Cochabamba (un comercial y regreso)
Por: Diego Trelles Paz
Señoras y señores, no se engañan: en la foto de arriba hay un hombre bebiendo. La mano derecha y los dedos abiertos ocultan su cara en el mismo momento en que un tequila milagroso se la está deformando. Si ustedes piensan que la V de los dedos iluminados es el símbolo del ‘Paz y amor’ o la V revolucionaria de ‘¡Victoria!’ y‘¡Venceremos!’, su intuición es sin duda ágil pero errónea. Se los digo porque ese hombre soy yo y, aunque de esa noche no recuerdo nada, sé —porque me conozco, porque lo he hecho antes y lo volveré a hacer—, que sólo estoy pidiendo dos más en un bar colorido de Cochabamba cuyo nombre debe ser La ingrata o La tirana pero que, siguiendo la lógica del macho engañado, bien podría llamarse La pérfida o La hija de puta.
¿Que si estoy contento? La verdad, sí. Modestamente, sí. Me explico: estoy en Bolivia, es julio y escribo y hay gente que piensa que no lo hago mal. Es gente que desde luego no me ha leído pero lo intuye y, por eso, porque sonríen cuando me reconocen de las fotos del periódico, yo les creo igual. Me explico mejor: llegué a Cochabamba invitado por el Centro Cultural ‘Simón I. Patiño’ para participar en el VI Encuentro de Escritores Iberoamericanos. El tema del evento era el humor y la literatura y la culpable de mi presencia —junto a los narradores y enseguida compinches Alfredo Bryce Echenique, Juan Terranova, Ramón Rocha Monroy, Manuel Vargas y Eduardo Scott Moreno— fue Jackeline Mejía, una mujer admirable que, con dulzura y fortaleza, se convirtió en el alma y el corazón del evento. ¡Oh, hermanos de sangre, podría escribirle una oda romántica a Jackie si no fuera porque, gracias al maléfico Facebook, me acabo de enterar de que le gusta el Heavy Metal!
Yo, sin embargo, la conocí poco metalera. Me recibió ultra elegante en el aeropuerto Jorge Wilstermann con la misma simpatía, calidez y amabilidad que, en adelante, recibiría de todos los cochabambinos. Me sentía ruborizado y un poco enmudecido por el pudor, cuando la buena de Jacky me llenó las manos de unos lindos souvenirs del evento que tenían impresos mi rostro de peleador de Vale todo. Bajar del avión en una onda Valium y verte de pronto en polos y carteras y marcadores de libros tiene un encanto tridimensional: genera un sentimiento a-lo-Menudo que no pude ni puedo describir sin cagarme de risa. Desde luego, mi ampulosa vanidad y yo estábamos encantados por el gesto y quisimos varias decenas de todo (para regalar).
De Cochabamba sabía poco y sólo literariamente. En el pasado, por La tía Julia y el escribidor y El pez en el agua de Mario Vargas Llosa (en aquella época en que lo leía como con fiebre); en el presente, por dos amigos, Edmundo Paz Soldán y Rodrigo Hasbún con quienes, además de la vocación, comparto la inagotable y recia y antipática nieve neoyorquina. Otro dato importantísimo era que el escritor peruano Enrique Congrains, autor contemporáneo a la Generación del 50, que luego de dos estupendos libros de cuentos (Lima hora cero y Kikuyo) y una novela (No una, sino muchas muertes) se había quedado en silencio literario por poco más de cincuenta años, había vivido y muerto en esta ciudad hacía exactamente un año.
