Cuando la patria es una puta
Por: Brayan Mamani Magne
Hablar de la vida de nuestros padres implica un ejercicio de involuntario reproche. Al rememorar los pasajes de su existencia, es inevitable disociarlos de las limitaciones que hoy persiguen nuestras no tan trascendentes vidas. Decisiones no tomadas, dineros mal administrados, órdenes excesivamente rígidas o patéticamente débiles o simplemente estúpidas, todo el material que constituye el estatuto de un pasado común hoy nos parece fundamental para la consolidación y reproducción de nuestras más plausibles virtudes o nuestros más repugnantes defectos: el momento exacto en el que la vida de un niño prometedor se instaló en el camino de los triunfadores o simplemente se fue al carajo.
La novela del mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971) parece ser una confirmación de todo ello. A través de su premiada Canción de tumba (Mondadori, 2011), el autor realiza un “análisis” de todas las aristas posibles que brotan de la relación madre-hijo. El argumento de esta obra arroja elementos que bien pudieran haber sido fertilizantes para un territorio plagado de sensiblerías: una enfermedad, una madre prostituta, un hijo cocainómano, una patria caminando al borde del abismo. Pero el talento del autor esquiva las minas de la cursilería y relata la vida de Marisela Acosta –madre del narrador, leucémica en las últimas, puta profesional, “bajita y delgada, el cabello lacio cayéndole hasta la cintura, el cuerpo macizo y unos rasgos indígenas desvergonzados y relucientes”– con un distanciamiento y un cinismo que solo pueden conmover o asustar.
Canción de tumba es, básicamente, el repaso de la vida en común entre una mamá prostituta, su hijo y una enfermedad que sirve de excusa para desenterrar fantasmas que en algún momento se consideraron caducos. Herbert, desde el Hospital Universitario de Saltillo, teclea sobre su madre; sobre el pasado de una familia que, al mejor estilo globetrotter, ha recorrido su país de sur a norte, ya sea huyendo de alguna deuda o de algún amante; sobre las siete mujeres que ha poseído; sobre su paternidad fallida y la redención hallada en su actual pareja, Mónica, y el hijo que esta alberga en sus adentros.
Es indudable que México ocupa gran parte de las reflexiones del autor. En ese sentido, diríase que la “Suave Patria” de Herbert –un México agujereado por el narco, la corrupción y la desesperanza institucionalizada– llega a padecer la misma enfermedad de Marisela Acosta. Una leucemia que la arrastra por los suelos. Un morir lentamente que enferma a todos sus retoños.
Esta última reflexión plantea la siguiente pregunta: ¿Cuál es la postura de los hijos ante la agonía de la madre? El protagonista de la novela, el hijo, además de la predecible docilidad que edulcora su comportamiento, lo único que puede hacer es escribir, recrear los momentos más trascendentales de la vida en común entre él y la enferma. Como si, frente al agotamiento del tiempo de vida de la persona que lo ha parido, lo único que le quedara fuera evocar la inverosímil existencia que supone (que ha supuesto) ser el hijo de una puta. Alguien diría que no se trata más que de una recriminación encubierta; otro, que es un ejercicio de la memoria, una fotografía panorámica a fin de que el amor/odio de esa relación perdure en el tiempo. Lo cierto es que, en la novela, la agonía de la madre (de la patria) es observada/narrada con los ojos de un negligente, alguien incapaz de inventar una cura, pero hábil para recordarle cuán puta ha sido su vida.
Coherente con la naturaleza del argumento, la novela está escrita con las vísceras, con la sangre que desciende de la amarga felicidad que supone saber que uno no es más que el espejo deformado de sus progenitores. Juan Francisco Ugarte, en una breve reseña sobre la obra, menciona que la trama, “aunque parece compleja, no existe”. Esa es una verdad tramposa, ya que, si bien Canción de tumba tiene una disposición hacia la divagación, de una forma u otra, encuentra su núcleo en el oficio de la prostitución. Mas nunca estaremos frente a una novela “moderna”, en sentido estricto, puesto que lo de Herbert se sitúa en una prosa poética condimentada con reflexiones sobre temas variopintos. Así, es esperable que el lector ingrese en un mundo que va desde referencias a Wilde hasta chingaderas y pasajes que no tienen nada que ver con la obra. (Sobre esto, podríamos mencionar los episodios en Berlín y La Habana, que escapan al tema central del libro y que, a juicio de algún ojo hipersensible, deberían ser catalogados como innecesarios y hasta contraproducentes).
Pese a sus excesos, Canción de tumba es una novela necesaria. Necesaria, porque Herbert ofrece un testimonio dotado de unidad y potencia, afín al pandemónium que acompaña el doloroso camino hacia la muerte. Sin guardarse nada, el protagonista-narrador revive los momentos de un hombre que en algún momento, a decir de Natalia Ginzburg, ha mirado a su progenitora con “ojos de piedra”, y de una mujer ladina cuyo principal medio de vida –su cuerpo– enfila el camino a la desaparición. Una mujer que es madre. Una mujer que es puta. Una mujer que, además de llamarse Marisela Acosta, también podríamos llamar Patria.
Fuente: Revista 88 Grados Nº 3