Crónicas para Diógenes
Por: Giovanna Rivero
Vamos a suponer que Oscar Barbery vive en el Siglo V a.C., en una sociedad (la griega) en la que los destellos enceguecedores de la decadencia exaltan dos de los grandes business de la humanidad: el alma y la carne. Oscar Barbery, como no podía ser de otra manera, es escritor y debe tomar una decisión: o escribe para/desde el más franco estoicismo (el alma, digamos) o escribe para/desde el hedonismo (la carne, quedemos). El establishment intelectual le exige tomar una posición. Los estoicos –contraído el ceño, agudo el pensamiento- de un lado; los -hedonistas –sonrisas lascivas y húmedas, súper cirenaicos- del otro. Los sufridos-indiferentes le ofrecen dramas absolutos, destinos que se desencadenan como incontenibles torrentes de sangre. Esto, a Barbery, le provoca hondos bostezos. Los hedonistas le alcanzan secretos para comprender otros flujos, les harta hablar de “destino”, prefieren hablar de “instantes”. Lo segundo, a Barbery, lo conmueve un poco más, no lo suficiente.
El escritor, sin embargo, no acepta presiones. Toma una grúa y se larga, se levanta por sobre esa línea bipolar que los devotos del alma y los fanáticos del placer han tensado entre sí. Y es que así, jalado por dos monstruos, no se puede escribir. Vamos a suponer, entonces, que Oscar Barbery decide escribir para los cínicos. ¿Qué necesitas?, pregunta Diógenes –un tic nervioso en la comisura izquierda de la boca le prefigura una sonrisa, un hilo fino y desigual por donde brotan las palabras, las tentaciones-. Una grúa más alta, más flexible, dice Barbery, malacostumbrado por su profesión de arquitecto al dominio de los espacios.
Diógenes pone su mejor cara de perro y manda a traer ese fantástico artefacto que es la Deus ex machina. Oscar Barbery se monta en su flamante máquina y la fiesta comienza. Las cosas que ve Barbery le producen una piadosa ternura, o aunque menos poético pero más acertado: una tierna piedad. Desde las alturas distingue un mundo concéntrico o una galaxia excéntrica, dependiendo cómo incline el pescuezo tiranosáurico de la grùa. Se llama Santa Cruz y está rodeada de hologramas circulares que en cualquier momento explotarán en un segundo y definitivo movimiento del Big Bang. Así es como Barbery escribe Crónicas anilladas, un volumen de cuentos que registra, con documentos eslabonados, el nuevo darwinismo social al que se enfrenta el ser humano de cualquier parte, pero que Barbery insiste en ubicar en Santa Cruz por una cuestión casi existencialista. Es preciso, podría explicarle Barbery a Diógenes, suponiendo que estas sean crónicas por encargo, que estos atormentados seres –hombres y mujeres del apocalipsis (ahora olvidemos arbitrariamente a los estoicos y al siglo V a.C, y quedémonos nomás con la Deus ex machina)- se enfrenten a una miseria específica, a un deseo específico, de otro modo es imposible ser un verdadero cínico. Me interesan –se apasiona- las miserias y los deseos de Santa Cruz. Se es cínico, dice Barbery, porque hay una realidad concreta a la cual voltear, a la cual transgredir. Una historia es cínica cuando te muestra perrunamente desde un comienzo su fatal desenlace y aún así insiste en fabularte los móviles de siempre: el amor, la venganza; el amor, el miedo; el amor, la asfixia. Todo eso aquí, en Santa Cruz city. (Se entiende, claro: si las actuales narrativas latinoamericanas que aspiran a reflejar la convulsión de sus sociedades, como es el caso de la producción colombiana o del revisionismo de la joven guardia argentina sobre el menemismo anclan sus historias en el “lugar de los crímenes”, ¿por qué Barbery no habría de hincar sus crónicas en una Santa Cruz en erupción? No le teme a la palabra “costumbrista”, principalmente porque también hay costumbres modernas y posmodernas y la idea es ir en contra de ellas y que se jodan, como diría la ranchera, cualquier ranchera).
