El enigma del individuo en la obra de Víctor Montoya y Mariano Azuela
Por: Michael Abbott
“Hay que preferir el infierno real al paraíso imaginario”
Simone Weil
En ocasiones la literatura permite trascender la realidad para aportar nuevas percepciones en torno a conceptos anteriormente concebidos como nítidos e inmutables por la historia, la cual a menudo establece los confines del conocimiento. Si estos confines ya de por sí constituyen una barrera al conocimiento, la naturaleza colectiva de la historia también entorpece la búsqueda de la denominada “realidad”, vivida tanto a nivel individual como colectivo. Impuesta desde arriba por mecanismos políticos, sociales o históricos, lo que se entiende por “historia” siempre se trata de un ejercicio colectivo que avasalla las experiencias individuales de la realidad histórica.
Es por ello que dar validez únicamente a la historia, considerándola la única manera de conocer el pasado, deja al individuo en una situación de incertidumbre. Sin saber de qué manera encaja su realidad personal dentro de la historia que tiende a ser colectiva, al individuo rara vez se le provee de voz. Sin temor a exagerar por lo que revelan las obras Los de abajo y El laberinto del pecado, de Mariano Azuela y Víctor Montoya respectivamente, se puede afirmar que las experiencias individuales se suprimen a cambio de imponer una única e irrefutable perspectiva colectiva.
Con una destreza loable, la historia aparta al individuo de una realidad creada en base a naciones, doctrinas, regímenes, guerras a gran escala y sistemas económicos, de manera que al final no queda hueco para ninguna perspectiva individual ni personal dentro de la misma. Hasta los individuos más notorios de la historia, tomando como ejemplo al Che, concebido únicamente en el plano superficial de la historia, no pasa de ser un revolucionario marxista cuya fama alcanzó su ápice en la Revolución cubana. Ahora bien, incluso cuando se pretende dotar de individualidad a personajes históricos ilustres, como es el caso del Che en la nación cubana, se los sitúa firmemente dentro del panorama abarcador y colectivo que la historia ofrece. De esta manera las anécdotas supuestamente verídicas que se cuentan en Cuba del Che “valiente” que rescata a un compañero herido en plena escaramuza y del Che “honesto”, caracterizado por la austeridad en el reparto de materiales de primera necesidad, destacan las cualidades personales más afines a los conceptos comunistas de la camaradería.
La individualidad despojada por la historia se destaca únicamente cuando sirve para enriquecerla, en casos como los del Che donde la individualidad se pone al servicio de la historia. Sin tener en cuenta las vivencias individuales apartadas del enfoque colectivo de la historia, rara vez se logra relatar con objetividad la faceta de la realidad vivida y construida por individuos, lo cual en palabras del célebre escritor Carlos Fuentes se resume con la frase: “No hay globalidad que sirva, sin localidad que valga”.
Al estudiar de manera concienzuda la historia latinoamericana se topa incesantemente contra muros de la historia que prohíben acercarse a las experiencias personales de personas cuya “localidad” se omite por culpa de la “globalidad” de la mirada histórica. Como consecuencia de esta supresión de lo individual, de manera colectiva y por parte de la historia, se propicia la mitificación de figuras históricas como el Che así como el revolucionario mexicano y el minero boliviano, convertidos así en ídolos a respetar por su empeño colectivo, principios nobles y naturaleza incorruptible. Sin embargo, tal mitificación lleva a una situación de incertidumbre personal para aquellos cuya “localidad”, es decir, sus vivencias personales, no corresponden para nada con la “globalidad” de la que supuestamente forman parte en el contexto histórico.
Lo que la historia pasa por alto, e incluso modifica si ello es preciso para encajar mejor en la perspectiva colectiva y global histórica, es decir, la individualidad, es precisamente lo que la literatura se empeña en sacar a flote. Y si bien a veces se concibe la literatura como una herramienta de contenido fantástico, muy alejada de la realidad histórica, y por lo tanto incapaz de relatarla, las obras de Mariano Azuela y Víctor Montoya sirven para demostrar precisamente lo contrario: que el mundo literario no sólo se limita a presentar la historia tal como sucedió, sino que también destruye las mitologías y versiones equivocadas surgidas a partir de las deficiencias intrínsecas de la mirada histórica. En su afán de depender más de la “globalidad” que de la “localidad”, la historia omite cualquier experiencia individual salvo en casos en los que la historia se beneficia a cambio de adaptar la individualidad a su antojo.
