El desorden de los mapas: algunos apuntes sobre Billie Ruth, de Edmundo Paz Soldán
Por: Rodrigo Hasbún
Para mí es una alegría acompañar a Edmundo Paz Soldán esta noche, en este reencuentro tanto tiempo postergado con el que fue su primer amor. Y es una alegría, entre otras cosas, porque yo a Edmundo comencé a leerlo como cuentista y porque eran sus libros de cuentos los que más me inquietaban y los que releía más a menudo. Estoy hablando de una época (hace diez o doce años) en la que, al igual que muchos otros, lo pensaba sobre todo como un cuentista que también escribía novelas. Ya esa impresión se ha desvanecido, ha mutado, y lo ha hecho tanto que esta noche, usando la misma lógica, Edmundo es sobre todo un novelista que también escribe cuentos. La distinción, en cualquier caso, se ha vuelto innecesaria además de torpe, y lo que me importa enfatizar ahora es más bien esto otro: pase lo que pase, los primeros amores no se olvidan y es en ellos donde sucedió y sigue sucediendo la versión más transparente de nosotros mismos, la versión de mayor entrega, la más entusiasta y también la más visceral. Todo esto, claro, está muy presente en Billie Ruth, y es esa la versión de Edmundo que felizmente emerge todo el tiempo en este nuevo libro.
En lugar de hablar de los cuentos que más me perturbaron y conmovieron, es decir en lugar de detenerme a comentar “El croata” o “Volvo” o “Billie Ruth” (tres cuentos extraordinarios que giran en torno a personajes memorables), prefiero aprovechar la ocasión para pensar más bien, así en voz alta, en algunas constantes que atraviesan el conjunto y que van revelando un posicionamiento ante la literatura al que vale la pena prestar atención, un posicionamiento valiente y de consecuencias decisivas no solo en la obra del autor sino en la literatura boliviana en general.
El primer gesto que me gustaría resaltar es el de confundir fronteras o, lo que es lo mismo, el de fundir territorios. De un sanatorio en Grafenhof a la Cochabamba de su adolescencia, que ya casi es una ciudad perdida, enterrada debajo de tanto edificio y del sueño apesadumbrado de una modernidad contradictoria, de la Miami más superflua a la Huntsville universitaria y de ahí a las fosas comunes en Srebrenica, de la helada Oruro y de la Tarija terrible a la Ithaca de los adioses más difíciles, los cuentos de este libro desembarcan en todo tipo de lugares. Lo verdaderamente notable, sin embargo, no es en sí el viaje profuso, sino más bien la naturalidad con la que sucede. En esa falta de énfasis (y es bien sabido que el énfasis delata al impostor) se hace visible, a mi parecer, la verdadera herencia que ha dejado Borges en la obra de Edmundo: me refiero a la herencia del atrevimiento y de la libertad. Lejos de todos aquellos que creen saber lo que es o, todavía peor, lo que debe ser la literatura boliviana, ajeno a los predicadores de una escritura domesticada –prescriptiva y predecible–, cernida necesariamente a ámbitos establecidos de antemano, Edmundo se desentiende de cualquier obligación o expectativa y husmea por todos los rincones y desordena los mapas que encuentra a su paso y va y vuelve y juega aquí y allá y, mientras tanto, sin ofrecer respuestas de ningún tipo, ayuda a expandir los límites de nuestra literatura.
De esta manera, el diálogo que entabla es múltiple y enormemente productivo, por una parte enfrentando la tradición propia (basta leer “Azurduy”, el último cuento del volumen, sobre un egresado de la normal que decide hacer su año de provincia en un distrito minero) y, por otra parte, enfrentando tradiciones ajenas que dejan de serlo a partir de esa interpelación cercana (y aquí podemos pensar en las reescrituras de Cortázar y Onetti, en “Casa tomada” y “El Croata”, o en los homenajes a Thomas Bernhard y a Philip K. Dick, en “Bernhard en el cementerio” y “Los otros”). Por lo demás, en el libro sucede una fusión inesperada entre dos formas a menudo divergentes de concebir el género: una forma clásica, que apuesta por la trama y por un golpe final sorpresivo y esclarecedor, que dota al cuento de un nuevo sentido, y otra moderna, que tiende a cierres más ambiguos y que parece interesada sobre todo en ahondar en la interioridad de los personajes. Digamos, esquemáticamente, Poe –Borges y Cortázar– por un lado y Chéjov –Hemingway y Carver– por el otro, tradiciones audazmente reconciliadas aquí en cuentos que transitan una u otra o, lo que resulta aún más valioso, en cuentos que incluso llegan a fundirlas. Acompañando este cruce expansivo, Edmundo practica de forma simultánea una última operación que no está demás señalar: la exploración de distintos géneros y registros, que le permiten saltar sin dificultad de lo testimonial a lo fantástico o de las convenciones del realismo a las del policial y la ciencia ficción. Lo que queda, y lo que se agradece, es la sensación de búsqueda permanente. Pocos escritores en Latinoamérica, y en Bolivia quizá ninguno, se desafían con tanta persistencia, de un cuento a otro y de un libro a otro, a seguir recorriendo caminos nuevos.
Por encima de este andamiaje oculto, se impone mientras tanto la confianza en las posibilidades de la narración. Con esto quiero decir que Edmundo apuesta fuerte al gesto más elemental, que es también a menudo el más difícil de lograr y el que le da sentido a todo: ese de contar historias, historias que en muchos de estos cuentos desembocan en un aprendizaje doloroso para los personajes, cuyos mundos tambalean a partir de él. De esta manera, y casi invariablemente, los personajes de estos cuentos llegan a revelaciones que no siempre están en condiciones de entender, que sus padres son también seres dañados o que sus enamoramientos se han resquebrajado de forma irreversible o que hay violencia en todas partes y que esa violencia va a dejarlos marcados. Y ahí están los compañeros de curso que abusan a una adolescente muda, y ahí está la tan querible y tan temible Billie Ruth, y ahí está el maravilloso Croata, una vieja gloria del fútbol nacional que ahora intenta sobrevivir en un hospital donde los enfermeros apuestan entre ellos sobre cuántos días le quedan, y ahí está el hombre que trafica droga con su hijo al lado, para disimularse, y ahí están las amistades perdurables y los matrimonios fallidos y muchos padres e hijos que no saben bien qué hacer consigo mismos después de que descubren la extrañeza, ese estado sin vuelta atrás al que, tarde o temprano, llegan la mayoría de los personajes del libro y al que, tarde o temprano, llegamos también nosotros, los lectores.
Catorce años después de Amores imperfectos, Edmundo vuelve a publicar un libro de cuentos. Hace siete años leí una de sus primeras versiones, que por ese entonces titulaba La inquietud de las criaturas. Con la humildad y la convicción que lo caracterizan, en todo este tiempo Edmundo ha logrado destilarlo al máximo y sacar lo mejor de él y lo mejor de sí. Vuelvo al principio: los primeros amores no se olvidan y es en ellos donde sucedió y sigue sucediendo lo más transparente de nosotros mismos, lo más visceral, lo más arriesgado. Al fin tenemos en nuestras manos a Billie Ruth. El reencuentro no podía haber sido más intenso ni más contundente.
Fuente: Ecdotica