De oficinistas, distopías y libros imperfectos
Por: Brayan Mamani
Con máculas de La tregua de Benedetti, pasando por Kafka, Chejov y el realismo sucio de Raymond Carver, hasta desembocar en la tradición porteña, El oficinista (Seix Barral, 2010), del argentino Guillermo Saccomanno, es una novela hipnótica, atrapante, cadente y arrebatadora, como una película de Andrei Tarkovsky. Situada en las antípodas de la novela-ensayo o la gran novela-edificio, esta obra promueve en el lector una reflexión sobre el amor, la decadencia de la familia, el sexo, el desarrollo y las relaciones de mando-obediencia. Todo esto a través del prototipo de ser humano de la sociedad moderna, un hombre de cuarenta y tantos años, con un matrimonio que ya roza la veintena e hijos que parecen chacales, mediocre, rutinario y gris como el cemento: el oficinista.
En las orillas del policial y la ciencia ficción, las aguas de esta obra son las del lenguaje directo. La historia lineal. La oración corta. El golpe artero y sugestivo (quizá efectista). Saccomanno ejerce sus dotes de guionista de cómics y escribe como si lo hiciera para un dibujante (no olvidemos que, según el propio autor, en primera instancia, la historia de El oficinista estaba destinada a ser un cómic). Y el dibujante es el lector.
El oficinista es la historia de un hombre sin nombre, un oficinista -por supuesto- que vive en un mundo distópico, donde helicópteros artillados sobrevuelan la ciudad, niños asaltan subterráneos, indias paren a mitad de la calle como si se tratara de un espectáculo, perros clonados revolotean los basureros mientras bombas y más bombas estallan en una ciudad en la que casi siempre está nublado. El oficinista es un hombre tímido, parco, sumiso y cobarde, “un personaje secundario en la vida de todo el mundo”; tiene una esposa gorda y mandona y una legión de crías que solo lo saludan para obtener dinero o una nueva laptop. El jefe del oficinista confía en este. El oficinista le retribuye esa confianza trabajando hasta tarde, delatando a un compañero, falsificando su firma y encamándose con su amante: la secretaria. Precisamente, será ahí, en ese cuerpo joven y en apariencia mojigato, donde girará la trama de la novela. La resurrección producida por la secretaria será el argumento para demostrar que no todos somos lo que aparentamos, que debajo de cualquier caparazón gris y oxidado siempre se encuentra un bouquet de posibilidades, un organismo vivo, apasionado, feroz.
Para el oficinista, las apariencias no son de confiar. Sólo es cuestión de tiempo, piensa, de ser paciente y esperar para que la oportunidad llegue y las posibilidades se transformen en acciones, en cambios. En El oficinista el cambio sucede gracias a la secretaria. Es su presencia lo que origina la posibilidad del amor. Un amor egoísta, henchido de celos y sexo culpable. Porque, para el oficinista, el amor, más que un acto noble, es algo egoísta: “Uno se enamora porque el otro lo hace sentir a uno mejor de lo que es. En el amor no importa el otro. Importa lo que el otro nos hace sentir. Sin el otro no somos nada”. La sensación de amar nos transforma, o, como reflexiona el personaje: “El amor es una enfermedad que lo vuelve a uno laosiano”. El amor, el egoísmo legitimado, nos vuelve otros.
A este amor mezquino y temeroso se suma otro anhelo: la felicidad. Pero ¿qué es la felicidad? En la novela, la felicidad es un desdoblamiento de la espera. Todos esperamos. El oficinista espera. Sus hijos esperan. También la secretaria. Por sus esperas, cada uno de los personajes -cualquier personaje del mundo- puede ser definido. El oficinista quiere amor, quiere demostrar que no es lo que aparenta ser. Sus hijos esperan dinero para comprar televisores, computadoras, teléfonos celulares. La secretaria espera algo indefinido, algo que no se parece al amor y que a veces toma forma de deseo, otras veces de silencio, otras de desdén. Al igual que en La tregua de Benedetti, la felicidad no es más que un intermedio: un breve instante en el que creemos conseguir eso que pensamos que es la felicidad. Escribe Saccomanno: “Tal vez la felicidad está en las ganas de ser feliz”. Así, nuestro oficinista es un feliz eterno, un feliz perenne porque siempre espera. Su felicidad, la de todo el mundo, no está al obtener las cosas que se espera sino en los instantes en que se las espera.
Sin embargo, muy a pesar de todo ese paisaje ahogante y reflexivo que en gran parte hace de la obra un golpe categórico contra el convencionalismo y la tecnificación de la literatura, la historia se ve mermada por una sobrecarga de elementos, episodios e, inclusive, capítulos. Al ritmo cadencioso e hipnótico de los dos primeros tercios de la novela, le sigue una prosa igual de contundente pero saturada, condimentada con elementos interesantes pero que no terminan de condensarse en el resto de la obra. De esa manera, lo acompasado se transforma en letárgico, lo hipnótico en falsete. Saccomanno tiene oficio, pero episodios como aquel en el que el oficinista visita una iglesia y escucha la palabra del cura o aquellos correspondientes a los constantes bombardeos de los que, ¡oh, qué suerte!, el oficinista sale siempre ileso, quitan credibilidad a la novela y pinchan aquel globo limpio y moderado que hasta aquí la caracterizaba.
Partiendo de la premisa de que no existe novela perfecta, de que a toda historia le faltan o le sobran palabras (el mismo Borges, cuando le preguntaron sobre Cien años de soledad, dijo “le sobran veinte páginas”), diremos que, por principio, El oficinista es una novela imperfecta. Es decir, dentro de los márgenes imperfectos de la novela en general, El oficinista llegaría a ser un contenido descaminado dentro de un continente defectuoso. Sin embargo -y aquí apelo a la parte más inexplicable del acto de la lectura: el momento en el que, a sabiendas de que lo que leemos es irreal y en algunos casos desacertado, queremos continuar, queremos vivir aquella vida falsa, esquivando las exageraciones, la inverosimilitud, haciendo caso omiso a todo eso que algún técnico de la literatura calificaría como “mal cortado”-, a mi criterio, lo sobrecargado del la novela concatena espléndidamente con el personaje-mundo que Saccomanno describe. ¿Acaso un personaje imperfecto como el oficinista no merece un continente también imperfecto? La mente atormentada del oficinista es un reflejo del universo que lo alberga: un libro conmovedor y terrible, hipnótico y errático, vivo, tal vez demasiado. El oficinista nos muestra que Vargas Llosa y su técnica flaubertiana no son aplicables a todos los casos: hay obras mal recortadas, a las que les sobran páginas (en El oficinista sobran más de cinco capítulos), pero que, en su imperfección, logran perturbar y hacer aquello que cualquier narrador intenta desde el primer día en el que agarra un lápiz, una computadora o una máquina de escribir: decir algo.
Fuente: Ecdótica