A diferencia de la historia, la literatura, y particularmente las obras literarias Los de abajo y El laberinto del pecado, escritas por Mariano Azuela y Víctor Montoya respectivamente, permiten indagar en las profundidades de la individualidad y descubrir de qué manera influye y se deja influir por la historia. En las dos obras se intuye perfectamente que el propósito de ambos autores es el de echar abajo la globalidad histórica, para así dar paso a las experiencias individuales de las que está compuesta la historia. Paralelamente, al resaltar lo individual por encima de lo colectivo, la literatura sirve además para descalificar la mitificación de las figuras del revolucionario mexicano y el minero boliviano en aras de poner de relieve la faceta más humana de ambas.
Si la perspectiva histórica ofrece una mitología simplista del minero boliviano y del revolucionario mexicano como figuras colectivas, la literatura concibe todo lo contrario con situaciones y personajes individuales que exponen la falible naturaleza humana, plagada de motivos egoístas, identidades volátiles y principios vagos. Montoya y Azuela se proponen plasmar las experiencias individuales, a rescatarlas de entre las tinieblas de la mirada histórica colectiva, y de esa manera conseguir, echando mano de una estructura ingeniosa que presenta en ambas obras primero lo local a través de la familia, contrastado y disminuido al final con lo global e histórico mediante lo telúrico. Dicha estructura paralela implica la destrucción de mitologías en torno al minero boliviano y revolucionario mexicano hasta ahora consideradas veraces.
En sus intentos de tumbar la mitología en torno al minero boliviano y el revolucionario mexicano como figuras comprometidas con el colectivo y puramente reivindicativas, ambos autores apartan a los protagonistas del contexto histórico-colectivo, sin que por ello desparezca necesariamente del todo la faceta colectiva de sus denuncias. Demetrio Macías y Manuel Ventura, los protagonistas respectivamente, personifican la denuncia tanto del Los de abajo y El laberinto del pecado campesino mexicano, en el caso de Macías, como del minero boliviano, en el caso de Ventura. A diferencia de la mirada histórica que permite contemplar las denuncias del pasado sólo de forma colectiva, Montoya y Azuela emplean la familia para dar a entender que aunque lo colectivo influye en la formación de la figura reivindicativa del minero y revolucionario, es más bien lo colectivo vivido y sentido cerca del individuo, en la familia, por ejemplo, lo que más los inspira a denunciar. Toda familia, por el mero hecho de pertenecer a un colectivo social, cultural o económico, imparte a sus miembros la identidad colectiva, fruto de haber nacido en el seno de una familia campesina (Macías) o minera (Ventura). Es por este motivo que los personajes de Demetrio Macías y Manuel Ventura se dejan influir sólo por las injusticias sufridas por el único aspecto tangible del colectivo al que pertenecen, que viene a ser la familia.
Como institución que engloba lo individual y lo colectivo por igual, la familia constituye un punto de partida idóneo para comprender en qué se inspiran las figuras históricas ejemplificadas por Demetrio Macías y Manuel Ventura. Al arrancar ambas obras de la misma manera, asentando la narrativa personal de los protagonistas dentro del núcleo familiar, tanto Montoya como Azuela dan a entender que son las experiencias personales vividas en familia las que marcan las pautas de sus denuncias y no las exigencias del colectivo al que pertenecen. La primera escena de Los de abajo relata lo que va a llevar al protagonista, el revolucionario Demetrio Macías, a abandonar su familia después de recibir en casa a dos soldados federales que amenazan con violar a su mujer. Mientras tanto, Demetrio se encuentra escondido a solas y, por lo tanto, fuera del ámbito colectivo de la familia y la historia en su propia casa para que los soldados no se percaten de su presencia. Desde su escondite atestigua la muerte de su perro a manos de los federales sin razón alguna, así como el intento de violar a su mujer y de hacerse por la fuerza con algo de comida, poniendo énfasis en la mirada individual de los que viven y padecen la historia. Es aquí donde se percibe que la amenaza de los federales, despiadados para con sus compatriotas mexicanos, constituye una amenaza no sólo a la clase indígena y campesina mexicana, víctimas durante años del cruel sistema latifundista como enseña la historia, sino también al cobijo colectivo de la familia. De ahí que Demetrio Macías emprenda la lucha revolucionaria empujado por motivos individualistas, que tienen más que ver con el colectivo reducido de su familia que con el de la sociedad.