Congrains no era, sin embargo, un escritor cualquiera. Todos los adolescentes peruanos lo leímos y estudiamos en el colegio y aprendimos que, junto a Los gallinazos sin plumas (1955) de Julio Ramón Ribeyro, Lima hora cero (1954) supuso la puerta de entrada de la narrativa peruana al mundo urbano marginal generado por las migraciones del campo a la ciudad en la década del 50. La primera vez que lo leí tenía doce años y Congrains ya no estaba por ningún lado. De la figura espectral del narrador enigmático se desplegaba la faceta fugaz del guerrillero frustrado que, luego de un atraco fallido a un banco en La Molina, había caído preso por tres meses y se había marchado del Perú para no volver. En adelante, las noticias sobre su vida fueron sólo rastros confusos de su paso por México, Cuba, Argentina, Colombia, Chile, Venezuela y Bolivia. Se decía que vendía manuales de enseñanza que él mismo escribía. Se decía que tenía una editorial artesanal dedicada a la promoción de la lectura. Se decía, por último, que estaba enfermo y había perdido la razón. Lo único realmente seguro era que Congrains había dejado de escribir. Era un fantasma en el limbo hasta ese insólito día en que, calva generosa, gafas redondas y una barbita plateada y filosófica, pareció volver de la muerte con tres libros interminables en los que había extraterrestres, una enciclopedia intergaláctica, una nave espacial llegando a Nazca, y Dios y Satanás asistiendo disfrazados a la final de la Copa del Mundo entre Argentina y Chile en el Estadio Nacional del Perú.
La sombra difusa de un Congrains delirante paseando por las calles de Cochabamba mientras le daba los últimos toques a Gallinita portahuevos, El narrador de historias y 999 palabras para el planeta Tierra fue la imagen terrible y conmovedora de algo que me interesa, precisamente, porque me asusta: la idea de lo literario como una enfermedad irrenunciable que nos va arrastrando, bajo el más violento de los silencios, por los senderos de la locura, la decadencia y la muerte.
Frente a un escritor ausente que se pierde y reaparece para volver a perderse, asomó sin embargo la figura de otro que leí e imité cuando la escritura no era otra cosa que un pasatiempo inocente. La primera vez que lo vi, llegaba involuntariamente tarde a la rueda de prensa del evento y tenía unos shorts hasta las rodillas que me hacían ver como un surferito rebelde. Alfredo Bryce Echenique me estrechó la mano y fue muy generoso conmigo y se rió quedamente del malentendido que me había llevado a exponerme ante las cámaras del periodismo boliviano con mi ropa playera. Tenía una retahíla de preguntas y temas que quería preguntarle sobre él y Ribeyro y Monterroso y Vargas Llosa y Cortázar y Onetti y que, luego, frente a un plato gigantesco de pato al horno contra el que todos los escritores luchamos cuerpo a cuerpo, fue muy gentil en responderme con estupendas anécdotas y chistes.
Este ambiente de dulce camaradería, de conferencias repletas de público, de fiesta literaria con estudiantes y adultos sedientos de lectura, de alegría alcohólica, de comilonas exquisitas en las que descubrí tanto el Trancapecho como el delicioso Pique Macho y en las que probé el Singani (pisco boliviano) y amanecí cantando y bailando con el gran Juan Terranova y con gente tan talentosa, tan de puta madre y que tanto está haciendo por el arte y la literatura y el mercado editorial boliviano como Sebastián Antezana y Alejandra Alarcón y Fabiana Aliaga y Claudia Azcuy y Liliana Colanzi y Fernando Barrientos y Marcelo y Edmundo Paz Soldán y Rodrigo Hasbún, es algo que quería resaltar en este pequeño texto con el aprecio y la envidia poco sana que me produce pensar que el Perú no tiene nada semejante.
Cierro ahora, aquí, extendiendo mi vasito imaginario de tequila para recordar con respeto y admiración a Enrique Congrains Marín y para celebrar y agradecerle a Cochabamba por esos días dulcísimos de julio que, en mi recuerdo, aún no terminan. Pronto llegará el séptimo encuentro y la ciudad recibirá con los brazos abiertos la llegada de nuevos escritores y el círculo se abrirá de nuevo para brindar y celebrar que la literatura está viva, que es un derecho y un privilegio común, que al abrir la puerta de la lectura para todos, se están abriendo nuevos mundos.
Fuente: Ecdótica