01/18/2018 por Marcelo Paz Soldan
Eisejuaz en Bolivia

Eisejuaz en Bolivia


Eisejuaz en Bolivia
Por: Juan Pablo Piñeiro

La primera vez que hablé con un mataco fue en Crevaux, uno de los confines más alejados del país. En honor a la verdad, no hablé con él, solamente nos saludamos. Y únicamente porque Jesús Urzagasti estaba con nosotros. Ellos sí se reconocieron. El viejo y saludable mataco había conocido al escritor de niño junto a su padre. Jesús, en cambio, recordaba a ese hombre del monte con la misma edad. Como si las décadas hubieran pasado como si nada. Tuvieron una charla corta y aparentemente circunstancial. Pero en lo poco que contó el viejo pudimos tener un panorama preciso de la vida en este pueblo con apariencia de caserío.
Una semana atrás los weenhayek que es el nombre que se dan a sí mismo los “matacos” y que en lengua wichi significa “los que son distintos”, habían quemado la casa de un forajido por haber violado a una de sus mujeres. Crevaux estaba lleno de forajidos y se los podía ver bebiendo a la luz del día, con una faca en el cinturón. Los weenhayek eran bravos cuando se enojaban.
La imagen de esa convivencia horrorosa entre estos seres antiguos y aquellos bandidos prófugos de la civilización, nos causó una tristeza irremediable. El hombre sin tiempo que conocía a Jesús no estaba vestido con plumas ni con taparrabos. Tenía una camisa blanca y un pantalón muy bien cuidado. Al irnos, los vimos de lejos, comiendo pescado y cantando con el sol, vestidos esta vez con hermosas piezas de caraguata.
La murena es un pez emparentado en su forma a las serpientes y es el sobrenombre que se puso el escritor argentino Héctor Álvarez antes de ser conocido justamente como H.A. Murena. Este escritor dejó una profunda huella en Jesús Urzagasti cuando se encontraron por primera vez, y fue uno de los artífices de la publicación de su primera novela, Tirinea, en editorial Sudamericana, el año 1967. Murena le advirtió de algunas de las oscuridades que iluminan el camino y le dio valiosos datos sobre el itinerario secreto de la escritura. Jesús lo admiraba, pero también a Sara Gallardo, su mujer. Nos contaba que siempre andaba de negro y que destilaba lo mejor y más profundo de la cultura porteña. No por nada la incluye en el tejido de sus novelas como un personaje llamado Sara Estefanía. En aquellos años Gallardo escribió una de las más poderosas reseñas que se hicieron de la opera prima del escritor chaqueño y años más tarde, en 1971, publicó Eisejuaz, una novela cuyo misteriosos protagonista es un mataco que tiene una misión.
La escritora Liliana Colanzi fue la primera que me habló de esta novela, había quedado deslumbrada después de leerla. Meses más tarde tuvo la gran deferencia de enviarme una fotocopia de Eisejuaz en hojas de un tamaño muy agradable, pero sueltas a su suerte. Empecé a leerla cometiendo dos graves errores de entrada: no la anillé y la leí cerca de una ventana abierta. Como resultado, cada vez que volvía a mi casa encontraba el libro desordenado en el piso. No pude entrar en su lectura.
Por suerte Liliana es corajuda, como se dice en el Chaco, y no contenta con disfrutar la novela, fundó una editorial, Dum Dum y publicó Eisejuaz en Bolivia. Ya con el libro en mano, la cosa cambió rotundamente. Lo primero que entendí es que si no había entrado en la novela no era por culpa del desorden del viento de mi ventana, sino porque el libro estaba anclado en un lenguaje propio. Las novelas que han marcado mi camino como lector generalmente han sido las que he tenido que leer en varios intentos hasta que la lectura me sea familiar. Eso me pasó con Eisejuaz y con el lenguaje que le dicta la narración de Sara Gallardo.
Pero a todo esto, ¿quién es ese que se llama Eisejuaz, Este También, el comprado por el Señor, Agua que corre o Lisandro Vega? La verdad no sé. No podría decir este es Eisejuaz o esto no es. No podría ver en él ninguna alegoría o simbolismo que me remita al mundo indígena y su relación con la civilización. Y esto no es un defecto, es una virtud esencial que tiene que tener una novela que se respete. El título de la novela es Eisejuaz, y por ende trata sobre Eisejuaz. Aun así su historia me hace recuerdo a una brillante comunicadora potosina que conocí en un taller del CEFREC. Ella me contaba que a los 14 años la habían mandado de su comunidad para que trabaje en Potosí en la casa de una anciana enferma que no podía salir de la cama. La señora, en la perversión de su dolor, botaba la comida que le daba la niña del campo, la insultaba, la humillaba y hasta le decía que estaba así por su culpa. En cambio ella tenía que limpiar los restos de su paulatina muerte, cada día. Cuando, desconsolada, contaba esto a otras viejitas, estas le daban fuerza diciéndole: “cuidar a alguien así es como cuidar al hijo de Dios”. Y al decir “alguien así”, seguramente no se referían a su invalidez.