A diferencia de Demetrio Macías, Manuel Ventura es miembro de una familia cuyas experiencias traumáticas se hallan en las tinieblas de la historia familiar. El laberinto del pecado comienza con los recuerdos históricos de la nación boliviana, cuya historia de colonización y conquista crea un sórdido panorama al que tiene que afrontarse el minero en su lucha por una sociedad más justa y equitativa. Sin embargo, la historia de la zona de donde proviene Manuel se presenta en la novela como algo distante, en la que sólo inciden personajes destacados como el conquistador ibérico Juan del Valle y un “mestizo, de rostro cuadrangular y bigote espeso”, que “se convirtió en el más próspero de los industriales mineros” tras explotar una mina. La única manera que tiene Manuel Ventura de adentrarse realmente en la historia, para formar parte de ella, es a través de los tangibles vínculos familiares, razón por la cual recuerda vívidamente el relato de una huelga minera que acabó en masacre contado por su padre. Pero aún así Manuel Ventura no se siente del todo identificado con las injusticias a las que están sometidos los mineros bolivianos, él más bien se preocupa por asuntos triviales propios de la juventud por no haber aguantado en carne propia los abusos de los que le habla su padre y que Demetrio Macías, en Los de abajo, ve delante de él.
Al ser una institución social un tanto vaga y nebulosa por la capacidad del individuo de sentirse parte del colectivo familiar o simplemente un miembro individual más, la familia, al igual que la historia, permite tanto una visión “global” o “local” como alude Carlos Fuentes. Para Manuel Ventura, la perspectiva global de la masacre de Catavi descrita por su padre, aunque afecta a su familia, no inspira en él sentimientos reivindicativos de denuncia por tratarse de un hecho vivido fuera del ámbito individual. En esa misma línea de ambivalencia hacia las vivencias deplorables de sus conciudadanos mineros, Manuel Ventura no muestra ni el menor interés en cuestiones de índole política hasta entablar una amistad más profunda con Clarice, una compañera suya de clase. Manuel Ventura se siente hasta tal punto “atraído por esa misteriosa masculinidad y por esos ideales revolucionarios que ella sabía defender con pasión y coraje”. La transformación de Manuel, paulatina pero evidente, en un ser consciente de la realidad colectiva que lo rodea en la forma de masacres mineras perpetradas por el gobierno y propaganda desenfrenada surge a raíz del interés amoroso que siente por Clarice.
De hecho, no es hasta que se le muere el padre, asesinado supuestamente a manos del gobierno por ser dirigente sindical, que Manuel empieza, por su propia cuenta, a reconocer la vida desgraciada del minero como bien indica la primera frase del capítulo VIII: “A Manuel Ventura, desde el día en que murió su padre, se le filtró la desgracia por los poros, sometiéndolo a una insondable melancolía.” De ahí que las novelas planteen que sólo las injusticias vividas de cerca, y no con la mirada colectiva inherente a veces tanto a la familia como a la historia, sean el ímpetu detrás de la denuncia individual.
Entendida como un microcosmo de la historia, la institución familiar se concibe en términos colectivos, cosa que a veces conduce a la nula plasmación de las experiencias individuales. De esta manera se entiende la utilización del núcleo familiar por parte de Montoya y Azuela como un intento de dar cabida a una participación y concientización individual dentro de una esfera colectiva, la cual se sostiene y nutre gracias al individuo y no al revés. Partiendo de esta suposición, se establece la figura del individuo impelido hacia posturas revolucionarias y reivindicativas de interés común por decisión propia y no necesariamente por el mero hecho de pertenecer a un colectivo determinado.
Demetrio Macías es revolucionario en defensa de su familia por las injusticias que ve perpetradas contra ella y también por una rencilla como consecuencia de un asunto personal entre él y el cacique don Mónico. Manuel Ventura se mete a minero “en reemplazo de su padre”, tras el asesinato del mismo. Es por ello que el mito de la figura histórica comprometida intrínsecamente con las reivindicaciones y las exigencias sin ningún motivo más allá de cumplir con las obligaciones del colectivo (perspectiva de “globalidad”) se desvanece en El laberinto del pecado y Los de abajo.
Tal desvanecimiento, ocurrido a cambio de dotar de localidad a Manuel Ventura y Demetrio Macías, en todo caso, no es exento de complicaciones para ambos, puesto que de paso crea una identidad problemática situada a medio camino entre los impulsos individualistas de ambos y la colectividad entrañada por identificarse con movimientos sociales como lo son la Revolución mexicana y el colectivo minero. Aunque el pueblo galvanizado, escudriñado bajo la lupa de la mirada histórica, sea relevante sólo en cuanto a su faceta colectiva de acción y lucha para promover cambios, Montoya y Azuela por igual muestran con sus obras que dicha galvanización viene siempre de la mano de individuos. Imprescindible la cita de Carlos Fuentes para comprender en qué consiste la visión literaria de los dos autores: “No hay globalidad que sirva, sin localidad que valga”. Individuos como Demetrio Macías y Manuel Ventura, ambos enfrentados de pronto a una realidad colectiva, y a veces hasta confusa y desconcertante para ellos, que se propone servirles de ayuda en preocupaciones y motivaciones brotadas a nivel individual.
Fuente: Ecdótica