Duerme Pablito
Por: Carla Angelo
Luz, sombra, y de nuevo la luz se colaba entre las rendijas del camión. El cambio del clima comenzaba a notarse en la presencia del alba. Aquel frío seco del altiplano acariciaba sus mejillas paspadas por última vez; el olor a tierra de las papas se colaba en su nariz, haciéndolo sentirse aún en casa.
Pablo dormía sobre los costales, su cabello negro cubierto por un lluchito se dejaba ver apenas, y sus manos morenas se cerraban sobre una chuspa. El camión paró pausadamente mientras bajaban la carga.
—Despertate, ya estamos en el Rodríguez —el chofer le dio un brusco empujón y sacó el costal sobre el que Pablo apoyaba la cabeza.
El niño abrió los ojos con pesadez, incorporándose. Los ruidos tan diferentes al del campo se escuchaban. Bocinazos, habladurías, gritos, motores… El aire también era diferente, más pesado; menos frío.
— ¡Ya bajete pues! —le gritaron.
Apenas bajó del camión, los puestos llenos de verduras que las vendedoras acomodaban le parecieron curiosos. El suelo empedrado se sentía diferente a la fría tierra altiplánica bajo sus abarcas. No levantó la vista del suelo, una papa rodaba por la inclinada calle hasta detenerse bajo sus pies. Se agachó a recogerla e inmediatamente se la arrebataron de las manos. Levantó la vista hacia la cholita que lo contemplaba como si fuese un ladrón.
— ¡Pablo! ¡Ven pues! —escuchó el grito de su madrina. Buscó en varias direcciones y la vio junto al chofer del camión que lo había llevado a la ciudad.
Se aproximó con cautela, un poco cansado.
—Apúrate pues.
Caminó tras ella. Su madrina, la hermana de su mamá, era una cholita simpaticona que atendía un puesto en el mercado. Era tan activa y vivaracha que siempre andaba de un lado al otro con paso apresurado. Aquel momento no era la excepción. Recorría la ruta que se sabía de memoria, casi al trote, mientras su ahijado trataba de seguirle el ritmo, abriéndose paso entre la gente, sin la costumbre de encontrarse inmerso en la multitud.
—Tomá, con hambre debes estar —le extendió una naranja de su puesto, el cual estaba siendo atendido por la Sarita.
Se colgó bien la chuspita al hombro y peló la naranja con sus manitos llenas de tierra por el viaje. Chupando la fruta se sentó en el suelo junto al puesto. Curioso y expectante miraba pasar a la gente. Todos parecían apresurados; muchas señoras de todas clases caminaban de puesto en puesto, llenando sus bolsas de mercado con los productos de Rodríguez.
A sus diez años Pablo realizaba su primera visita a la ciudad. En realidad, migraba del campo a casa de sus padrinos, puesto que sus padres no podían mantener siete hijos. Pablo iba a trabajar con Félix, su padrino, quien era chofer de minibús.
En la mañana se la pasó acompañando a su madrina y a su prima Sarita. Al medio día le ofrecieron un platito de metal y una cuchara con una sajta de pollo. Muerto de hambre devoró la comida, en su pueblito cerca al lago no había comido nunca ese plato tan típico de la ciudad.
No hablaba mucho, era tímido, desconfiado y mucha autoestima no tenía. Entendía que se había ido lejos de su hogar porque era un gasto y, de alguna forma, desde la ciudad debía ayudar a su familia del campo, como su hermana había hecho hacía algunos años atrás.
En la noche ayudó como pudo a cerrar el puesto y su madrina le cargó el aguayo con frutas a su espalda. Caminaron a la parada y esperaron un minibús, cargaron todo adelante y se dirigieron a Rio Seco, donde se encontraba su nueva casa. El ajetreo del bus sobre la calle lo hacía brincar, pero el muchacho que gritaba la ruta por la ventanilla le llamaba más la atención, lo suficiente como para contemplarlo; inmerso en sus cavilaciones asimilaba cada acción, cada gesto, cada señal de su futuro símil.
Llegaron a la casita, el niño ingresó con timidez a saludar a su padrino. Al Félix no lo veía desde que era chiquito; le impresionó un poco el verlo después de tanto tiempo. Era grande y fornido, muy grande en comparación a Pablito. El hombre lo tomó del hombro, con fuerza, mirándolo desde arriba.
—Mañana temprano te vas a despertar —le avisó —, desde las siete hacemos la ruta, desde la Ceja.
Después de una breve explicación de calles que no conocía y apenas el nombre recordaba, se durmió en el catre que iba a compartir con sus primitos. Sarita era la mayor, una niñita de su edad, después venía Paloma, de cinco años y por último el Miguel, de un año.