El Señor se le manifiesta a Eisejuaz cuando tiene 16 años y trabaja lavando copas. Le pide sus manos. El mataco se las entrega y acepta la misión. Años más tarde, después de sufrir muchas calamidades descubre que su misión es cuidar a Paqui, un vividor que se dedica a cortarles el cabello a las mujeres contra su voluntad para después venderlo a las peluquerías. Este personaje no es así nomás. Hay dos rasgos que transforman nuestra aproximación si leemos la novela desde Bolivia. Dos miradas que nos pueden ayudar a descifrar a Paqui, y por lo mismo descifrar a Eisejuaz. La primera vez que el mataco se encuentra con quien sería el derrotero de su misión, lo ve tomando un bus a Orán. Bien vestido, se ríe del indio. Tiene un maletín. Es el diablo en dos de las muchas personalidades que adquiere en Bolivia. La primera me hace recuerdo justamente a Jesús Urzagasti, quien obviamente sabía que en el monte anda el diablo con traje lustroso y corbata. Pero ese diablo es parte del monte, por eso nunca ha sufrido la maldición de perder el humor, por eso es juguetón. Cuando Paqui agoniza arma un escándalo para que Eisejuaz recupere el maletín con que lo vio. Le dice que sin él no podrá vivir. El weenhayek hace lo imposible para recuperarlo. Paqui le muestra lo que tiene atesorado: cabellos de mujer y jabones. Entonces podemos recurrir a una lectura andina. En los Andes quien roba el alma y la vende como jabón, es el kari-kari. El que no se comunica y por lo mismo engaña. El diablo que fue el primero en pisar esta tierra con botas de soldado español. El diablo que no había.
Paqui es la mezcla de ambos demonios y a la vez no es diferente que ninguno de nosotros. Eisejuaz es el diferente. Su misión es cuidarlo. Paqui está inválido pero nunca sabemos por qué. Es el espíritu pálido y adormecido que la ciudad nos instala adentro. Para Agua que corre, este hombre es su misión en este mundo. Ha nacido para ser jefe pero no es jefe, porque su pueblo ya no es pueblo y sus hermanos ya no son weenhayek.
He leído algunas interpretaciones que dicen que no se sabe si Eisejuaz está loco, en el sentido alucinado de la categoría. Como si las oraciones a los ángeles de las cosas no fueran mensajes cifrados para los misteriosos ahats que lo rodean. Los que se refugian en su corazón. Un alucinado no renuncia ni sufre por las decisiones que ha tomado. Un alucinado no empeña su palabra y la cumple hasta enterrarse con lo que le han pedido que se lleve de este mundo. Sara Gallardo moldea un lenguaje propio justamente para que escuchemos las palabras con la misma lucidez que el “mataco” las escucha. Y no solamente las escucha, sino que las cumple.
El mundo no es binario, y se nota que eso Eisejuaz lo sabe muy bien. Por eso no todo lo que escucha viene de los mensajeros, el mismo canal es aprovechado por otros espíritus para ordenarle que vaya al cine, por ejemplo. Sin embargo, el peor castigo que sufre es cuando pasa temporadas sin escuchar a los mensajeros, y habla por ellos sin saber. Aun así él es testigo de que el mundo tiene ciclos y eso importa más que otras cosas. Cuando deja todo para llevarse al nefasto Paqui al monte, las voces lo colman. Ese patético ser, inválido ante el mundo verdadero se convierte en el único sendero para que Eisejuaz se encuentre con quien en verdad vive en él. Aun cuando en muchas de las pruebas que tiene que pasar, los mandatos vienen con “mezcla”. Porque Eisejuaz no es el indio puro e ideal que desciende de un mundo inmaculado. Vive con igual intensidad los siniestros males de nuestro tiempo. Se equivoca como todos. Pierde la visión y el aplomo, pero viene de otra parte. Es un corazón que recibe el mensaje cristiano y lo cumple como lo cumplió Abraham, Job o Moisés. Obedecer el mandato por más absurdo que sea. Eisejuaz no libera un pueblo. Ni siquiera se pregunta las razones por las que se le encomienda el mandato. Él es diferente, él es weenhayek.
Eisejuaz tiene un maestro, un maestro que trabaja como obrero. Cuando lo busca, el maestro no dice nada. Simplemente muele semillas de cevil y le da de fumar. Entonces Eisejuaz entiende todo porque puede ver con claridad su pasado, su camino y su misión. El cevil también se llama willka, y la willka es un enteógeno sagrado de las culturas andinas. Existen tablillas antiguas que demuestran el uso de la semilla de willka molida en culturas como la de Tiwanaku. Esta planta une al pueblo de los weenahayek con las culturas andinas. Esta semilla le devuelve las voces al mataco comprado por el señor. No podemos decir que estas voces son las que escucha un alucinado, porque estaríamos invalidando un mundo que desconocemos. Eisejuaz supera todas las pruebas que el señor le manda hasta el día que abandona este mundo. Por eso Eisejuaz podría decir con firmeza lo que decía Jesús Urzagasti citando a Franz Kafka: “estoy acosado, estoy elegido”.
Fuente: Revista 88 Grados