06/26/2025 por Sergio León

Cuando ves caer la lluvia desde un campanario

Por Rosario Barahona Michel

Es un libro intrépido, Búfalo (2024) el del escritor paceño Rodrigo Villegas. Dividido en tres partes, a modo de tres capítulos titulados, que, a su vez contienen cuentos: Todo dormía en ti, Búfalo y Todos los hermosos caballos.

Diecinueve cuentos que se presentan como una llovizna continua ante mis (nuestros) ojos impacientes. Es curioso, pero, aunque todas las historias de este libro se desarrollan en espacios como La Paz o Cochabamba, me resultan y/ o (re) suenan como una de esas lloviznas de Sucre, de esas que aparentemente casi no se sienten. Son como gotas de garúa, perlas de cristal estas lloviznas que no buscan expresamente hacerse sentir, pero, que, caen tozudas, persistentes, parsimoniosas y suaves, mojando, implacables, todo lo que alcancen: árboles, cerros, pavimento, campanarios y espadañas, tejas anaranjadas y otras grisáceas ya a causa de la humedad y de la pátina que deja el tiempo. Como si de una conexión inverosímil se tratara (que no lo es, que no lo es), me imagino ahora al maestro de capilla de la Catedral primada metropolitana de Sucre, ondeando en el viento su melena de poeta, caviloso, de pie en su torre, mirando a lontananza, pensando por qué el azul de las montañas hoy se ve más azul que el de costumbre. Me lo imagino respondiéndose a sí mismo: “por la garúa, sin duda”. Sin duda, pues, esa garúa provoca que todo se vea distinto, como una filigrana que hay que descifrar para leer, como una misión espiritual y ultra necesaria que ha de cumplirse a rajatabla. También, me imagino al párroco de San Miguel de Sucre, cuya melena no flota al viento pues es muy corto para hacerlo, me lo imagino oteando la ciudad desde su torre, contemplando la manzana jesuítica en derredor, un tanto preocupado, evaluando el estado del maderamen, espadaña y campanas del templo que no se desplomarán en tierra- ¡vamos!, no se han desplomado en siglos- pero se han (re) mojado con lluvias propias e imparables de  diciembre que se alargaron hasta abril, lluvias que, de alguna manera habrán carcomido un poco el maderamen, el enjalbegado y el metal de las campanas: bronce, estaño y cobre que sirven para tañer cuando se tenga que tañer.

Una llovizna que toma importancia, pienso. Llovizna es este libro, no tórrida, ni temporal amazónico, ni tropical, ni tormenta eléctrica que evoque a Santa Bárbara doncella, sin centellas de las cuales, acaso, hiciese falta que nos librase, sino, más bien, un gesto de la imaginación, un gesto de la memoria, transparente y melancólica.

Ahora bien, quizá porque la lectura se dio en el lluvioso abril de este año en Sucre, este libro no hace más que recordarme a abril y al tañido de las campanas bajo la lluvia.

Algunos cuentos más largos que otros, me ha sorprendido la extensión y cierta complejidad de algunos que, obviamente, tomaban más tiempo en leerse, y por consiguiente más preguntas -y más complejas cada vez- llegaban a mí a salto de mata, como un desordenado coro:

¿Qué más?

¿Cuál es el leitmotiv de estos relatos?

¿Cuál la fuerza que atraviesa sus páginas?

Susceptible, desconfiada y medrosa yo, me pregunté: ¿hay algún misterio en su orden, en su yuxtaposición?

Así, con un gesto dramático cerré el libro de un solo sopetón y mirando a través de mi ventanal bañado por la lluvia, dejé entonces asentarse el contenido en sus propias emociones, hasta que estas penetraran el maderamen, el enjalbegado y el metal de las campanas de mi memoria, -es decir, de la memoria del lector- y se sedimentasen, diluyéndose, como la sal o el azúcar en un vaso de agua. Hasta que las mías -mis emociones- también se aposentasen, y/o sedimentasen, diluyesen, dando paso así a una dilucidación mayor o espectro más amplio de las cosas que narra este libro.

Como si se tratase de una jaculatoria sagrada pronuncié siete veces seguidas, pensando en las campanas de San Miguel que tañen cuando tienen que tañer. Esa es la sensación que necesariamente me dejan estos cuentos. ‘Tañer cuando se tenga que tañer’, ‘tañer cuando se tenga que tañer’ (y así, cinco veces más); también pronuncié las palabras ‘libro intrépido, libro intrépido’ (y así, cinco veces más) quizá para invocar el espíritu del mismo, sin intentar asirlo, sino solo aproximarme a él.

