Bolivia palaciega
Por: Wilmer Urrelo
Me gustaría ser paloma. Mejor aún, me gustaría ser una de esas palomas que habitan la Plaza Murillo. ¿Por qué? ¿Será por esa sensación de libertad o quizá por ese antiquísimo sueño del ser humano de surcar los aires sin ayuda de aparato alguno? Puede ser. Pero en realidad me entraron esas ganas de ser paloma luego de terminar de leer Palacio Quemado (Alfaguara, 2006), la más reciente novela de Edmundo Paz Soldán y tengo la impresión una de las mejores escritas por el cochabambino hasta ahora.
La trama de ésta parece ser sencilla y bastante conocida por todos los bolivianos: son los últimos meses del gobierno de Canedo de la Tapia, y Óscar, la persona encargada de escribirle los discursos, un intelectual a la carta como los hubo (y hay) en Bolivia, hace lo posible por mantener el orden establecido. Está convencido de que las palabras, sus palabras, pueden ser más fuertes y efectivas que el desgaste de una sociedad boliviana cansada ya de los políticos y de sus prácticas.
“Mi labor consistía en darles lo que me pedían” (pág. 59), dice Óscar en alguna de sus reflexiones acerca de su oficio. Es ésta la muestra más descarnada de la realidad del intelectual boliviano: ahí los tuvimos (y tenemos) saliendo en los canales de televisión, escribiendo en los periódicos, asesorando tanto a la derecha como a la izquierda por un sueldito. Claro que eso no está mal. Después de todo hay que ganarse los frijoles de alguna manera. Lo detestable (y en Palacio Quemado aparece en letras mayúsculas) es que esos intelectuales, los mejores formados del país, sean arrastrados (y por voluntad propia en muchos casos) por ese círculo cortesano que parece emanar de Palacio de Gobierno y condenar a todo el que se atreva a habitarlo. Óscar lo sabe y también parece estar maravillado por cómo funciona el poder: está encandilado, por ejemplo, por la fuerza del Coyote, uno de los ministros más fuertes y de mayor confianza de Canedo de la Tapia: ahí está, imbatible, manejando con firmeza los hilos del poder de la política boliviana. ¿Qué poder oculto tiene pues Palacio de Gobierno para que un intelectual, un hombre leído, instruido, se convierta en un simple cortesano? Quizá sea la sensación de invulnerabilidad que Palacio da a sus habitantes o quizá se trate de esa (imagino) extraña experimentación de rozar el poder con los dedos de la mano. Esa es la clave de la novela: Palacio Quemado como la fuerza invisible que lo abarca todo, que transforma a los bolivianos en ciudadanos palaciegos. Empero Paz Soldán no sólo se queda ahí, el autor hace un esfuerzo grandioso y logra materializar esa realidad en un personaje que no sólo es importante para la vida de Óscar, sino también en el desarrollo del mundo particular de la novela: El viejo Hinojosa. “Hinojosa era el anciano de la silla de ruedas en la plaza Murillo, el que hablaba de malignos y avernos” (pág. 238). Esos malignos y avernos son los que, según Hinojosa, habitan Palacio; este personaje aparece a cada momento, como un ave de mal agüero, como la voz de la conciencia que jala de las orejas a quienes controlan Palacio. De esa manera casi nadie se salva de esta influencia maligna, negativa, que anuncia Hinojosa. Los otros personajes de la novela (Natalia, Carola o el vicepresidente Mendoza, preocupado la mayor parte del tiempo por los cuadros de Palacio) parecen transitar también hacia lo mismo: a ser atrapados por la ceguera, a no querer ver la terrible realidad que vendría en octubre. Pero acá me gustaría poner algo en claro: Sería un error leer Palacio Quemado sólo como una novela de “lo que pasó en octubre” y mucho más intentar identificar a los personajes imaginarios con los de la realidad. Creo que el libro va más allá: es una radiografía sin escrúpulos de las prácticas políticas bolivianas, de las historias que transitan dentro de ese edificio por el que tantos murieron, por el que tantos se desvelan por habitar.
Estoy seguro que mucha gente se sentirá molesta y aludida por esta novela (de hecho, ya vi en la tele a un periodista cuatazo de uno que fue presidente ninguneándola y, como no podía ser de otra manera en un boliviano, también a su autor) y es que no es para menos: Palacio Quemado pone el dedo en la llaga, aprieta y hace saltar la pus de la siempre corrompida y maloliente política boliviana.
Comencé este breve comentario afirmando que me gustaría ser paloma luego de terminar de leer la novela de Paz Soldán. Volar como paloma. Como paloma de la Plaza Murillo. ¿Por qué? Porque ellas tienen el privilegio de hacer algo que la mayor parte de los bolivianos no podemos practicar sobre Palacio (¿ya adivinaron?).
¡Qué bueno que las vacas no vuelan!