El cronista de la Gran Manzana. Parte 2/3
Por: Maximiliano Barrientos
Joseph Mitchell es, con toda seguridad, uno de los pocos periodistas al que unánimemente se lo reconoce como un gran escritor, su leyenda en los últimos años no ha hecho otra cosa que crecer y crecer, ganándose la devoción de importantes novelistas británicos como Julian Barnes, Martin Amis, Salman Rushdie y Doris Lessing.
Pensar en Mitchell como en un predecesor de la fotógrafa Diane Arbus debido a esa obsesión minuciosa por retratar una cara marginal y freaky de Norteamérica. Desde finales de los años treinta, hasta mediados de los sesenta en que firmó el último artículo, fue el cronista estrella del New Yorker, haciéndose celebre por un sector que denominó Perfiles, donde se encargó de retratar a domadores de circo, magnates de dudosa reputación, pintores, escritores, poetas, bohemios, estrellas de Broadway y una amalgama de personas ordinarias que aparecieron periódicamente en las páginas de este semanario. Cuando se hizo una antología en 1992 de sus reportajes que llevó por título Allá en el viejo hotel, Harold Bloom no dudó en integrarlo en su celoso canon, donde ocupó un lugar que otros escritores legendarios de Estados Unidos como William Burroughs, Jack Kerouac y Henry Miller, no tuvieron.
Las dos crónicas más celebres de Mitchell son El profesor gaviota y El secreto de Joe Gould, la primera firmada en 1942 y la segunda en 1964. Ambas rastrean los pasos de una de las personalidades más llamativas de Greenwich Village, el bohemio Joe Gould, un vagabundo con una apariencia similar a la de Walt Whitman que rondaba los clubes y centros donde se reunían los intelectuales y artistas de esos años. Gould provenía de una tradicional familia de Massachussets, pero al llegar a Nueva York, llevó una vida de vagabundo. Despertó la curiosidad de poetas como Ezra Pound y E.E. Cummings por lo que él que denominó su obra maestra: La Historia Oral de nuestro tiempo. En ésta, se propuso una tarea tan ambiciosa que sólo tiene parangón con la hazaña de ese dúo creado por Flaubert: Bouvard y Pécuchet. Gould quería convertirse en un historiador de lo pequeño, aspiraba a registrar cada detalle ínfimo que veía y escuchaba, intentaba hacer una suerte de diario íntimo de la ciudad que amaba y a la que llamaba hogar, a pesar de que dormía en sus calles, en hoteles mugrientos y en los bancos de sus plazas. Esta magnánima obra la escribía en pequeños cuadernos que siempre llevaba consigo y que una vez terminaba, los repartía entre amigos para que se los cuidaran. Mitchell describe este proyecto de la siguiente manera: “La Historia Oral es una gran mezcolanza, un cocido casero de habladurías, un muestrario del rumor, un pozo ciego de cuentos, chismes, alcahueterías, bulos, embrollos y disparates, fruto según el cálculo de Gould, de más de veinte mil conversaciones. Contiene biografías irremediablemente incoherentes de cientos de vagabundos, relatos de marinos errantes conocidos de bares de South Street, truculentas descripciones de experiencias hospitalarias o clínicas (…), resúmenes de innumerables arengas en Union Square y Columbus Circle, testimonios de conversos en reuniones callejeras del Ejército de Salvación y confusas opiniones de docenas de oráculos de banco de parque y sabios de la botella”.
En la primera crónica, Mitchell participa como un observador, apenas se sospecha su presencia, acompaña a Gould por los bares, recopila sus excéntricas opiniones, sus experiencias con los indios de Dakota antes de ir a Nueva York, registra sus diatribas con poetas, escritores y dueños de bares a los que pedía comida y bebida amenazándolos con hacer un escándalo de lo contrario. Un perfil magistralmente elaborado del que se suele llamar el último bohemio y un predecesor de lo que años más tarde se conocería como el movimiento Beat. En la segunda crónica, escrita cinco años después de la muerte de Gould -que falleció aquejado de una arterosclerosis que le provocó una demencia precoz-, Mitchell deja ese lugar de observador e interviene, se lo siente más cerca, se lo entrevé como un personaje que acompañaba y soportaba y a veces sobrellevaba como un karma la compañía del excéntrico Joe Gould. La razón de ello se debe a que después de todos esos años, se había propuesto revelar un secreto: La Historia Oral de nuestro tiempo, por la que mostraron interés algunas editoriales de alto prestigio y de la que se sospechaba que tenía 9.255.000 palabras repartidas en numerosos cuadernos que escondía una amiga granjera y cuyo autor no dudaba en comparar con La Historia del Imperio Romano de Gibbon, no existía. Era una invención. Lo único que escribía en esos cuadernos que cargaba consigo todo el tiempo eran distintas versiones de dos hechos que lo habían marcado profundamente: la muerte de su padre y una alucinante estadística que dictaminaba los males y enfermedades que causa el tomate, ya que el propio Gould era un adicto al Ketchup, lo consideraba el único alimento gratuito que servían los restaurantes.