Publicado por la editorial boliviana 3600, se comprende la simplicidad -acaso sea simplicidad- del título en razón de un personaje importante: Búfalo, un hombre hercúleo y  experto en las lides de la vida, quien se hundió “en un mar de tristeza”:

Le decían Búfalo porque no había quien le resista un round en la lucha callejera.

Pero un día al Búfalo le destrozaron el corazón y ahí se vino abajo, como una estatua milenaria que cae y se derrumba encima de la tierra, del barro.

Muchas escenas, entonces, lloviznan ante mis ojos y en el centro de mis tímpanos:

Caer: descender, venirse abajo. Derrumbar: precipitarse, define la Real Academia Española. Pienso en el ruido del imperio al caer, en el ruido de la estatua al caer, como la del sueño de Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Destrucción por debilitamiento de una estatua, un ente de metal como el de las campanas de San Miguel, cuyo párroco de pelo corto otea el daño del temporal, mirando, de rato en rato el damero jesuítico de su derredor.

Una estatua que no ha sido destruida por fuego ni por agua -aunque se hundió en “un mar de tristeza”-, que es un mar figurativo, un mar poético. Una estatua destruida por una fuerza acuática -la de la llovizna importante- y por una telúrica, sus cimientos que ceden. Un cuerpo estático derrumbado, temblando de amor.

Nabucodonor despierto ya y temblando, puesta su mano sobre el corazón, leyendo la escritura divina en la pared:

MENE, MENE, TÉQUEL, PARSIN.

No son palabras mágicas, sino sentencias.

El derrumbe del Búfalo, parecido al del rey babilónico entonces como un ultimátum. Una estatua caída como la señal, acaso, del olvido final. Su erección se dio precisamente para que no se olvidase nunca.

Sus restos destrozados serían hipotéticamente puestos en resguardo de algún amable museo, si es que antes estos no estuvieren repartidos, robados, jugados y sorteados, como en su día lo fueron los santos ropajes de Cristo.

Es que no fue santo Búfalo, a diferencia de Cristo. Búfalo fue un pecador, un deportista del barrio o del pueblo, pero no por eso un hombre público, por tanto, su estatua o monumento no sería precisamente honrado y su caída no desataría -tal como en mi imaginación desbordada- la división de la historia del mundo en un antes y un después, o que finalmente conservasen los restos del monumento caído en aquel amable museo, cual reliquia.

El problema del Búfalo, acaso existencial, es el más antiguo, y cotidiano de los hombres: el no poder olvidar de golpe. No hay una eficaz peste del olvido como en Cien años de soledad, que lo toma a uno y no lo suelta a tal punto de no recordar que la taza es taza y la vaca da leche para tomar café con leche en la taza. Pero no es Macondo, es Sucre, y La Paz, y Cochabamba, y el Alto.

Esas son algunas de mis ideas en torno a “Búfalo”, que, para mí, es el cuento que logra darle o incluso sostener quizá la estructura del libro -no es casualidad, por tanto, que se encuentre en un importantísimo punto central- de su índice. Es entonces que se nos desvela el misterio de su yuxtaposición. Un cuento/balanza que sostiene a todos los demás en equilibrio, dándoles cierta armonía, funcionando como un hilo conector entre todos los cuentos.

En mi caso, es el cuento que más me ha gustado.

Así, en cuanto al resto de la obra, desglosando mis ideas, encontré que sus historias crudas, realistas y cotidianas tienen, a ratos, un toque de (in) felicidad y belleza, como en el relato Ave de cristal:

Iván observa el lago otra vez, como hace tiempo, como siempre que puede. El agua le trae memoria, le ayuda a convencerse de la fugacidad de todo, de lo que vemos y no vemos, de las profundidades que están debajo de nuestros pies, de lo mucho de vida que hay ahí. De que somos una nada en un universo como el nuestro. Un granito de arroz, y eso.

Está solo, se ha distanciado de los demás, que se despiden, que saben que son sus últimas horas juntos. Que han sobrevivido al proceso de olvido, o al menos han hecho algo para atenuarlo, para pasarlo, como un bocado que se ayuda con algún líquido. (p. 102)

A ver, aparentemente discutible, aparece la parte proclive a ser desglosada -insisto- e, incluso, desmenuzada:  ¿uno va olvidando poco a poco? Es decir, ¿el tiempo aminorará el olvido?

