Rezo por vos
Por: Liliana Colanzi
(N. del E. Un hermoso cuento de Liliana Colanzi. Qué lo distruten!)
Estaban borrachos cuando él se lo propuso. Ir a una parroquia de pueblo y pedirle a un cura que los casara ese mismo instante, luego volver a la chichería y continuar bebiendo como si nada hubiera sucedido. A ella le sonó como la idea más divertida del mundo.
Esperá, dijo ella, casi desmayada sobre su propio brazo. Primero me acabo esta cerveza.
Las moscas zumbaban alrededor de las botellas vacías apiladas en la mesa. Ese día no fueron a la universidad. Tampoco habían ido el día anterior. Estaban celebrando; él acababa de regresar de su gira de un mes en camión por todo el país, acompañado de un par de amigos de la infancia. Le contó lo que le había ocurrido: se le había acabado el dinero justo al final del viaje y tuvo que vender sus pertenencias para pagarse el ticket de regreso. No le quedó más remedio que dormir en el pasillo del autobús, tiritando de frío y sin ningún abrigo. Le había pedido permiso a una chola para taparse con los refajos de su pollera. La mujer se negó, indignada.
Ella se reía muchísimo con sus historias. En la rockola sonaba Rezo por vos: habían colocado suficientes monedas en la máquina como para asegurarse de que sólo pasaran sus canciones favoritas toda la tarde. Él le puso la mano sobre la pierna, como al descuido. Los dos habían sido infieles y de algún modo lo sabían, pero ¿a quién le importaba eso? Ya habría tiempo para rectificar sus errores con otras parejas.
Se decidieron por la carretera este después de echar una moneda al aire. Nunca antes habían tomado esa ruta. Se detuvieron a comprar más cervezas en el camino; él las pagó. Iban peleando por el control de la radio.
No me dejás conducir, protestó él. Nos vamos a chocar.
Vieron a un hombre parado al lado de la carretera y él se detuvo para recogerlo.
Estás loco, dijo ella, de mal humor.
Hoy por ti, mañana por mí. La ley de la carretera.
Boludo. No tengo ganas de jugar a la buena samaritana.
Él se inclinó para besarla. Al hacerlo, le pasó una mano por la cabeza y le jaló el cabello. Ella lo mordió.
¿Adónde van?, les preguntó el hombre del otro lado de la ventanilla. Sus ropas estaban manchadas de grasa, como si hubiese estado trabajando debajo de un automóvil.
A casarnos, dijo ella, bebiendo de su lata de cerveza.
El hombre se les quedó mirando.
Suba, le ordenó él. Lo llevamos.
El hombre era taxista. Se le había arruinado el auto y les pidió que lo dejaran en la siguiente estación de servicio. Le invitaron una lata. El hombre permaneció en silencio durante los siguientes veinte minutos. Antes de bajarse quiso pagarles, pero ellos no se lo permitieron.
Rece por nosotros, le gritó ella, agitando la mano por la ventanilla, mientras el hombre se convertía en un punto en la distancia.
Boluda, se rió él. Si no creés en Dios.
Y qué.
Dejaron atrás varios pueblitos, todos idénticos. La luz se fue haciendo anaranjada; era el final de la tarde. Los pensamientos de ella empezaron a nublarse con el alcohol. Nunca se habían quedado a dormir juntos luego de hacer el amor. Ella siempre recogía sus cosas de prisa y regresaba a casa de sus padres con las primeras luces, manejando en zigzag y con el viento del amanecer en la cara, la música a todo volumen para no caer en la ensoñación del cansancio y la borrachera. No había querido acostumbrarse a despertar a su lado. Lo nuestro no es el futuro, pensaba. El futuro no existe cuando se tienen dieciocho años.
Pará, pidió ella de pronto. Abrió la puerta del auto y vomitó a un costado. Él no la ayudó.
Ya no voy a poder besarte, se quejó él en broma, mientras abría otra cerveza.
Sólo se dio cuenta de que algo andaba mal cuando, algunos kilómetros más adelante, se volcó para decirle algo y notó que ella lloraba en silencio.
Y ahora qué, gritó él, frenando en seco.
Quiero bajarme.
Y yo qué he hecho.
Dejame en paz.
Él se bajó del auto y se apoyó contra la puerta. Encendió un cigarrillo. No sabía dónde estaban. La carretera se extendía interminable. Se sintió cansado y aburrido.
Bajate, demandó él.
Ella se secó las lágrimas con el reverso de una mano.
Ya no vamos a casarnos, preguntó ella.
Otro día, contestó él, conteniendo la rabia.
Ella descendió con un portazo y comenzó a caminar sobre el asfalto, en dirección a la puesta de sol. Él dio marcha al motor y enfiló de vuelta a la ciudad. Le esperaba un largo camino. Ella giró y le arrojó la lata de cerveza. No acertó. Por suerte llevaba su ipod en el bolsillo; esta vez no sabía cuánto tiempo le tomaría regresar a casa.
Fuente: Ecdótica