que el individuo jamás puede estar a la altura de las pautas establecidas por una historia colectiva que tiende a ennoblecer al tiempo que suprime por completo al individuo.
Al dar voz propia a los individuos que conforman la globalidad y lo colectivo, Los de abajo y El laberinto del pecado crean un espacio diegético, donde por fin la localidad goza de importancia. Lamentablemente para Manuel Ventura y Demetrio Macías, sin embargo, toda experiencia personal se desarrolla en un mundo, como es el caso de los espacios diegéticos, imbuido de historia. Ya desde el mismo origen de América Latina existe un sincretismo sofocante que entorpece cualquier intento de separar lo individual de lo colectivo, cosa que se ejemplifica en el caso de Manuel Ventura, mestizo de nacimiento y por ello situado en la curiosa encrucijada de lo local y lo global histórico. De todas formas, aun habiendo expuesto el problema inherente a la mirada histórica, el mero intento de dotar de individualidad a dos colectivos sociales e históricos contribuye en mucho no a ennoblecerlos y mitificarlos como a menudo hace la historia, sino más bien a humanizarlos. Como resultado final se obtiene una visión más natural de estas figuras, consideradas por fin no bajo la lupa del idealismo colectivo y constructivo de la historia, que contribuye a sostener conceptos desacertados acerca de ellos, sino con la literatura donde se destacan las características humanas, y, por lo tanto, falibles como demuestran el desenlace contundente y fatídico de ambas obras. Esta nueva perspectiva basada en la experiencia humana permite al público lector aproximarse a lo local y sentirse identificado con personajes no mitificados y tan humanos como cualquiera de nosotros.
Obras citadas:
– Azuela, Mariano. Los de abajo. New York: Penguin Books, 1997.
– Fuentes, Carlos. No hay discurso sin nuestra voz.VII Foro Iberoamérica. Ciudad de México. 30 Nov. 2006. Discurso.
– Montoya, Víctor. El laberinto del pecado. Sweden: Ediciones Luciérnaga, 1993.
Michael Abbott estudia literatura hispanoamericana en la Universidad de California-Riverside, Estados Unidos.
Fuente: Ecdótica