Por Iván Gutiérrez
Gabriel Mamani Magne, el año pasado, lanza la novela corta “El rehén”. Tener que leerla imprime una perspectiva de valoración alta, ya que el trabajo previo, la novela ganadora del premio nacional, “Seúl, São Paulo”, desprende fascinación y una experiencia de lectura enriquecedora, novedosa y filosa en cuanto a lo que es, como propuesta frente al espectro amplio de la literatura de “primera línea” o de la que se establece como la más galardonada, o internacional desde la prensa y eventos del libro en nuestro país.
La mayoría de opiniones en la red y de las presentaciones de este libro que se pueden conseguir; parten de dos consignas de lectura. La primera: se centra en un esfuerzo que, si bien tiene un enfoque por recuperar las bondades narrativas de la novela, principalmente trata de emparentarla desde puntos muchas veces forzados, a una relación con determinados discursos de una imposición de tradición contemporánea, más cercana a la publicidad que a la exploración de la profundidad del proyecto literario. La segunda: se suele esquivar el posicionamiento de perspectiva de clase crítica social que Mamani plantea desde el relato de la novela, que, desde los ejercicios interpretativos publicados, termina siendo desviado o reducido y perdiéndose ese factor determinante de la composición crítica del proyecto del autor. Quedando textos posicionados en la centralidad de un solo elemento rector y entretenido; la cumbia, que, si bien tiene mucha relevancia, termina siendo en el desarrollo de la trama un detalle ornamental exquisito, pero que de ninguna manera consume o sintetiza lo que la narrativa y la exploración del proyecto de esta novela tiene como más enriquecedor, y en el peor de lo casos se genera entre líneas de aquellas lecturas una especie de pensar la territorialidad de la novela solamente como un tipo de turisteo de lo marginal o lo popular.
El Rehén moviliza a una pregunta que exige pensarla desde capas de profundidad. La primera o la que marca una reflexión tendida en lo superficial de explicarla, sería que podemos responder al fundamento del título desde la acción central que da movimiento a la novela. El hecho de un secuestro planeado por un padre divorciado, metido en una depresión y descontrol que lo lleva a golpear a su bronca de trabajo, y esa situación lo confronta a una dificultad económica, que dirige a la planificación casi de complicidad con los hijos de fingir el secuestro de estos.
Pero la pregunta que sirve de móvil en la historia comienza a disparar tensiones que a través de las acciones narradas crean una distancia con la tragedia de los hechos y más bien nos permite acceder a una panorámica de la visión de unos niños tratando de acaparar su estancia en el mundo. El juego, la caricia, el asombro, el miedo, la urgencia de la sobrevivencia, la curiosidad sexual, el sobresalto de amar, la sorpresa por descubrir la rotación de la tierra, en síntesis, la siempre exuberante experiencia de amalgamarse a la otredad.
La pregunta entonces se dispara en ese órgano de palpitaciones que sabe responder al rostro ajeno, cuando el corazón delata en el movimiento de sus piezas la extensión a la invitación de compartir el mundo con ese otro al cual de repente entendemos, pero que no llegamos a comprender. La mayor pasión de nuestra condición terrestre se atrinchera en la furiosa necesidad por interpretar el mundo que nos rodea. La historia de la humanidad es un lema constante a lo desgarrante de aquella curiosidad.
El rehén nos pone como lectores frente a las consecuencias de la dificultad por retener a pesar de las consecuencias, aunque sea en la inmediatez de los actos, aunque sea desde el aparente marco expresamente funcional, a ese otro que en mayor y menor medida va desapareciendo. El padre desaparece a la narrativa de una familia, a la desesperante perturbación de ver quebrada su hospitalidad mental de contarse una historia frente a sus iguales, la mujer se le ha ido, la mujer lo ha dejado. Su propia condición de hombre macho queda quebrada, ante una mujer que se establece como pieza de lucha en el mismo trabajo, casi apartado a la exclusividad masculina; ser chofer de un minibús en La Paz.
La forma de recomponer esa historia quebrada frente a la necesidad de sobrevivir a la ley del castigo, es escribiendo, secuestrando el cuerpo a la conversión de ser material vivo de la inventiva de una historia. El secuestro se va metaforizando como una salida acaparable a la escritura. Escribir, inventar, engañar para no perderse en la aplastante dirección del castigo de vivir con nuestras errantes decisiones. Los niños saben sobre la mentira y como lectores enamorados a un libro deciden participar en aquel disfrutable y revitalizante engaño. Creándose en el interior de ese nuevo mundo que tiene los límites de una casa de adobe en la periferia paceña que solo existe desde la piedra fundacional de una mentira, a pesar del peligro que tiene todo territorio que se radicaliza en una historia de ficciones tomadas por ley, que convierte a los sujetos en creyentes acérrimos, es decir, rehenes de la pérdida del sentido, promocionándose en el patetismo de absurdas expresiones religiosas, políticas, regionales, pasionales, etc. Qué es lo que hace que el sentido común desde los protagonistas (solo válido al mundo de los niños, porque los adultos pertenecen a esa categoría radicalizada) nunca sea perdido; es la capacidad esencial de ser niño, y confiar de las virtudes del juego. Lo que termina dando un giro en la apreciación de la aparente construcción del relato.
El rehén es aquel que se pierde en esa explanada planicie de la cabeza que es consumida por un pasado que ya no es posible de reparar y del que ni siquiera la sensibilidad de una vida mejor ha quedado, ya que la descomposición del tiempo en la memoria y las decisiones sostenidas en el anclaje de la derrota no permiten asimilar la libertad y la belleza de contemplar desde el techo, la enormidad de calles con casas iguales, que están dispuestas a ser exploradas (la petición a cobrar del personaje, ante todas las posibilidades del mundo, es simplemente, conocer lo que hay en un par de cuadras más allá), aunque en el final el giro puede terminar consumiendo esa vitalidad de vivir, el goce del salir a conocer, en una especie de clave de Odiseo que es regulado desde el castigo de la ley del destino. Un carro policía esperando en la puerta (dejando claro que no es posible volver al mismo lugar) es el que corta la idealidad del futuro, de, aunque sea por un momento tener la convicción de haber triunfado en honor al engaño.
“El rehén” no es una novela sobre el divertimiento de la cumbia y la historia de una familia de barrio marginal que se convierte en un detalle de cortina. Es una novela que desde ese recurso y con la habilidad literaria de Gabriel Mamani nos confronta al ruido, al bullicio de esquivar la realidad en ese espacio muerto de movernos de una distancia a otra y pensar. Donde el pasado se hace pesadamente presente, donde pensar es una forma de secuestro a nuestra susceptibilidad de crecer y de olvidar lo que es jugar. “El rehén” no es una novela de alcohol y personajes arquetípicos de la literatura paceña, es una novela que nos cuenta sobre la vitalidad de crecer y de esforzarse por comprender a ese ajeno, que tanto necesita de la extensión, a pesar de nuestras violencias narrativas individuales, de darnos la mano y cobijarnos ante nuestra estadía de complicidad por sobrevivir, aunque a veces tengamos que fingir nuestro secuestro.
Fuente: La Ramona