Volvemos sobre Búfalo. Precisamente como Búfalo, que ante la imposibilidad del olvido de golpe decide hundirse en el mar de tristeza, sin dar oportunidad, acaso, a que los recuerdos se vayan haciendo más borrosos con el paso del tiempo. El olvido empecinándose con Búfalo, cual golpe de demolición que le hace caer como antigua estatua en tierra.

Así, los cuentos aquí comprendidos nos narran el mundo visto a través del lente de un narrador joven, que, en términos de vida real o de tiempo real, pues éste no cuenta con la experiencia de Búfalo, pero es capaz de escribir acerca de él. Aunque son muchas las voces que participan, algunas femeninas y otras ancianas, se advierten los rasgos inconfundibles de la voz de un escritor joven, cuya frescura late como una esperanza constante en la línea del horizonte de sus tramas. No tiene, acaso, el alma rota, como Búfalo, sino más bien un ímpetu, una persistencia exenta de arrogancia.

Son siempre los estudiantes de literatura, amigos todos entre sí, hermanados por los libros y las lecturas, y los futbolistas hermanados esta vez por el balón los protagonistas de este libro.

Hay cosas que no se entienden ni se aceptan del todo, como el hecho de pensar que las madres de los niños pequeños mueren en la guerra. No se entiende ni acepta, pero es un hecho evidente que sucede cada día. Eso es lo que pasa a lo largo de este libro, repitiéndose como un leitmotiv, una constante dolorosa e inherente: la ausencia de Deméter, la madre amorosa que cuando comparte la vida con su niña -en su caso, Perséfone- el mundo se vestía de primavera. Es invierno entonces en el mundo de los personajes de Rodrigo Villegas, casi todos sin madre. Si bien cuentan con un padre o figura paterna, la gran ausencia de la madre se estira cuan grande es en nuestra pared llena de sombras agigantadas.

“Todo discurso es el de los otros”, reza Mijail Bajtín, el teórico ruso que escribe sobre los estudios lingüísticos-literarios. Y también “el infierno son los otros”, Jean Paul Sartre. Los “otros” infernales que a veces somos nosotros mismos, pienso, tras la ventana rociada por la lluvia. La otredad en este libro se nos presenta entonces como otra constante, aquella que va paralela a la ausencia de la gran madre, que no es otra cosa que un gran infierno.

Asocio en algo, solo en algo, Quiénes somos ahora, de la escritora peruana Katya Adaui, con el libro sobre el que escribo ahora, por su carácter intimista, por su estilo de narrativa filial, si se quiere.

Sí. Lo que más me emociona de Búfalo es la capacidad del autor para comprender e interpretar vívidamente como un actor de teatro las escenas de la vida de un hombre enamorado y acabado que tiembla de amor como Búfalo. Un hombre que cae humanamente.

Así, los cuentos aquí comprendidos nos narran el mundo visto a través del lente de un narrador joven, que, en términos de vida real o de tiempo real, pues éste no cuenta con la experiencia de Búfalo, pero es capaz de escribir acerca de él. Aunque son muchas las voces que participan, algunas femeninas, ancianas, etc., se advierten los rasgos inconfundibles de la voz de un escritor joven, cuya frescura late como una esperanza constante en la línea del horizonte de sus tramas. No tiene, acaso, el alma rota, como Búfalo, sino más bien un ímpetu, una persistencia.

Hay una determinada belleza en la imperfección de este libro, diría. Los excesivos puntos seguidos, las muletillas y la cierta brusquedad en el desarrollo narrativo son permitidos ahora tan solo porque transmiten clarividencia, el acto humano de crear y de creer en lo que uno hace porque está seguro de la imposibilidad del olvido, cuando menos, del inmediato olvido. Entonces, en su tiempo, Rodrigo decide escribir cuando tiene que escribir, así como las campanas de San Miguel que tañen cuando tienen que tañer.

Imagina, Rodrigo, la mano arcana que en su día escribió en la pared la sentencia:

MENE, MENE, TÉQUEL, PARSIN

y escribe ahora

LLOVIZNA IMPORTANTE

Pronuncia como una jaculatoria sagrada:

LLOVIZNA IMPORTANTE
LLOVIZNA IMPORTANTE

Y así, cinco veces más.

Pues bien, Rodrigo, enhorabuena por el libro.

Sucre, otoño (veranillo de San Juan de 2025)

Fuente: Revista 88 Grados