El caldero, una novela de la revolución universitaria de 1970
Por: Giovanni Bello
En Cristo con un fusil al hombro, Ryszard Kapuscinski cuenta varios detalles extravagantes de la revolución universitaria de 1970. Dice por ejemplo que el rector de la UMSA tenía que trabajar bajo su escritorio por las ráfagas de metralleta, o que en el techo del Monoblock se instaló un cañón antiaéreo comprado de contrabando. Supongo que ambas cosas son falsas. Ya saben, alguien ha llegado a decir que Kapuscinski no escribía periodismo, sino “periodismo mágico”. Pero algo que es cierto es su afirmación de que en esa época “en Bolivia, los estudiantes constituyen, junto con los mineros, la principal fuerza de la oposición, de modo que llevan sobre sus hombros el peso de la lucha contra el régimen”. La toma violenta de las universidades y la radicalización ideológica que impusieron los estudiantes y profesores de izquierda a esas instituciones a fines de 1970 e inicios de 1971 es uno de los episodios más originales de la historia política y cultural nacional reciente.
Pero, así como no ha habido hasta ahora quien compile las versiones sobre la revolución universitaria en una narrativa histórica sistemática, El Caldero, la novela de Gilfredo Carrasco de 1975, apenas sí ha sido comentada por la crítica. Blanca Wiethüchter la describió, sorprendentemente, como una de las mejores novelas bolivianas del siglo XX y, a parte de esa mención, la misma autora le hizo a Carrasco alguna entrevista. Después, poco se sabe de él y de su obra.
Si bien El caldero no es precisamente un recuento de la revolución universitaria, se puede afirmar que es donde confluyen de forma más coherente algunas de las sensibilidades que la animaron. A través de técnicas literarias muy extendidas en su época (polifonía, fragmentación temporal, etc.), la novela cuenta la historia de Alejandro, un joven paceño huérfano de padre. En su infancia, su madre se casa con un argentino y desde entonces él vive escindido entre la memoria de su padre y la figura de su padrastro. La familia de su padre es de origen popular, mientras su madre y su padrastro tienden a la elevación de clase. Alejandro pasará por el servicio militar, y allí adoptará un credo muy particular, que linda con el misticismo cristiano y el hippismo. Finalmente, tras la muerte de su tía, el único contacto con su familia paterna, la novela se vuelca a la escena nocturna, las cantinas y la bohemia. Ahí tienen lugar algunas de las situaciones más interesantes de la novela.
En el contexto de la borrachera, Alejandro discute sobre la guerrilla y la revolución universitaria con otros jóvenes. Contrariamente a lo que puede creerse, no es partidario del culto al Che Guevara. Prima en él un nacionalismo heredero del 52: “es el servilismo de esta gente (llámese de izquierda o lo que sea) el que está consagrado al ‘Che’ Guevara y a Debray como grandes héroes y mártires de las generaciones presentes, olvidando poco a poco a Coco Peredo, Inti, Néstor Paz”. El dilema vital de Alejandro quiere retratar al de la media de los universitarios politizados urbanos en el periodo de dictadura. Su escisión quiere ser la representación de la escisión que pesa en los hijos de la clase media boliviana, su origen migrante, el intento de superación racial y de clase de sus padres, la idea de que existe una realidad nacional más profunda que la medianía burocrática y letrada.
Un mérito de la novela es que, a diferencia de otras obras de la época, en El caldero todo pasa por la subjetividad del personaje central. Aunque en ciertos momentos Carrasco describe situaciones históricas, como el asilo de mineros en el Monoblock, o los choques entre estudiantes y policías en las calles, es la subjetividad juvenil, con su vulnerabilidad y sus dilemas existenciales, la que prima.
Hace algunos años en una entrevista que le hice al poeta Álvaro Diez Astete, él me comentaba: “Mientras unos hacíamos la revolución universitaria, los otros hacían la revolución, digamos, psicodélica. Mi versión personal siempre fue la de andar en ambos mundos”. Diez Astete, aparte de ser miembro del círculo cercano de Jaime Saenz, fue uno de los primeros dirigentes del Comité Central Revolucionario de la revolución universitaria. En El caldero, al iniciarse el paso de Alejandro por la vida nocturna, Diez Astete aparece como un personaje ficticio. “Álvaro era ágil, casi atlético, rubio, cortaba el viento con su despótico peinado y la eterna, voladora chalina. Raphael sabía que ese tipo de chalinas estaba de moda; sabía también que los cigarros negros que su amigo [Álvaro] fumaba estaban de moda y que ese muchacho, grandioso y locuaz, era un furioso poeta surrealista”.
Como Alejandro, Diez Astete encarna en la novela precisamente el cruce entre “ambos mundos”, el de la cultura juvenil y el de la izquierda guevarista. Ese cruce que signó las sensibilidades de los jóvenes que hicieron la revolución universitaria y que El caldero retrata tan candorosamente.
Fuente: La Ramona