Cuando el maldito que te habita se hace pequeño
Por: Javier Rodríguez Camacho
The name that has been unofficially coined for them –‘punk rock’– seems particularly fitting in this case, for if nothing else they personified the berserk pleasure that comes from being onstage outrageous, the relentless middle finger drive and determination only offered by rock ’n’ roll at its finest” (Nuggest sleeve notes, Lenny Kaye).
Este iba a ser uno de esos textos pajeros que usa el viaje como metáfora, pero me salvó el azar. Orgulloso de mi promiscuidad y sus efectos colaterales, abrí Aprende a amar el plástico en una página cualquiera. Me encontré con Falstaff. Y Marky Ramone. Y Borrachoman. Y una explicación à la Louis XIV sobre la longevidad del punk. Y parejitas adolescentes pagando con sus cervezas la pecaminosa intención de escuchar a los Cadillacs. Fue azar, no suerte. Repetí la operación unas cuántas veces y me topé con Iggy Pop, dealers rodando Ciudad Godínez de arriba abajo, toallas impregnadas con la caca de literatos bien, Gerardo Didier Nava Lozano, camisetas de The Cure estampadas con el rostro corticoideo de Robert Smith, depresión punk, una rutina de pedas monumentales, el Morrissey de «The Headmaster Ritual» y los jirones que permanecen hoy, festivales de rock, incursiones regiomontanas, ataques de diarrea, drogas y muchos vuelos perdidos. Y ahí me pegó el bajón. Se me había acabado el libro y me quedaban dieciocho horas de tránsito, dos ciudades por cruzar y demasiado tiempo que matar en aeropuertos. Y yo con ganas de más. Carlos Velázquez, el autor de estas crónicas, había aprendido sus trucos de los mejores dealers. A falta de librerías donde buscar más páginas con su firma, para peor, sin bares a la vista, tocaba adormecer la ansiedad con lo que sea que pudiese ofrecer la zona duty free del aeropuerto paceño en que comencé a garabatear estas líneas.
Iba a estar difícil. Velázquez tiene un estilo –una combinación de prosa y temas– que incita a la acción. Leerlo produce una descarga de adrenalina que hace de sus crónicas una sustancia adictiva e inflamable, una de las escasas obras de arte que te empujan a actuar. No solo a querer seguir el desparrame vital del autor, sino a buscar vías para canalizar la turbulencia espiritual que provoca su encuentro. Sospecho que es el impulso que siente Velázquez cuando escucha a Marky Ramone en un descampado chilango y se mete al pogo a pesar de estar literalmente en una pata, cuando ve a Iggy Pop cogerse a Los Ángeles sin derramar una gota de sudor sobre el escenario, cuando alucina siguiendo a un Flavor Flav que, sin dejar de rapear, salta de instrumento a instrumento y lo hace cada vez mejor. Esos instantes lo devuelven a una forma original en que su cinismo no es una coraza tan compacta. El resto son antojos, mañas y vicios como los de cualquiera.
Es tentador quedarse en la superficie de estos textos y repetir lo dicho por quienes consideran a Velázquez un autor punk, o como un rockstar de la literatura mexicana reciente; en cuanto a lo primero, no es un argumento incorrecto, pero seguro que no por las menciones a bandas de ese estilo ni las transgresiones temáticas y formales que se permite. Quizás más bien la onda de Velázquez en Aprende a amar el plástico es cien por ciento Do-It-Yourself. No es solo que sus textos te muevan a hacer cosas, que según las inclinaciones de cada quién podrían ser destrozar un coche, asaltar una licorería, esculpir al estilo de Gaudier-Brzeska o filmar un corto mierdoso. Como el ya mítico manifiesto que se publicó en el fanzine Sideburns, «This is a chord. This is another. This is a third. Now form a band!», el concierto de los Pistols en el Free Trade Hall mancuniano, o incluso el seminal The Velvet Underground & Nico que apenas movió mil copias en su tiraje original, pero luego engendró mil bandas más, Aprende a amar el plástico tiene características víricas importantes, de implicancias creativas y largo alcance.
Claro, el primer síntoma de ese ciclo infeccioso lleva engaño. Es fácil tocar «Blitzkrieg Bop». Unas pocas tardes alcanzan para sacar el repertorio completo de los Ramones en la guitarra. Es tan sencillo imaginarse como una banda tributo a los neoyorquinos, que ellos mismos pasaron más de la mitad de su carrera en esa modalidad. Tampoco es del todo difícil emular sus estrategias compositivas. Canciones «originales» que suenan a «Judy is a Punk» las hay a patadas. Pero existe un motivo por el cual, si bien estadios llenos recibían a los Ramones en Latinoamérica, ni la décima parte de esa gente se mataba por una entrada para Los Johns o por asistir a los recitales de esos adolescentes que, como son punks «de verdad» y odian a Green Day, mortifican a su secundaria con las guitarras que les compraron sus papis. De hecho, es posible que el secreto de la entrada en la posteridad de los Ramones, su consiguiente conversión en un significante mucho más transversal que un sonido (e incluso una estética) no libre de herederos e imitadores, esclarezca el misterio. Es fácil copiar a los Ramones, pero es casi imposible encarnar con autenticidad aquello que el cuarteto representa.
