El enigma del individuo en la obra de Víctor Montoya y Mariano Azuela
Por: Michael Abbott
“Hay que preferir el infierno real al paraíso imaginario”
Simone Weil
Curiosamente, en el caso de ambas obras, tanto Montoya como Azuela emplean lo telúrico, o sea, elementos relativos a la tierra para dilucidar el difícil encajamiento de motivos individualistas en un todo colectivo.
Resulta sumamente interesante comprobar, a modo de ejemplo, de cómo lo colectivo pasa por alto las experiencias individuales, la función del sueño erótico de Manuel Ventura al final del primer capítulo de la obra de Montoya y su relación con las minas. El sueño erótico en el contexto de la obra revela la dualidad de un personaje atrapado entre vivencias personales y colectivas. Al vivir en una sociedad regida por unas pautas morales establecidas por la Iglesia católica, los sueños de Manuel, si bien únicamente recaen en él, están también sujetos a la valoración de la sociedad y los elementos colectivos de la clase minera boliviana por extensión. Con razón acude Manuel Ventura de inmediato “a la iglesia a confesar su pecado”, un pecado tan suyo como de la sociedad que le ha enseñado a no tener sueños eróticos. El laberinto del pecado despliega la visión de una sociedad donde ni las intimidades pueden quedar como tales, donde lo individual está siempre bajo el yugo de lo colectivo.
Hasta la principal desgracia que obliga a Manuel Ventura a emprender la vida minera, la muerte de su padre, se considera en clave colectivo como un suceso más que lamentar en una larga sucesión de desgracias. Este punto lo demuestra Víbora, un trabajador en la mina también en reemplazo de su padre. Las vivencias de Víbora corresponden a la perfección, por esta llamativa semejanza de padres muertos, a las de Manuel Ventura. Mediante una conversación con Víbora, Manuel Ventura descubre que ni Clarice, asesinado por “un estricto enamorado” militar, se libra de formar parte de la sucesión de desgracias colectivas, de víctimas acumuladas a lo largo de los siglos y cuyos nombres hacen recordar a otros muertos sin justificación alguna. “¡Así son estos carajos! A mi padre también lo mataron ellos en la masacre minera de San Juan”, exclama el Víbora al enterarse de la muerte de Clarice, de manera que Montoya subyuga las experiencias personales de Manuel Ventura, colocándolas así en un segundo plano con respecto a la historia colectiva de los mineros bolivianos.
De ahí que las minas oscuras y enmarañadas, donde todo y todos están vinculados y entrelazados entre sí al formar parte de un colectivo que reclama como suyo las experiencias individuales, sean el símbolo de la minimización del individuo dentro de lo colectivo. La colectividad del símbolo de las minas abarca y asimila las desgracias individuales de todos los mineros por igual, lo cual, en ocasiones, impide que éstas se conozcan y permanezcan ocultas como las mismas minas. Montoya demuestra este punto con el ejemplo del guerrillero en el último capítulo de su obra. En una noche de desesperación, conmovido no ya sólo por la muerte de su padre, sino también por la muerte de su amante Candelaria en pleno parto, Manuel Ventura se acerca a un bar donde escucha, de boca de un guerrillero jactancioso, el relato de cómo éste sobrevivió a una emboscada enemiga. Mientras el guerrillero es una figura alardeada por su gran trascendencia pública, el minero está obligado a soportar el olvido generado por habitar un espacio oscuro en el sentido real y figurativo. Un lugar, por añadidura, plagada de tanta desgracia individual que, en palabras de Manuel Ventura: “lo único que nos depara el destino a los hijos de los mineros” es “trabajar hasta reventar con mal de mina”, destino de siempre, compartido colectivamente y sin faz humana que permita a los de fuera de la mina compadecerse de ellos.
Por si esto fuese poco, la perdida y minimización de las experiencias individuales que llevan a uno a pertenecer a un colectivo determinado también implican la destrucción de fundamentos sobre los que se asienta dicho colectivo. De esta manera se reducen a nada todas las tradiciones y mitologías surgidas en torno a la minería andina para Manuel Ventura, quien no halla en ellas escapatoria factible a su desesperada situación de minero. En la obra de Montoya, hasta lo colectivo, ejemplificado por la figura mitológica de las minas andinas por excelencia, el Tío –dios y diablo en la mitología andina–, se ve en una posición precaria al dejar de lado todas las experiencias individuales que lo conforman cuando Manuel Ventura rumia y se da cuenta de “que la muerte de un minero no se da cuando el Tío quería, sino cuando al destino se le venía en gana.”
Otra manera de presentar una versión no mitificada ni falaz de la historia de la figura del minero con enfoque telúrico se encuentra ya desde el título mismo de la obra de Montoya. El laberinto del pecado, sin desviarse demasiado del título en sí, da a entender que la historia es un conjunto complejo en forma de laberinto, en el cual se intercalan elementos colectivos e individuales imposibles de comprender con una visión limitada del minero boliviano como miembro de un colectivo amplio y unido. Para Montoya, la historia sobrepasa los límites de lo colectivo y requiere de una indagación profunda, casi como si la misma alma humana fuese una mina, a fin de dotar a la historia una faceta personal. Sin embargo, como ya se ha señalado anteriormente, tal indagación personal no es siempre del todo satisfactoria en el sentido de que deconstruye el individuo al apresarlo dentro de un espacio colectivo, la mina en este caso en particular. El adentrarse en las minas laberínticas, según la obra de Montoya, conlleva a veces zambullirse en lo colectivo, hasta considerarse tan sólo como un peldaño más llamado Manuel Ventura en la larga historia colectiva del minero oprimido.
Difícilmente se puede compaginar lo individual con lo colectivo, y es precisamente los elementos telúricos de El laberinto del pecado los que demuestran la tendencia de todo movimiento colectivo a apropiarse de vivencias y motivos individuales para encajarlos dentro de un espacio compartido por todos. De una manera semejante ejerce lo telúrico sobre el personaje Demetrio Macías en Los de abajo una vez que cunde en él la indignación tras la visita de dos soldados federales a su casa. El intento de violar a la mujer de Demetrio Macías y la muerte de su perro son dos de las secuelas que dejan tras de sí los federales, impeliéndolo a aunarse de pleno a un grupo revolucionario del cual él es líder. Sin embargo, al dedicarse de pleno a un movimiento colectivo por razones individuales, Demetrio Macías corre el riesgo de ver su causa personal, es decir, la defensa de su familia, eclipsada y ocultada bajo el gran yugo de lo colectivo como sucede en el caso de Manuel Ventura.
Fuente: Ecdótica