Un libro audaz de Antonio Paredes Candia
Por: Víctor Montoya
El libro de Antonio Paredes Candia, De rameras, burdeles y proxenetas*, está lleno de datos sugerentes y anécdotas inverosímiles. Se trata de un libro audaz que tiene la facultad de ayudarnos a observar la cara oculta de un país, donde existen historias clandestinas de las que todos saben algo pero de las que nadie quiere hablar. De rameras, burdeles y proxenetas, lejos de la mojigatería y la doble moral de los epígonos de la sociedad conservadora, es la radiografía de una urbe cuya vida nocturna, galante y desenfrenada, está censurada por los padres de la Iglesia y castigada por la ley.
Paredes Candia, sin asumir la pose del fraile florentino, observa con tristeza cuán repulsiva es la sociedad y el hombre que, a pesar de guardar las apariencias, esconde en el fondo del alma una doble personalidad que lo revela con sus defectos y debilidades, pues en todas las épocas y sociedades han existido proxenetas, prostitutas, ninfómanas, violadores y todas las variedades inherentes a la condición humana; y que Bolivia, como cualquier otro país, forma parte de ese conglomerado humano cuya actividad sexual justifica su existencia como especie sobre la faz de la Tierra, a pesar de los tabúes y los prejuicios propios de nuestra cultura. No en vano Paredes Candia advierte en la nota de introducción: “No hay por qué asustarse ni poner cara de monja boba al leer este librito, que presumiblemente, sólo completo, podrán leerlo los lectores del año 2050. Antes no podría publicarse, debido a que la mentalidad del boliviano aún es aldeana, prejuiciosa, y con todas las limitaciones que calca la provincia en el alma humana” (p. 12).
El libro, dividido en dos partes, rescata las calles, los callejones y los burdeles que sucumbieron bajo el impulso renovador de la urbanización moderna, pero que son memorables por su pasado lleno de encanto y alegría, como la calle Ch’ijini, el callejón Condehuyo, la calle Sucre, el callejón Topater, la calle Coroico, Uchumayo, Sajama y la Jenaro Sanjines; calles y callejones serpenteantes, sin aceras, de tres metros de calzada y unos doscientos metros de largo, donde se ampararon las prostitutas de tierra adentro, como la Muda, la tuerta Pastora, la negra Victorina, la Polaca, la ch’aja Rosa, la Caballo, las Mutinchas; y, por supuesto, las prostitutas de origen extranjero, como “las limeñas” o “las chilenas”, integradas por mujeres cuyos atributos hacían perder la cabeza no sólo a los parroquianos del vulgo popular, sino también a más de un personaje notable de la ciudad. En los prostíbulos más cotizados se dieron cita los hombres influyentes del Estado boliviano, mientras una orquesta, generalmente compuesta por piano, batería y bandoneón, interpretaba tangos o un fox-trot alegre y picaresco. Eran burdeles que, según los datos registrados en la obra de Padres Candia, durante mucho tiempo dieron celebridad a la vida galante de la ciudad de La Paz.
Las “casas de citas” se propagaron también en la ciudad de Sucre, Potosí y Oruro, donde concurrían jóvenes y viejos -de los más diversos estamentos sociales-, con el fin de aplacar sus impulsos naturales y poner a prueba sus fantasías eróticas. De otro lado, resulta interesante anotar que el nombre oficial de las prostitutas se encubría generalmente detrás de los apodos que les ponían las “mama grandes” o proxenetas, para protegerlas de los agravios y la mentalidad aldeana de los vecinos, quienes no siempre estaban dispuestos a tolerar el funcionamiento de un “antro de perdición y depravación” al lado de sus hogares, aun sabiendo que los hombres solteros, de no existir estas “mujeres de mal vivir”, estarían reducidos a consolar sus deseos íntimos con la “María Manuela” (término popular de la masturbación, que Paredes Candia rescata del habla coloquial). Más todavía, el autor reflexiona sobre la falta de tolerancia, la censura moral y el rechazo a la pasión carnal, y dice: “Las autoridades y el pueblo sensato tienen que entender y aceptar el funcionamiento de burdeles si no quieren cobijar una juventud aberrada” (p. 70).
Hasta aquí se entiende perfectamente el planteamiento y la intención del autor, quien, sin embargo, sorprende cuando trata de “repetición común, vulgar y popular”, la afirmación de que la prostitución sea “el oficio más antiguo de la humanidad”. Por el contrario, considero que la crítica de Paredes Candia induce a creer que la prostitución es un fenómeno social propio de las ciudades modernas de los últimos siglos y no la profesión femenina más antigua conocida en los anales de historia, pues prostitución hubo en la antigua Babilonia, Grecia y Roma, y de la prostitución se da cuenta incluso en las Sagradas Escrituras. No es casual que la prostitución sea también antigua en Bolivia. Ahí tenemos a Jiménez de Espada, quien, en sus Relaciones geográficas, informó que en la Villa Imperial de Potosí, en el año 1603, habían 120 prostitutas españolas y muchas indígenas dedicadas al “ejercicio amoroso”. Otros cronistas señalan que en 1545, tras el descubrimiento del “cerro que manaba plata”, se concentraron, junto a virreyes y capitanes generales, cientos de tahúres profesionales y prostitutas célebres, a cuyos salones lujosos acudían los conquistadores que no sabían cómo derrochar su fortuna.
