Cuadernos de cien hojas
Por Wilmer Urrelo
La verdad es que no recuerdo muchas cosas sobre mi paso por la primaria, pero si tengo algo más o menos fresco en mi destartalada memoria infantil es el primer día de clases. Dejar el kinder –regentado por simpáticas monjitas españolas– y entrar a las ligas mayores no era algo para celebrar. Claro, tus papás sí lo hacían. Creían que el pequeñuelo daba un paso más en su vida. Aunque estoy convencido hasta ahora que era todo lo contrario. ¿Cómo iba a comportarme entre gente más grande? ¿Qué pasaría cuando no tuviera a una de las monjitas para correr en mi auxilio si me caía o si alguien me rompía la jeta? En un niño ésos eran realmente grandes preocupaciones.
Ahí estaba yo en el colegio La Salle. Por esos años éste funcionaba en la calle Loayza, donde ahora se halla la facultad de Derecho de la Umsa. Llegué al patio, creo que mi mamá o mi hermano mayor me puso en medio de una fila, la que ellos creían que era del primero básico (había dos). Cantamos el himno nacional, cuya letra no sé hasta ahora y luego pasamos a los cursos. Actualmente, si ustedes van, esos cursos se transformaron en un café universitario: es decir, no cambiaron mucho desde esa época. Luego, el pofesor G empezó a llamar lista. Cuando terminó yo no estaba. G se dio cuenta porque fui el único que no dijo ¡presente! Me llamó al frente. Me dijo que no estaba en la lista. Que seguro me había equivocado de curso. Me dijo que fuera al lado, donde el profesor Q. Fui, con un nudo en la garganta y cargando no una mochila sino un maletín de cuero(*).
Sí, las monjitas españolas me habían hecho mucho daño.
Toqué la puerta. Entré. El profesor Q me preguntó qué quería y como no pude explicarlo me puse a llorar. Él seguro adivinó, pues me tomó de la mano y me llevó al curso de donde venía. A esas alturas ya había dejado de llorar y había pasado a la siguiente fase de niño llorón de principios de los años ochenta: la tembladera. Q y G hablaron y yo temblaba. Q había llevado consigo la lista de su curso y como ustedes imaginarán yo tampoco figuraba ahí. Recordaron anécdotas similares acaecidas en el pasado. Recordaron días en los cuales ambos se habían ido de fiesta. Era terrible. No sólo era un niño cobarde y llorón, sino que además era un niño sin monjitas españolas y ahora sin curso y olvidado ahí gracias a los recuerdos de dos profesores. Al fin decidieron llevarme a la Dirección. Me dejaron ahí y mientras la secretaria intentaba hacerme visible dentro de la burocracia escolar me dio hambre. Acostumbrado como estaba a llevar el recreo en mi ex kinder le había pedido por la mañana a mamá que me hiciera un sándwich de carne molida. Como toda madre boliviana abnegada en arruinar la vida a sus hijos ella me había hecho caso y es más: le había agregado un plus. El plus era una servilleta de tela con la que había envuelto mi almuerzo para que no se enfriara. Cuando lo saqué y empecé a comerlo la secretaria me regañó: no era hora del recreo y además allá abajo había un kiosko donde podían comprarse cosas de comer y ya había resuelto el problema. Se puso de pie –estaba sentada detrás de un escritorio–, me tomó de la mano y me llevó donde el profesor G. Entró sin llamar. Ese niño que era yo había guardado el sándwich de carne molida a las rápidas, enredándome en la servilleta y por esa razón el pan se abrió y así había manchado mi cuaderno de cien hojas. «Este niño es suyo», anunció la secretaria. El profesor G me miró y debió pensar que ésa sí era una mala noticia. La secretaria se fue. G ordenó que tomara asiento. Lo hice. Saqué el cuaderno manchado, plagado de bolitas cafés llenas de condimento y manchas de aceite. Vi la pizarra. Seguro, no me acuerdo, había letras o números y el profesor G ordenó que los copiáramos. Intenté hacerlo, pero el aceite que manchó las hojas lo impidió. No hice nada. Solo pasé (era bueno haciéndome el tonto) el lápiz unos centímetros encima de la hoja y listo. Problema resuelto. Cuando llegué a casa y me preguntaron cómo me había ido ese día les dije que «bien». No entendí nada de la primera clase y quizá a eso se deba que, a ratos, no entienda muy bien las cosas que pasan. No fue culpa mía. Fue culpa de las monjitas españolas, de los sánwiches de carne molida, de la burocracia lasallista y de la familia boliviana.
¿O fue mía?
Bueno, era sólo niño llorón: ¿no dicen que a los niños se les debe perdonar todo?
(*) Nota mental: con razón soy como soy.
Fuente: Ecdótica