Pablo durmió tranquilo, aunque extrañaba su hogar. En la noche soñó con su casa, una pequeña de ladrillo, la cual mostraba orgullosa su fachada. Cerca estaba la escuelita del pueblo, una construcción pintada de celeste, con una cancha de tierra donde jugaba en los recreos. A lo lejos se divisaba el altiplano. Llano, seco, con la paja que adornaba el suelo como hilos descoloridos de oro. En sus sueños se vio corriendo nuevamente detrás de la pelota de trapo; mientras el sol se ocultaba en la planicie y se reflejaba en el agua azul del ancestral lago.
Acostumbrado a madrugar se levantó temprano. Se limpió con el agua helada que salía de una pila del patio y su madrina le dio una marraqueta y un trocito de queso que comió en el camino.
— ¿Sabes sumar no? —le preguntó Félix en un tono autoritario.
El niño afirmó con la cabeza y el hombre estiró su mano, mostrándole y depositando monedas en su palma.
—De la ceja a la Pérez, es dos cincuenta el pasaje; desde la tranca si no hay pasajero cobras uno cincuenta —explicó mostrando las monedas—. Te vas a acordar bien de quiénes se suben, cuidado te estén mamando, que no se bajen sin pagar —caminó hacia el minibús, un Toyota blanco que esperaba en el terreno.
La parada no estaba lejos. Un puesto de comida ya estaba abierto y otros choferes conversaban. En otro grupo conversaban tres muchachos, voceadores, que como él, trabajaban en el transporte público durante las vacaciones, feriados y fines de semana.
—Andate con el Felipe, que te explique —lo empujó de los hombros hacia el muchacho más grande de todos.
Él le hizo una seña y lo llevó hacia el minibús. Le mostró lo fundamental: cómo abrir la puerta, cuándo cobrar y cuándo gritar. Pablo escuchaba atento, si algo sabía hacer era escuchar.
— Mañuda es la puerta del minibús del Félix, con fuerza tienes que empujar —le recomendó por último, caminado a su puesto laboral mientras los choferes hacían lo mismo.
Tratando de recordar todo: lo que le había indicado su padrino, Felipe y lo que había visto el día anterior, se dispuso a trabajar. Una y otra vez repetía la ruta; en más de una ocasión el chofer le sopló el nombre de las calles. El frío viento entraba en su garganta mientras gritaba, apaciguando con torpeza su voz infantil.
— ¡Qué pasa Pablo, grita pues! —al llegar a la tranca, el minibús donde iba Felipe les dio alcance. A diferencia de Pablo, él ya estaba acostumbrado, su garganta dolía a veces, pero se encontraba curtida tras realizar el mismo trabajo varios días al año.
—Pasajes —pidió Pablo tímidamente, era la primera vez que iba a cobrar y tenía miedo de hacerlo mal; que le pagasen menos o que directamente no le pagaran.
El transporte ya estaba lleno. Algunos sacaban dinero y se lo alcanzaban. Él intentaba separarlo y dar el cambio antes de olvidarse, entre la cantidad de monedas y manos, quién le había dado qué.
—Su pasaje —dijo a una señora que no se había ni inmutado.
— ¡En la Pérez voy a bajar!—protestó con un acentuado mal humor —. No me voy a bajar sin pagar, ¿Qué me crees, ladrona? —hizo un gesto retador con la cabeza.
El niño volvió a sentarse dirigiendo la mirada hacia el chofer, este lo vio de vuelta desde el espejo, soltando una sonrisa disimulada, era costumbre ese tipo de reacciones entre los pasajeros.
— ¡Oye, mi cambio! No te hagas al gil —demando un señor desde el último asiento.
Pablo miró las monedas, ya todo estaba mezclado y confuso. Con temor le preguntó cuánto le había dado.
—Acordate pues —fue la fría respuesta. Al ver el desconcierto aún vigente del niño, dijo con mala gana—.Cinco pesos te he dado.
—Estos llokallas qué no se van a acordar, por quedarse el cambio se hacen a los locos —intervino la mujer de antes.
Terminadas las primeras rutas del día volvieron a la parada. En unas cuantas horas Pablo había lidiado con toda la juntucha de gente de la ciudad; presenciado un desfile de miradas, actitudes, humores y vestimentas; desde quienes pasaban casi desapercibidos en el transporte, hasta quienes llamaban la atención con sus protestas y griteríos, ya fuera por el tráfico o el Gobierno. Pablo se dio cuenta que habían muchas cosas por las cuales protestar.
— ¿Cuánto has juntado? —preguntó Felipe a otro niño del mismo oficio.
Pícaramente sacó varias moneditas de su bolsillo y las mostró al resto de chicos, como si fuera un tesoro.
—Dos pesos.
—Yo tres, ¿Vos Pablo?
