Kafka entre otros
Por: Luis H. Antezana J. (Cochabamba-Buenos Aires, abril de 2010.)
Natürchlich wurde sich niemand mit solchen Studien beschäftigen, wenn ist nicht wirklich ein Wesen gäbe, dass Odradek heisst. Es sieht zunächts aus wie eine flache sternartige Zwirnspule, und tatsächlich scheint es mit Zwirn bezogen; allerdings dürften es nur abgerissene, alte, aneinanderergeknotete, aber auch ineinanderverfitzige Zwirnstucke von verschidenster Art und Fabe sein.
Franz Kafka, Die Sorge des Hausvaters
…es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura.
Jorge Luis Borges, Quevedo
En lo que sigue, me ocuparé, básicamente, de indicar algunos ecos kafkianos en la narrativa boliviana. Un par de reflexiones sobre el universalismo (o cosmopolitismo) de Kafka será el umbral para dicha indicación.
Una de las connotaciones afines al cosmopolita como “ciudadano del mundo” es que este tipo de personas se sentiría “como Pedro en su casa” en cualquier parte del mundo. En el caso de Kafka, es casi un oxímoron pensar que su cosmopolitismo implicaría también la comodidad que supone esa connotación; pero, es un hecho que, ahora podemos encontrarle en cualquier parte y siempre —eso es lo importante— diciendo lo suyo. En otras palabras, Kafka no es de aquellos cosmopolitas que se mimetizan rápidamente en los nuevos entornos sino uno que lleva lo suyo a los lugares a los que llega y que, además, muy frecuentemente, altera y hasta transforma el horizonte literario de sus otras (posibles) residencias. En su caso, esa economía doméstica —valga la redundancia— tiene mucho más que ver con la “extraña familiaridad” (Umheimlichkeit), de la que hablaba Freud, que con, digamos, un migrante y literal “sueño americano” —aunque Kafka, como sabemos, no haya ignorado América. Y, así, ancho, ajeno y, a su manera, propio, le podemos reconocer y considerar ubicuo. En esa metonimia, pese a las apariencias, no resulta nada incoherente encontrarle en todo tipo de situaciones, aun extremas: en el canon de la literatura occidental de Harold Bloom, por ejemplo, es decir, como representante de la totalidad del siglo XX (1) y, un poco más allá, encontrarle como muestra excepcional de una “literatura menor,” de esas que, según Gilles Deleuze y Felix Guattari, se resisten a cualquier tipo de canonización vertical (2).
Después de Kafka y sus precursores de Borges, (3) sabemos que su versión literaria crea todo tipo de originales, pero no habría porqué limitarlos al pasado lineal sino, siguiendo a Walter Benjamin, bien podríamos considerarle errando laberínticamente para nombrarlo todo, futuro incluido y, ahí, sus influencias y posibles ecos no serían simplemente la utilización o aprovechamiento de sus logros sino elementos de su proceso de nominación, desplazado, en el tiempo, hacía muchos otros Sanchos que aprovechan los desquicios que provocan sus demonios. (4) En breve: toda literatura kafkiana, previa o posterior al checo, sigue intentando agotar el mundo o, dicho sea á la Mallarmé, sigue intentando agotar el libro hacia el que debería devenir el mundo.
En esta vena, Kafka sería el original de muchas versiones y de ahí, entre otros, el enorme alcance de su cosmopolitismo; pero, en su caso, es difícil asumir una diseminación inmediata, es decir, una que vaya directamente de Kafka hacia los kafkianos. La irreductible dificultad de su obra parece que exige intermediarios que ayuden a entenderlo. Un examen empírico de la recepción universal de la obra de Kafka probaría —estoy casi seguro—ampliamente este hecho. Cuando sale de su ghetto, Kafka transita siempre acompañado. La manera más fácil de asumir esta posibilidad es que —más allá de sus pocas publicaciones en vida— inclusive los más inmediatos lectores del grueso de su obra no pudieron evitar el puente tendido por Max Brod. Lúdicamente dicho, Brod es como el Borges de Cartaphilus —que también es Homero— o el Cervantes de Cide Hamete Benengeli: sin esos intermediarios no hay, en rigor, original para las versiones. ¡Qué habría pasado si, en efecto, Brod hubiera cumplido el mandato de Kafka! Más tarde, a lo largo del tiempo y sus laberintos de publicación y lectura, sí es posible asumir lecturas más directas de la obra de Kafka, pero, en principio, la diseminación del grueso de su obra no radica en esa posibilidad, antes, hay, por lo menos, ese decisivo intermediario, ese Horacio que nos dio la noticia: Max Brod.