Me parece una coincidencia maravillosa que la obra cumbre del periodismo literario esté fundamentada en las pesquisas de un periodista que se afana en hacer un perfil de un escritor fantasma, de un escritor que no existe. Quizás fue esta paradoja lo que llevó al mordaz Martin Amis a afirmar aquello de que si Borges hubiera sido neoyorkino hubiera sorprendido con algo parecido a El secreto de Joe Gould. En todo caso, esa relación fantasmal entre el escritor que no es tal y el periodista que se convirtió en un escritor renombrado, ilumina esta extraña relación entre periodismo y literatura, confunde sus límites casi de una forma paródica y demuestra que la literatura, en última instancia, es un mutante cuyas formas son incapaces de reducir y definir, aparece donde no se la sospecha -en diarios íntimos, cartas, memorias o crónicas- y no sólo en las formas tradicionales de la novela o el relato corto. Y se me ocurre ahora, siguiendo esa lógica de Amis, decir que Mitchell bien podría integrar la lista de los Bartleby de Vila-Matas, porque después del último artículo de Gould, dejó de escribir. Murió en 1996 a la edad de 83 años. ¿A qué se dedicó cuando dejó de firmar artículos para el New Yorker? A coleccionar escombros de los edificios desabitados de Nueva York. Siguió recopilando historias.
Monstruos y camaleones
2004 y 2005 fueron los años de Truman Capote. Se publicaron sus cuentos completos, una novela inédita y se hicieron dos películas, una de las cuales, la dirigida por Bennet Miller, le consiguió un Oscar a Philip Seymour Hoffman por su notable interpretación del escritor sureño.
Capote es el novelista que inauguró el género denominado ‘literatura de no ficción’, lo hizo con un libro basado en las matanzas sucedidas en Kansas. A sangre fría le tomó años de diatribas y conflictos personales. Después de arduas entrevistas con Perry Smith y Richard Hickock, los asesinos de una familia de granjeros en 1959, vio la luz en 1965 (el mismo año en que los colgaron) y el éxito que obtuvo en críticas y ventas fue rotundo.
A diferencia de Mitchell, con Capote se produce una relación inversa entre literatura y periodismo, ya que no fue un periodista al que luego se lo consideró un escritor, sino un autor de ficción -con un prestigio ganado desde la publicación de Otras voces, otros ámbitos, cuando sólo tenía 20 años- que recurre al periodismo para enriquecer la novela.
Si bien A sangre fría es el libro que inaugura el género, Música para camaleones, un compendio de relatos, crónicas y entrevistas en el que, a diferencia de su celebrada novela, Capote aparece como protagonista en la mayoría de las narraciones, es el libro que mejor ilustra la simbiosis entre ficción y veracidad. Este libro tuvo una influencia fundamental en el Nuevo Periodismo y en los escritos de no ficción posteriores, huellas que se pueden rastrear hasta en Error humano, de Chuck Palahniuk, en el que el autor de El club de la pelea hace una crónica de un festival en Lind (Washington) donde la gente combate con cosechadoras antiguas, entrevista a Marylin Manson y cuenta su experiencia cuando se disfrazó de perro y vagó por las calles de Seattle.
En el prólogo de Música para camaleones, Capote explica cuáles fueron las razones que lo llevaron a interesarse en el periodismo: “Me sentía atraído por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje y autobiografías (…). Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía”.
Ambas afirmaciones son un tanto discutibles. En la primera -al hablar de los grandes revolucionarios de la prosa de los años 20-, seguramente se refiere a James Joyce, Marcel Proust y Frank Kafka. Cuando Capote hace esta afirmación -eso de que nada verdaderamente innovador sucedió después de ellos- a principio de los 60, ya existía el trabajo de algunos novelistas que luego se conocieron como Supper Fiction y que experimentaron significativamente con la forma y la estructura. Robert Coover, John Barth, Donald Bartheleme, Kurt Vonnegut y William Gaddis son algunos de ellos, pero al parecer el escritor sureño los subestimó o sencillamente no los tomó en serio, como haría años más tarde con El Arco-iris de la Gravedad, de Thomas Pynchon, libro que calificó de ilegible y aburrido.
La segunda afirmación, la de la precisión y el efecto cinematográfico que él detectaba en el periodismo, Hemingway construyó su estilo cuatro décadas antes en esa suerte de narración descarnada, con poca adjetivación, en la que prima la acción en vez de la idea o la metáfora (aunque quizás el mismo Hemingway copió gran parte de su estilo del periodismo). Formalmente, Capote no había descubierto la pólvora, sin embargo, su hazaña radicó en jugar con la ambigüedad que se produce entre ficción y realidad, periodismo y literatura, verdad e invención. ¿Cuánto de ficción hay en todos esos perfiles que publicó como retratos reales de personas que conoció? ¿Cuánta verdad pudo haber revelado si se hubiera limitado escuetamente a los hechos? Esa ambigüedad es explotada hasta el paroxismo en Música para camaleones, y lo hace de manera lúdica, sin ningún dejo de solemnidad. Y es esta ambigüedad lo que llevará, décadas más tardes, a escritores como Homes, Delillo o Foster Wallace a inmiscuirse en situaciones privadas de personas públicas, apañados en la justificación de que lo que hacen es sólo ficción, pero los escritores saben que no hay nada como la ficción para revelar los monstruos ocultos.
09/06/2007 por Marcelo Paz Soldan