—Nada —explicó con desconcierto, no sabía que podía quedarse con algo.
—Que sonso eres —le dio un golpe en la nuca—. A veces se olvidan de pedir el cambio, si no te piden después de un rato, luego no se acuerdan.
Los chicos le sonrieron con burla; caminaron a un kiosco. Se compraron una gaseosa y la compartieron, aun con Pablo. Después de un compartimiento y un modesto almuercito invitado por los choferes, regresaron a su trabajo.
Con el pasar de los días, Pablo se acostumbraba. Poco a poco se avivaba y, aunque todavía lo lastimaba, intentaba ignorar los malos tratos de algunos pasajeros, quienes olvidaban su condición de niño y lo regañaban como si fuese su obligación servirles.
Entre las arriesgadas y veloces maniobras del Félix, Pablo mantenía el equilibrio parado junto a la puerta. El movimiento violento del minibús al meterse entre los autos se sentía aun en el más terrible embotellamiento, causando decepción a los curiosos personajes que ayudaban a controlar el tráfico. Pablo reía cada vez que uno de esos sujetos disfrazados, de lo que él consideraba un burrito rayado, se aproxime a Félix para reclamarle el pisar la línea de cebra.
Mientras una señora de edad subía al transporte, el niño voceador contaba monedas.
—Tomá —le extendió un dulce, con un rostro más bien severo.
El chico lo recibió con desconfianza, era la primera vez que un pasajero le ofrecía algo. Lo observó un momento, antes de que la anciana volviera a hablar.
—Gracias se dice. Eso se saca uno por ser amable con estos, malcriados son —refunfuñó, hablándole a la señorita de su lado, quien intentaba no prestarle atención.
—Gracias —repitió Pablo en vos bajita, casi en un susurro, sintiéndose amedrentado.
La pesada puerta la volvió a abrir, le costaba esfuerzo hacerlo tantas veces al día, pero cada vez sacaba más fuerza. Una señora con un niño de la edad de Pablo ingresó.
—Ayudame a levantar el asiento.
Rápidamente se aproximó a levantarlo, mientras la señora guiaba a su hijo al fondo.
—Tienes que ayudar ¿No ves que estoy con el chiquito? —reclamó, y más de uno soltó una sonrisa irónica.
—Él también es wawa, no es tu sirviente, con cariñito pedile pues que te ayude —lo defendió una cholita, quien miraba a Pablito con rostro maternal.
—Tú que te metes —respondió desde atrás.
Una pequeña discusión se llevaba a cabo. El niño continuó cobrando pasajes a quienes reían ante la situación. De nuevo las peleas entre desconocidos se hacían presentes en el minibús del Félix. Pablo ya no hacía caso, él no había pedido que peleasen por él, ¿Por qué tenía que meterse?
Sacó la cabeza por la ventanilla, gritando de rato en rato, sintiendo el viento mover su cabello. Ya ingresaban a la Camacho. La avenida que más le gustaba. Le encantaba atravesar ese pasaje mágico, donde la modernidad y conglomeración de la ciudad se juntaban con el Illimani. La montaña le recordaba a su casa, desde donde también podía ver la cordillera, tan grande, tan lejana y cercana a la vez. Por la perspectiva parecía que podía estrujar la suave nieve entre sus manos, sin embargo, no importaba cuanto caminase, el tamaño se mantenía y la distancia se agrandaba. Perdido en su sueño, ajeno al ruido estridente de la música, el parloteo y griterío de las discusiones, cerraba los ojos, sintiendo la velocidad del minibús, asociado a las que él consideraba, expertas maniobras de su padrino.
Sin embargo, a Félix se le olvidaba que las normas y el intento de orden que aquellos personajes de quienes se burlaba intentaban establecer; eran necesarios además de la pericia y destreza.
Una luz amarilla, en la que aumentó la velocidad, un cambio rápido al rojo, otro minibús que realizó la misma imprudente acción, ocasionó lo inevitable.
El sonido de la cumbia saliendo de la radio aún se escuchaba. La alborotada reacción de los curiosos no tardó en hacerse presente. Los cuchicheos de asombro, los bocinazos de quienes no sabían del motivo para detener al tráfico, la gente que bajaba de los buses accidentados, todo era confuso y atosigante.
Ahí, al pie del Illimani, Pablito dormía por última vez; regresando a casa como cada noche, pasando las manos por la paja brava, corriendo en la tierra con nuevos amigos, tras una pelota nueva esta vez, mientras abajo, la multitud se dispersaba.
—Qué pena —comentaban algunos, siguiendo su camino, mirando de reojo hacia atrás, esperando llegar a casa a contar como habían presenciado una de las tantas anécdotas de la ciudad.
Fuente: Ecdótica