La prostitución ha sobrevivido a lo largo de los siglos y ha formado parte de una que otra contienda bélica que Bolivia sostuvo con los países vecinos. Paredes Candia revela, por ejemplo, que el gobierno de Daniel Salamanca decidió que era conveniente proporcionar prostitutas profesionales a los oficiales y soldados destinados a la Guerra del Chaco (1932-36). “Se organizaron tres regimientos de prostitutas, a las que transportaban a la línea de fuego y a puestos avanzados, con la finalidad de tranquilizar sexualmente a oficiales y soldados (…) En Villamontes, en el tiempo que duró la contienda, se instaló un prostíbulo de mucha fama; se lo conocía por ‘La casa blanca’, donde una hermosa prostituta apodada ‘La Marihuí’, sólo aceptaba comercio sexual con aviadores. En tono jocoso le decían que era especialista en servir a las fuerzas aéreas. En la misma casa, otra prostituta apodada ‘Mis Chawaya’, servía a suboficiales y grados superiores, nunca a los solados. Ese menester dejaba que cumpliera otra prostituta apodada ‘La mira quien viene’” (pp. 72-73).
El libro entrega, como dato curioso pero útil para el lector, una lista de nombres vulgares usados por proxenetas y prostitutas en las diferentes regiones del país, además de los dos “Reglamentos de las casas de tolerancia”, dados a conocer a principios del siglo XX, aunque el primer burdel oficial de Bolivia data de 1875, instalado en la ciudad de La Paz, con el conocido nombre de “La casa de las limeñas”, debido a que las mujeres que ejercían el viejo oficio provenían de la vecina república del Perú. Luego se instaló “La torre de oro”, compuesta por mujeres de origen chileno y regentada por la Blanca, “una chilena que hacía honor a su nombre porque era una mujer de blancura alabastrina y hermosos ojos verdes; de porte alto que parecía una walkiria” (p. 41). No es menos célebre el caso de doña Ana Ramírez, quien supo administrar uno de los burdeles más afamados de principios de siglo XX. Según refiere Paredes Candia, la prostituta Ana Ramírez “era una chilena bella, de cuerpo bien formado que lo mantenía aun estando madura, y tenía de costumbre, después de engurgitarse unas copas, desnudarse completamente y caminar por el salón sentándose en las rodillas de todos los hombres que le caían bien y pidiéndoles que le hicieran cosquillas en el clítoris. En su tiempo fue la proxeneta de mayor categoría y su burdel el mejor de la ciudad. Murió en un accidente aéreo, cuando regresaba de Chile trayendo una cantidad de nuevas pupilas para su casa” (p. 48).
Se sabe también que estos establecimientos, con o sin el consentimiento de la población civil, fueron aceptados por las autoridades municipales de la época, y cuya reglamentación, dividida en 9 capítulos y 47 artículos, fue firmada por el Alcalde, el Presidente del Concejo y el Oficial Mayor, el 15 de junio de 1906. El segundo “Reglamento de prostitución” es de 1928 y contempla, entre otros, los siguientes artículos: “2.- Se prohíbe el establecimiento de dichas casas en el centro de la ciudad, así como en las cuadras donde existan iglesias, escuelas, colegios, etc., no pudiendo situarse dos en una misma cuadra… 18.- Las regentes están obligadas a proporcionar la atención médica a las prostitutas que sufran de afecciones que no sean venéreas ni otras de carácter infecto-contagiosa e impedirán el trato de las que estén embarazadas o en la época menstrual… 30.- Toda prostituta está obligada a tener en su habitación: agua en abundancia, un bidet, un irrigador de colgar, toallas limpias, jabón antiséptico, saliveras y soluciones antisépticas tituladas…” (pp. 99-105).
Al cabo de cerrar las tapas del libro, y sin la menor intención de moralizar, me reservo la duda de que la prostitución sea un mal necesario y un “dulce oficio”, sobretodo cuando pienso que la drogadicción y el alcoholismo están presentes en más de la mitad de las prostitutas, quienes, a su vez, han sido víctimas de abusos físicos y agresiones sexuales en la infancia. Los otros aspectos de este tema controvertido corresponden a la historia: si en la sociedad esclavista se establecieron las bases de la prostitución, en la sociedad capitalista se las consolidó y legalizó, y no porque la mujer haya elegido voluntariamente este oficio, sino porque su situación social y económica la obligó a vender su cuerpo para sobrevivir a su tragedia personal y, en muchos de los casos, para dar de comer a sus hijos.
En la actualidad, la prostitución no sólo se ejerce de noche, en los burdeles y las calles a media luz, sino también a plena luz del día. Las prostitutas han abandonado los burdeles clandestinos para invadir las calles céntricas de la ciudad. Y, así las autoridades pertinentes prohíban y castiguen la prostitución ilegal, las proxenetas, que viven de este oficio rentable, siguen ofreciendo sus servicios al mejor postor, sin importarles que sus “pupilas”, aparte de estar desposeídas de los más elementales derechos humanos, estén expuestas al contagio de enfermedades de transmisión sexual. Por lo demás, la prostitución, al no ser un fenómeno caído del cielo como castigo divino, es el reflejo de una sociedad decadente y una de las manifestaciones más denigrantes de la dignidad humana, al menos, mientras la mujer esté obligada a ofrecer su cuerpo a cambio de dinero.
* Paredes Candia, Antonio: De rameras, burdeles y proxenetas, Ediciones Isla, La Paz, Bolivia, 1998, 114, pp.
Fuente: Ecdótica