Con las crónicas de Carlos Velázquez pasa algo parecido. Salvando las distancias, es casi un rito de pasaje para el periodista con ínfulas de autor rebelde querer imitar a Hunter S. Thompson. Tal vez esa miopía es culpa de las adaptaciones cinematográficas, pero lo del Dr. Gonzo es mucho más que el desmadre volcado en una prosa tensa, rabiosa, alucinada. Todos los que hemos intentado copiarlo nos hemos topado con el aturdimiento de creer que es suficiente narrar nuestras aventuras tóxico-criminales, sin llegar a esos momentos de lucidez extrema que suelen ser el auténtico núcleo de los textos del estadounidense. Esos raptos que sus editores en Rolling Stone llamaban «wisdoms» y que eran certeros sablazos a la realidad en los que Thompson era capaz de mirar más allá de las nubes psicotrópicas y el vulgar oficio periodístico; percatando, por ejemplo, que el único modo de abordar la deformación del sueño americano que es Las Vegas era mediante el grotesco. Velázquez hereda esa capacidad, volcando la claridad reflexiva sobre él mismo, dando con esos momentos en los que el maldito se desvanece y reconecta con los fragmentos de belleza y verdad escondidos en lo mundano. Ese impulso es algo muy punk. Piensen, si no, en los chicos sensibles disfrazados de cualquier otra cosa que fueron Joey Ramone y Johnny Rotten.
En cuanto a lo de rockstar o enfant terrible, pienso que, por su prontuario, Velázquez preferiría la etiqueta de «maldito» para catalogar al personaje sardónico, compulsivo, macerado en humor negro, escandaloso en grande y en pequeño, ufano en su decadencia y honesto hasta las últimas consecuencias, que ha construido desde su obra. El mexicano está libre de los complejos pequeñoburgueses que procuran mantener fachadas decentes y otorgan tintes románticos a la vida libertina. Velázquez vive así porque ni conoce ni le sirve otra forma de ser. Eso se palpa en el alboroto intoxicante de sus crónicas, en las que la velocidad es un rasgo no solo imputable a la cocaína o al pulso de un baterista de rock. Para sonar el plástico tiene que girar muy rápido y eso no es una declaración metafísica. Hablamos pues de alguien más próximo en su esencia a Falstaff que a la caricatura de un, digamos, Keith Richards. El obsceno amigo de criminales, bebedor y putañero, torbellino de apetitos, canal de una energía primitiva en la forma de un amasijo de carne, el forajido cuya única verdad es nunca ser falso, invento de Shakespeare, posible ancestro de Velázquez. Para ponerlo en términos más amigables al marketing literario: el trasunto «posnorteño» –¿Sería más corto decir punk?– de José Agustín remixado con William Burroughs (dos nombres con los que se ha emparentado la ficción de Velázquez y cuya primordial rebeldía se codifica para estos tiempos en su obra).
Tiempo. Tiempo era lo que me sobraba, habían vuelto a demorar el vuelo y yo seguía sin recuperarme del sacudón de Aprende a amar el plástico. ¿Cómo hace uno para evitar convertir esa energía en mímesis intrascendente? Encerrado en una sala de embarque se agotaban las opciones muy rápido. Debí anticiparlo, ya que conocía la producción de Velázquez desde hace años. En un festival, como los que en muchas de estas páginas frecuenta el mexicano, unos amigos escritores me habían recomendado su marrana negra. Es la clase de mierda que te gusta, me dijeron mientras pateábamos escenarios entre Spiritualized y Dinosaur Jr. Ni esa familiaridad evitó que tuviera que recomenzar este texto mío varias veces, pues sentía que le estaba robando el estilo (da igual que uno haya leído ficción suya o no). Carlos Velázquez metamorfosea crónica y relato y relato y crónica, una receta perfecta para los que aborrecemos la pintura naturalista tanto como los melosos tics de ese engendro que hoy se vende como «crónica latinoamericana». Y es que Velázquez escribe lo que ve, vive y conoce. Ni se le ocurre proveer a sus lectores diversión vicaria, la experiencia marginal ajena, turismo lumpen, transgresión de boutique. No. Lo hechizo y lo visceral, lo artificioso y lo inmanente no son para él juguetes narrativos, sino facetas de lo cotidiano.
Con esa evidencia creo que lo que mueve a Carlos Velázquez es algo parecido al imperativo de honestidad falstaffiana y no las ganas de provocar, hacer catarsis, destripar desde la sociología espontánea a las tribus urbanas del D.F., ni siquiera mostrarse pop. Y es en su obra de no ficción donde mejor destila todo esto, donde más pura está la sustancia que nos ofrece. Aprende a amar el plástico presenta una colección de textos que logra el improbable equilibrio que a un tiempo encapsula el trabajo de un maestro y el llamado a copiarlo, proclamado desde la transparente simplicidad de su hechura. Como los Ramones. Y aquí toca rematar este texto con una explicación del epígrafe, puesto ahí en petulante e inerte inglés: las crónicas de Carlos Velázquez se conciben desde ese implacable impulso que es mostrar un dedo del medio bien sacado. Una pulsión punk, si las hay; justamente lo que nos trasmite su lectura y lo que tendríamos que aspirar a capturar. De ahí en más, cada quién es de su padre y de su madre. Esto es una forma de decir que vale lo mismo escuchar en «Head on», de los Mary Chain, una rosada oda al cunnilingus o la más ardiente carta de amor a la cocaína; lo mismo que dejarse la piel en un pogo varios lustros más joven que uno. Ya que estamos con epígrafes, nos atrevemos a insistir en esa invocación a Patricio Rey que abre este tomo. En el culto de la gran bestia pop la idea es no morirse potro, sin galopar, sin merecer la puta pena, sin transfigurarse bajo las luces del escenario o destellando memorias sobre un papel, la idea es no morir sin intentar brillar, aunque sea desde el reflejo de un CD o el envoltorio de un libro cualquiera. Esa es la idea.
Fuente: La Ramona