El pozo
Por: Roger Otero
(Roger Otero Lorent (Santa Cruz, Bolivia, 1981). Estudió Comunicación Social y Filología Hispánica en la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno. Entre sus logros obtenidos figuran tres premios municipales de literatura. Debido a esto fueron editados Al otro lado del espejo (2002), Simplemente cuentos (2003) y Humor vítreo (2006). En el año 2007, Editorial La Hoguera publicó una antología de sus cuentos, titulada El arte de escribir sin escribir. Actualmente trabaja como redactor de textos educativos.)
Mi padre demoró dos meses en decidirse a comprar la casa y cuando la consiguió, mi madre y yo no tardamos ni media mañana en hacerle notar su pésima elección. En el patio trasero –o sea en el jardín– había un pozo con aproximadamente tres metros de diámetro, bien disimulado por las hojas de palmera que habían puesto encima cual trampa cavernícola. Vanos fueron los posteriores reclamos; los papeles firmados resultaron más poderosos que las palabras, por más vehementes o suplicantes que éstas pudieran haber sonado. La casa, con el pozo y demás posibles inconvenientes, ya era nuestra y nada se podía hacer para evitarlo, salvo, quizá, que la pusiéramos a la venta para que otros incautos como nosotros la compraran. Pero en esa época de difícil economía consideramos a esta medida era la más complicada. En contrapartida, taparlo parecía ser la mejor forma de deshacerse de él… Creo que eso hubiera sido la feliz solución. Pero, asunto raro, rarísimo, nunca se consiguió.
Éste no parecía ser un pozo cualquiera. Por más tierra que se le echó, jamás lo pudimos cubrir. “¡Un pozo sin fondo!”, fue lo que sentenció mi padre al darse por vencido en su intento de llenarlo de tierra. Los días siguientes a este descubrimiento estuvieron precedidos por una triste resignación, pero, a la vez, acompañados de una curiosidad reconfortante. No porque la mía fuera una familia curiosa, sino porque el hueco encontrado nos regalaba la oportunidad de compartir un honesto interés en comunión familiar.
Al principio el famoso pozo no tenía ninguna utilidad, pero luego se nos ocurrió darle una razón a su existencia. Cada vez que los basureros se llenaban alguno de nosotros iba a descargarlos allí. Todos los desperdicios eran su alimento. También era un excelente desaguadero. Los días de tormenta no teníamos que preocuparnos por ver al jardín inundado, puesto que ese orificio hacia la nada hacía muy bien su extraño trabajo.
Debo admitir que fueron días excepcionales. A veces nos sentábamos alrededor del pozo y nos poníamos a especular sobre su origen. Mis versiones eran las más fantásticas: “Punto desprendido de la línea infinita que dio nacimiento a la vida universal tras la eclosión del Big Bang (…) boca de Dios sin dientes (…) pasadizo interestelar o ‘bórdex cósmico’ (…) ojo ciego de algún ser extradimensional. (…) todas las anteriores”. Las ideas de mi padre eran las más tercas y redundantes. Manejaba las siguientes hipótesis: “Pozo sin fondo (…) agujero sin fondo (…) hoyo sin fondo (…) todas las anteriores, igualmente sin fondo”. Mi madre también tenía sus especulaciones acordes a su edad y nivel de educación y creatividad. Su escepticismo rondaba entre estas premisas: “Pozo que tiene fondo, pero que no ha sido muy bien llenado (…) pozo que tiene explicación científica, pero que no ha sido debidamente investigado (…) pozo que tiene que ser llenado e investigado (…) pozo, pocito, pozo…”.
Así, poco a poco, fuimos dándole cabida en nuestra familia, llegando a considerarlo un integrante más, un hermano para mí y un hijo para mis padres. De alguna forma nos sentíamos comprendidos por él, por su soledad y omnipresencia en la casa, como si fuera el verdadero dueño, cual ancianito silencioso y sabio que se complacía en escuchar nuestras pláticas y confidencias.
Fue de esta manera tan peculiar que una mala noche el pozo se enteró de la deuda de mi padre, por la que había hipotecado la casa y motivo por el que, tras amanecer, tendríamos que darle la espalda para siempre. Aquel crepúsculo yo también, junto a mis padres, fui a decirle adiós. Como siempre sucedía cada vez que intentaba comunicarme con él, me tendí sobre la tierra y, asomando mi cabeza hacia su interior, le grité; pero al contrario de lo habitual, esta vez sí escuché mi eco, aquella voz parecida a la mía que me devolvía la distorsionada frase: yo también los extrañaré.
Fuente: www.literaturas.com
12/14/2007 por Marcelo Paz Soldan