Cuentos del Pacífico Sur, de Yuri Soria Galvarro
Por: Ramón Rocha Monroy
Quiero presentar a Yuri Soria Galvarro, un escritor nacido en Cochabamba y radicado en Puerto Montt, en el Pacífico Sur de Chile, donde escribió estos cuentos que son testimonio de su madurez creativa y recogen algunos de sus recuerdos como ingeniero marino. Él es hijo de un médico generoso, nacido en Cochabamba, es de la brava familia Soria Galvarro, a la cual pertenecía Roberto, autor de una novela inolvidable llamada El Tesoro del Sacta, que todavía luchamos por editar aunque ya se filmó parcialmente en un mediometraje de 90 minutos.
Yuri es boliviano y es un hombre de mar. Como todos los seres humanos que viven a orillas del océano y entre cientos de islas, Yuri sabe que vivir allí no es así nomás, como diría Jaime Saenz al referirse a la poesía. Vivir en el mar entraña tremendos peligros, porque el mar tiene corrientes secretas y en su resollar constante amenaza ahogarte con el menor pretexto y te exige saber luchar en altamar contra la tormenta y bucear sus profundidades, o bien se sale de madre y arrasa con todo en un maremoto o un tsunami. Peligros que quienes viven en el mar consuelan en el bar, a orillas de una cerveza o una botella de vino a veces agrio, con el gorro de lana puesto aunque haga sol, la chaqueta y la chompa marinas que raras veces se quitan. Porque vivir cerca del mar es vivir en la humedad y el frío, abierto a todas las aguas, a todos los vientos, a todos los continentes, a la influencia de todos los pueblos que tienen mar.
Hace poco escuché que en las minas bolivianas la muerte es una costumbre tan cotidiana que los hijos no lloran a los padres muertos, menos las viudas, porque ya pasaron por la tragedia 3 o 4 veces. Esta constatación es la esencia de Los cementerios mineros, una página memorable de Sergio Almaraz. Internarse en la mina es perder un tanto la vida; quizá por eso las farras de los mineros son y eran tan ruidosas, como si fuera esa noche la última vez. Y bueno, yo que soy montañés, como muchos acá, pienso que vivir en el mar se parece a vivir en la mina; y que así como es frecuente que uno acabe de minero, así uno suele acabar de buzo o de marinero de un transatlántico o de una lancha de pesca. Si en la mina el polvo te ataca a los pulmones, bucear te jode la presión, según explica Yuri porque el aire artificial que se respira tiene un 80 por ciento de nitrógeno, que explota como agua con gas embotellada.
Recuerdo que en mi primera juventud me asfixiaban las montañas porque yo quería ese horizonte rectilíneo que te da el trópico o el mar, como esa tapa maravillosa del libro, que es una fotografía tomada por Yuri; pero ahora la montaña me cobija y no sabría vivir lejos de ella, con un horizonte abierto.
De esa sustancia están hechos los cuentos de Yuri, pero también de esa gracia chilena por decir y nombrar las cosas, como ese gringo tan blanco que tenía el pellejo como caca de gaviota, o esa forma de salir con las cajas destempladas que es salir apretando el cachete, o alguien que huye como si le hubieran quemado el culo con un fierro de marcar ganado o ese viento que hacía volar las piedras.
Vivir en el mar es pertenecer a la raza de Herman Melville, de Simbad el Marino y de Ulises, es vivir en altamar con la nostalgia de la tierra y en la tierra con la nostalgia del mar, entre la cueva terrestre y la intemperie acuática. De esa sustancia están hechos estos cuentos.
Una última reflexión: René Zavaleta decía que a la clase gobernante en la guerra del Pacífico, más le hubiera dolido perder a la Virgen de Copacabana. El mismo Zavaleta abunda en nuestra condición de gente de tierra adentro. ¿Por qué, entonces, la hondura de esa nostalgia del mar?
No he encontrado mejor respuesta que aquella que escribe Rodrigo Mita Molina. Y dice:
Pero bueno, la cosa es más antigua y más profunda, como la piel de una mujer. El hombre del altiplano ha estado ligado vitalmente a las costas del pacífico desde hace miles de años… En Atacama no estuvieron nunca ni araucanos ni españoles. La nostalgia es entonces más entrañable, es “originaria”. Y ya que hablamos de lo originario estaría bien recordar lo que dijo alguna vez Aníbal Ponce sobre la nostalgia del mar: “la temperatura de los mares ancestrales sigue siendo todavía la temperatura óptima de la vida celular. No es, pues, al azar que el mar encuentra resonancias profundas en nuestra estructura anímica. Porque el mar mismo es el que rueda en nuestra sangre.
¡Llevamos el mar, amigos, debajo de la piel!”.
Fuente: Ecdótica