El breve José Emilio Pacheco
Por Ferrufino Coqueugniot Claudio
Me extraña que un hombre tan inteligente como César Aira al hablar de José Emilio Pacheco (México 1939-) no haya mencionado, en su Diccionario de autores latinoamericanos, el libro Las batallas en el desierto (1981) del autor mexicano.
Aira reconoce algunas falencias conscientes de su diccionario. Aclara que sobre todo piensa en el lector más que en el estudioso y, entre aquellos, en los que buscan tesoros literarios escondidos u olvidados. Concede espacio a Pacheco y valora su calidad literaria, como poeta y como erudito en la literatura de su país. Menciona otra novela Morirás lejos (1967), que no leí, y la califica de “muy celebrada”. Dice que fue escrita bajo el modelo del “noveau roman”, de Alain Robbe-Grillet, estilo que fue interesante en su momento de génesis y se convirtió en “abuso intolerable”.
Las batallas en el desierto es una obra alucinante, una novela de 67 páginas que a pesar del deseo contrario del autor, invita a la nostalgia. No hay tiempo para el aburrimiento. Existe en sus páginas una implícita ósmosis: todos vivimos una infancia y las coyunturas que sugiere el autor son universales.
Aún así, en esa universalidad que quizá descartaría el tema, el escritor desarrolla, en un estilo vital y muy peculiar, belleza y desdén, crítica social y política y ternura. José Emilio Pacheco como el personaje Carlos, o Carlitos ya que es un niño, vaga por la memoria de su pasado en una Ciudad de México en el interludio entre la Revolución y la Modernidad, entre lo propio y lo ajeno, una globalización temprana —”pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”—, la ambición del triunfo para aquellos que encuentran un resquicio de posibilidad, y el exilio interno, el peor, el de la miseria, para los que están condenados a permanecer en el lodo.
El niño despierta a la realidad, a encontrar a un viejo compañero de escuela vendiendo chicles “Adams” en el bus en que transita, a mirar las cosas desde el olvido porque “El pasado es un país extranjero. Se hacen cosas diferentes allí”, según reza la cita de L.P. Hartley antes de iniciarse la novela; desenmascaramiento de una sociedad que se preciaba hija de la revolución y cuyos intereses de clase no habían cambiado mayormente.
A pesar de la revuelta agraria, el pobre es todavía un “indio” o un “pelón”; el idioma inglés indica posición, el brumoso pasado familiar juega un papel descollante. El México de José Emilio Pacheco me recuerda la niñez en Bolivia, la espantosa y asqueante diferenciación social. En México las empleadas domésticas (terrible institución) son “gatas” como “imillas” son en Bolivia. Y parece, en ambos lados, que todos son cholos, indios, nativos, salvajes, ignorantes, menos “nosotros”. Triste farsa de la ignorancia…
Las relaciones escritas sobre juventud o infancia siempre fueron de mi predilección, desde el Tolstoi de sus Recuerdos al inolvidable Franz Werfel en Aniversario. Alain Fournier en El gran Meaulnes como Walter Benjamin en Infancia en Berlín. Me pregunto si Las batallas en el desierto corresponde a tal grupo. En primer lugar el título difiere, no se espera de él una canción melancólica. Pacheco no destila nostalgia, aunque sí le inventa un halo irremediable de ella. Pero sí, por qué no, toda memoria de tiempo ido implica desaparición y nacimiento. Con el tiempo algo muere mientras algo crece; es irreversible más que fatal.
La antigua Tenochtitlán, hundida en el fango y en la historia colonial de España, sus templos aplastados —con sus mismas rocas— por el peso de la cruz es, como cada rincón del orbe, unos más que otros, un espacio dinámico. En Pacheco el presidente Miguel Alemán y su gobierno corrupto pronto se insumirán en la bruma, como poco a poco van esfumándose los recuerdos de los cristeros. Carlitos tiene futuro en el norte, a donde van los que mandarán después.
Los demás, la mayoría, se queda en el imperio oscuro de Mictlán, el mundo de abajo, de dostoievskianas catacumbas de necesidad y dolor. No es cierto que hay una anciana iglesia en ruinas en las afueras de Cocula, Jalisco, que contiene la entrada a las puertas del infierno (Mictlán). El averno es el pan de cada día en una sociedad que se desarraiga de su pasado, que mira a un futuro en cierta manera digitado.
Las batallas en el desierto concluyen con un discurso de pesar. Escribe Pacheco: “Se terminó la ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya 80 años”.
Fuente: Los Tiempos