Este pequeño rodeo por la teoría de la recepción quiere apuntar a dos blancos: en primer lugar, a que la apropiación lectora de Kafka tiende a necesitar de intermediarios y, en segundo lugar, a que nuestro reconocimiento del cosmopolitismo kafkiano difícilmente puede evitar el impacto de esos metalenguajes. Por así decirlo, en general, asimilamos a Kafka ayudados o guiados por lecturas previas o paralelas. Junto con la instrumentalidad histórica de Brod, el cosmopolitismo del texto kafkiano sería no una obra —su obra— como núcleo de irradiación sino, más bien, un abigarrado conjunto de hilos propios y afines —y de múltiples colores (cf. epígrafe). Como indican varios de sus estudiosos (Benjamin, Adorno, Robert, entre otros), Kafka mismo ya sospechaba este hecho: ese universo, su literatura, es como uno de sus más sugerentes y extraños personajes, es un Odradek, el personaje de “Las preocupaciones de un padre de familia.” (5)
Porque, como indiqué al principio, quiero destacar algunas huellas kafkianas en la literatura boliviana, debo subrayar que el Kafka que conozco —ese que reconoceré en autores bolivianos— es como ese Odradek, uno entornado de varios hilos discursivos, propios y ajenos. Puedo, por supuesto, realizar discernimientos, pero no puedo ignorar ese hecho. Mi recurso a las lecturas de Kafka es parte de la construcción de mi comprensión de su obra. Necesité de muchas ayudas para “entender” a Kafka. En rigor, llegué a él para tratar de entender “El proceso” de Orson Welles. Como no entendía la película, decidí acercarme a la fuente: a la novela misma, que fue mi primera lectura de su obra, poco después leí el volumen traducido y presentado por Borges (La metamorfosis). Como seguía perplejo, pero ya algo fascinado, no cesé de perseguir lo suyo y leí, casi al unísono, otros textos suyos y manuales o estudios sobre su obra. Por ahí, por ejemplo, pero después de Kafka, leí a Brod que, en mi caso, no fue tanto el intermediario fático de los orígenes históricos sino otra propuesta hermenéutica más. A la larga, han pasado muchos años, creo “entender” a Kafka —y “El proceso” de Welles— y, claro, tengo mis discernimientos. Walter Benjamin y Klaus Wagenbach, por ejemplo, serían mis favoritos. Y, operativamente, muchos otros, según las circunstancias, me ayudaron y ayudan a entenderle. Sólo guardo distancias con aquellas lecturas que, desde una cualquier hermenéutica, tienden a reducirlo a un único tema “fundamental.” Prefiero leerlo diverso y abierto. Por ahí anda el Kafka que suelo reconocer en otras partes del mundo.
Uno de los impactos de Kafka es el haber radicalizado las posibilidades de la ficción. A partir de él, ya no sólo se trata de narrar verosímilmente lo posible —criterio que, ahora, podemos aplicar hasta a la narración realista— sino de hacer verosímil aún lo imposible. Harold Bloom suele utilizar esa ruptura paradigmática para caracterizar la cuentística a partir de la segunda mitad del siglo XX y habla del cuento “antes de Kafka y después de Kafka.” (6) Como una réplica, valga el término, podemos reconocer ese mismo tipo de ruptura en la narrativa boliviana cuando y desde que Óscar Cerruto (1912-1981) publica su libro de cuentos Cerco de penumbras (1958). (7) Su impacto no desató un inmediato “efecto dominó” o algo por el estilo, pero, a la larga, mediando un par de cámaras de resonancia —como la consolidación de la renovación poética en Bolivia a partir de los 1960 y, casi inmediatamente, el eco local del boom de la narrativa latinoamericana—, su quiebre se hizo cada vez más evidente. No en vano, en 2008, se realizó un seminario académico recordando el cincuentenario de ese hecho (La Paz, Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés). Así, hoy en día, la narrativa boliviana se lee, pues, como “antes y después de Cerco de penumbras.” Kafka, obviamente, es un precursor de ese tipo de rupturas en el que la ficción sensu strictu altera los horizontes denotativos de los realismos. Convendría recordar, al pasar, que la previa narrativa boliviana fue dominantemente denotativa, casi totalmente volcada hacia el discernimiento discursivo de la realidad social y política del país. Pero, volviendo a Cerruto, “después de Cerco de penumbras,” por ejemplo, hasta un género tan radicalmente social y político como el de la narrativa minera boliviana se desplaza —en la obra de René Poppe, (8) notablemente— desde el tradicional social y político “exterior mina” hacia el más sombrío y fantástico “interior mina,” donde no faltan los inagotables laberintos de los socavones subterráneos ni algunos seres, hasta infernales, como El Tío de la Mina que impone su “rigor adamantino” al esquivo destino de los trabajadores en el interior mina. Por último, volviendo a Kafka, ya en los cuentos mismos, destacaría “Los Buitres,” no sólo por sus afinidades discursivas con el narrador checo sino, también, porque narra un viaje en tranvía que empieza aquí, precisamente, en Buenos Aires, y, poco a poco, se transforma en una pesadilla de metamorfosis a medida que avanza hacia el norte —¿Bolivia?— al que parece que nunca llega.