Con esa onda piadosarcástica, Barbery acerca la máquina a determinadas curvas de los hologramas. En una ocasión registrará la desesperante escena de un hombre amordazado ante la nerviosa presencia de su secuestrador mientras ambos esperan, en la soledad de un edificio, el sonido del teléfono: la historia de un adúltero cruceño se insinúa, allí, moralizante y cínica. En otro aterrizaje, nos acercará a los hologramas más marginales, aquellos cuya luz se difumina en espectros cada vez más invisibles: “El pajonal” y “Lo que pudo haber sido”, historias de cementerios periféricos y tropicales, pérdida del estatus social y putas y sicarios. La empatía que la mirada de Barbery establece con estos fantasmas cuyos nombres, la Potranca, el móvil 93, el colombiano, no significan nada, no son señales, no son pistas ni guiños, sólo muecas, nos hace pensar que el cinismo aparente de su registro, esa caradurez con que desde la primera línea se perfila el “todo tiene un precio, pero mejor si la sacamos gratis”, es la propuesta estética-ideológica de “Crónicas Anilladas”. Claro, está este asunto de la recurrente tercera persona, quizás la idea de que el intimismo es un facilismo narrativo en el que Barbery no quiere caer, una adversa reacción al “yo” expansivo y solipsista de los relatos personales. Eso también se nota. Pero me parece que, fundamentalmente, lo que prevalece en su narrativa es la concepción de un universo literario motivado por esta jungla apocalíptica que es Santa Cruz, en la que –como ocurrió en el Siglo V a.C. o en el VIII o en el XXI, o como ocurrirá más adelante, en el inalcanzable futuro- las especies están, de nuevo, en franca batalla por sobrevivir, unas con otras, unas sobre otras. Barbery es el cínico testigo de esa nueva selección “natural”. (¿Vale la pena aclarar que si decimos “cínico” nos remontamos a la escena del primer párrafo? No lo decimos reproduciendo su connotación más popular, sino, al contrario, aquella que dio origen a la anaideia: el deseo de comprender la realidad para romperla, para contradecirla. O, como menciona el propio Duende, citando a Oscar Wilde, “el cinismo consiste en ver las cosas como realmente son, y no como se quiere que sean”. Eficaz método de contemplación, ¿no?).
En fin, si quise imaginarme a este talentosísimo escritor en el Siglo V aC. es, precisamente, porque considero que su mirada trasciende la cronología lineal y que sus crónicas no se limitan a registrar un devenir temporal de izquierda a derecha, sino, al contrario, dan forma a la entropía (probablemente en esta segunda intención se defina mejor la nominación del género: crónica como crisis y ruptura). Quizás también esto explique ese modo tan estricto de su narrativa de ceñirse a la estructura introducción-nudo-desenlance, como queriendo que no se desborde toda esa hybris tan noir que caracteriza lo suyo. “Recomendable” no es un consejo que se aplique a “Crónicas anilladas”, sino “imprescindible”, inexorable para acompañar esta renovada voluntad del lector boliviano por completar el mapa cultural de Bolivia. Imprescindible para sentir la respiración, el hálito no siempre mentolado, de una ciudad en explícita mutación, en celo. Barbery´s narrative es Santa Cruz. Y bueno, por último, el imaginario desafío artístico de Diógenes para el invencible Duende: “ahora que tenés la Deus ex machina, ¿podrías, por favor, modelar una ciudad de hologramas en la que el único habitante seas vos?”. (Más intimismo, parece pedir el inmortal nihilista). Difícil ser un cínico si no están los demás, las desgracias de los demás, podría contestar Barbery, ahí reside el verdadero humor. Además, supongo que añadiría, para eso tendría que bajarme de mi máquina. Y, Diógenes, pariente, ¿qué clase de insecto es un escritor sin su máquina?
Fuente: Ecdótica