La obra de Jaime Saenz (1923-1986) también frecuentaría herencias kafkianas, tanto temática como discursivamente. Las imposibles búsquedas de sentido que Saenz frecuenta tanto en su poesía como en su narrativa provocan, como en Kafka, hasta el recurso a instrumentos trascendentes de explicación, como, por ejemplo, el de una “mística negativa,” o sea, una que, pese a su objetivo final, no tiene otro remedio que frecuentar oscuridades y tinieblas, márgenes y terrores, porque la Luz definitiva, bueno, se basta por sí sola. En el caso de Saenz, uno de sus caminos hacia la posible plenitud es la noche y sus excesos alcohólicos en los márgenes de la ciudad de La Paz, frecuentando las bodegas donde los aparapitas (9) rematan sus días y, a la larga, sus vidas. Antes, destaqué la imagen del Odradek como posible clave de la obra de Kafka. Saenz frecuenta una imagen parecida en su narrativa: la del saco de aparapita. Los aparapitas portan un saco hecho de remiendos, con todo tipo de retazos de las más diversas telas (“remiendos tan pequeños como una uña, y tan grandes como una mano;[…] remiendos de cuero y de terciopelo, de tocuyo, de franela, de seda y de bayeta, de jerga y de paño, de goma, de diablofuerte, de cotense y de gamuza, de lona y de hule,” anota Saenz) y cosidos entre sí con todo tipo de hilos (“hilo, pita, cordel, cable eléctrico, guato de zapato, alambre o tiras de cuero”). (10) Con el tiempo, nada queda del saco original salvo su forma y, porque los aparapitas recogen sus materiales en los basurales de la ciudad, en cierta forma, sus sacos sintetizan sus excesos, sus restos, sus sobras, sus pasados, como un Mertzbau dadaísta —o un cambalache porteño. Por otra parte, ese saco también indica la ciudad de La Paz donde crecen entreverados, prácticamente a cada paso, todos y cada uno de sus momentos históricos, desde antes de la Colonia hasta nuestros días, pasando por todos los períodos republicanos. No deja de ser sugerente que, pese a todo, ese caos de sobras y restos, ese conjunto de inútiles versiones y fragmentos, conserve latente la forma del saco original. Por ahí buscaba Saenz la plenitud que él denominaba “júbilo,” donde el horror y lo sublime son la misma cosa. También, como Kafka, Saenz puebla su narrativa con todo tipo de personajes extraños, casi siempre trazados con una perspectiva lúdica, a veces grotesca, indicativa de otros sentidos más que los habituales. (11) Saenz se sentía comodísimo en su ciudad de La Paz, pero ello no le impidió buscar quién, en rigor, acompañaba a quién: ¿el cuerpo al yo, o a la inversa?; ¿la muerte a la vida, o a la inversa?; ¿el horror a la plenitud, o a la inversa? Eso sí, en su caso, sólo la noche le permitía llegar, quizá, a la plenitud del día. Para él, como para Kafka, el problema era cómo avanzar en los laberintos de la vida y la muerte, o sea, en su caso, cómo “recorrer esta distancia,” título de uno de sus más notables poemas.
Hasta aquí, las indicaciones. En breve: por su impacto en la literatura boliviana, Kafka sería un nómada que provoca quiebres en las literaturas que le acogen y que, mientras recorre o ayuda a recorrer insalvables distancias, permite rescatar todos los detalles y restos que también son nombres en y para el mundo.
NOTAS
(1) “Kafka: Canonical Patience and ‘Indestructibility’,” The Western Canon (New York, Riverhead Books, 1994: 416-430).
(2) Kafka. Pour une littérature mineure (Paris, Les Éditions de Minuit, 1975).
(3) En: Otras inquisiciones, Obra completa (Buenos Aires, Emecé Editores, 1974: 660-666)
(4) Cf. Walter Benjamin, “Franz Kafka. Zur zehnten Wiederkehr sein Todestages,” “Franz Kafka: Beim Bau der Chinesischen Mauer,” Gesammelte Schriften (Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1980, Band 2: 409-438, 676-683).
(5) “Die Sorge des Hausvaters,” Erzählungen (Frankfurt am Main, Fisher Taschenbuch Verlag, 1976: 129-130). Ese modelo, desde ya, ha sido destacado por varios estudiosos; cf., por ejemplo, Seul, comme Franz Kafka (Paris, Calmann-Lévy, 1979, especialmente: 251-257) de Marthe Robert.
(6) También, dicho sea de paso, suele asociar, con el mismo alcance, a Borges y Kafka: “El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista […]. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentistas tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas” (Cómo leer y por qué. Tr. Marcelo Cohen. Bogotá, Editorial Norma, 2000: 67-68).
(7) Cf. la nueva edición comparada y anotada (La Paz, Plural Editores, 2000)
(8) Cf. su compilación, Compañeros del Tío. Cuentos mineros (La Paz, Plural Editores, 1997).
(9) Los aparapitas son los indígenas (sobre todo, aymaras) que han migrado del campo a la ciudad de La Paz y que sobreviven como cargadores en los mercados, paradas de buses o estaciones de trenes.
(10) Cf. la novela Felipe Delgado ([1979] La Paz, Plural Editores, 2007: 124).
(11) Para los personajes saenzeanos que pueblan su peculiar ciudad de La Paz, cf., por ejemplo, Los cuartos (1985), Vidas y muertes (1986), La piedra imán (1986).
Fuente texto: Ecdótica
Fuente ilustraciones: Cracked