El local –un apartado del ancho de la puerta que daba a la calle–, a la vez albergaba un negocio de sándwiches y fotocopias. El cartel se sacudía con el ventarrón y rezaba: J&B Detectives privados Se atiende todo tipo de casos Discreción absoluta (99)
Por Martin Zelaya
El crimen de un famoso futbolista y actual diputado y la desaparición de una diva colegiala gatillan una serie de andanzas y enredos, y unen personajes tan losers como entrañables:
Baby Beef y Tica, patética pareja de detectives; Olegario y Gonzo, quinceañeros medio jailoncitos que hacen sus primeras armas; La Trini, la típica chica intrépida y experimentada; el Doble Nelson, el Cangrejo, el Winchaco y el Gogrín, maleantes de poca monta… Y claro, la bella Leonor, protagonista casi ausente en torno a quien se hace y deshace.
En ¿Dónde carajos está Litovchenko?, su segunda novela, los hermanos Loayza se confirman como maestros en el diálogo –natural, desenfadado y descojonante–, a lo que vienen unidos una espontaneidad y tino admirables para contar la cotidianidad paceña que todos reconocemos como propia, por más disparatadas que sean las anécdotas. Y es que de eso está hecha la novela: de una delicada y bien engranada suma de historias, mitos urbanos y aventuras de juventud.
Álvaro y Diego tienen gran pericia para recordar y recrear a cabalidad cosas que a todos nos pasaron, con una que otra variante, que todos atestiguamos, pero que muy pocos podemos hilar y plasmar. Así que como bien diría Chespirito, ahora tan de moda, se podría decir que se narra nuestras aventuras no como fueron, sino como pudieron haber sido.
Tica y Baby Beef son los clásicos pajpacus atolondrados, borrachines y débiles de mente pero de buen corazón; no saben a lo que se están metiendo pero lo hacen.
La brasilia se deslizó sigilosamente por el empedrado y se puso a una distancia prudente del escarabajo.
–¿Lo estás siguiendo?
–¿Qué comes que adivinas?
–¿Y se puede saber por qué?
–Porque este huelepedos tiene algo entre manos, se nota… Tica, si vos sabes que, si algo tengo, es olfato. Este cabrón no se va a salir con la suya…
–Pero, ¿y la chica?, ¿y el Rockanrrolo?
–Instinto, Tica, intuición… es el primer instrumento de un buen detective, boludo. Hazme caso, tengo un sexto sentido. Vos mismo has dicho, tiene cara de pervertido…
(…) [unos párrafos después, cuando, evidentemente, todo salió mal]
–Viva la intuición… gordo cojudo. (88-90)
La Trini comanda a los efebos que, casi jugando a ser adultos, se meten en un lío de proporciones en una serie de episodios que bien podrían pintar inverosímiles sin la hábil arquitectura de los autores para naturalizar, en las calles y boliches, paceños una trama propia de Netflix o un reality de alguno de los canales de Discovery.
–Fuuuta, no sabes. Así de la nada, ha agarrado y me ha chapado.
–Se nota, cojudo, se nota.
–¿Y cómo se nota?
–Mirá el desleche que tienes en tu pantalón. Te has derramado…
El Oleg miró donde le señalaba el Gonzo y constató que era verdad:
–A la mierda, qué heavy, parece el mapa de Bolivia…
–¿El mapa de Bolivia? Pero con su litoral… (307)
Los mafiosos –el Doble Nelson, el Cangrejo, el Gogrín… los jefes policías y políticos de alto vuelo–, más que al prototipo de El Padrino o los narcos de Breaking Bad, se parecen al Tripaseca y el Rascabuche; aunque no por ello menos avezados.
El Gogrín procuraba emanar siempre una imagen intimidatoria que terminaba lindando entre lo ridículo y lo escalofriante; luciendo su largo abrigo de cuero negro, un sombrero de vaquero encima de apelmazadas y escazas greñas vikingas, pisando fuerte con botas de piel de serpiente. Un par de gafas oscuras cubrían las intenciones de su mirada y un bigotazo voluminoso ocultaba sus gestos y su enorme bolo de coca. (36)
¿Cómo trabajan a cuatro manos, Diego y Álvaro? Me los imagino frente a frente, laptop contra laptop, compartiendo cenicero y risas; o cada uno en su casa y escritorio, cotejando avances en el chat. Pero en todo caso, me animo a asegurar, escudriñando y recapturando recuerdos propios y ajenos y buscando cómo darles la vuelta.
¿Dónde carajos está Litovchenko? es una suerte de road movie por La Paz de los 90; las calles y recovecos del centro, las laderas y Sopocachi; pero también y sobre todo, de la Zona Sur, algo poco común en nuestra literatura. Se sigue, entonces, la tradición de la narrativa paceña que enfatiza en personajes bien caracterizados –que no caricaturizados, en este caso–, y de escenarios y contextos propicios para desplegar las sin iguales habla e idiosincrasia chukutas.
–Tica miró de un lado a otro–. ¿A dónde estás yendo?
–A la Díaz Romero… necesito una dosis de salchinazi… Pero yo voy a pedir, porque vos eres bien insolente y la otra noche, mi cuñado, que es otro liso, se ha querido hacer el vivo con la llajua y el auricuchi del salchipapero ha sacado el fierro y lo ha amenazado con meterle bala.
–Ese zarchipapa sí que es rudo y áspero… (213)
También es, esta novela, un viaje musical desde el metal pesado a la cumbia, pasando por folklore, baladas románticas y el buen rock folk y alternativo de Leonard Cohen y Nick Cave; no solo por lo que escuchan los protagonistas y tocan algunos rockeros secundarios, sino sobre todo por el tono y ritmo que se imprime a la estructura narrativa desde el diseño de los capítulos, sus títulos, temas referenciales y los pertinentes epígrafes.
En eso, adentro, empezó la bulla. Se escucharon unos berridos compitiendo con la distorsión sucia de la guitarra y la batería como un camión de mudanza desbarrancándose. Después de un suspenso sobresaturado, un conteo en portugués permitió reconocer el tema: Troops of doom.
–¿Qué es eso, Dios mío santo? –exclamó Baby Beef.
–Azkargorth
–¿Azkargorth? ¿Cómo el DT? –inquirió Tica.
–Sí, de verdad, dice que es homenaje al bigotón, solo que más satánico.
–¡Qué pelotudos!
–Tocan Sepultura, Hypocrisy, Deicide… Le meten ganas, aunque no sacan igualito como Necrocorpse –opinó Oleg con aire de sabelotodo.
–No entiendo cómo se dedican a sacar covers… Hay que ser muy cojudo para dedicarse a copiar canciones de otros –la Trini hizo gesto de fastidio.
–Aj, no te hagas, tocan covers porque esas bandas nunca van a llegar a La Paz (114)
Los detectives y los jovenzuelos persiguen y huyen, dan golpes y son huayqueados en una sucesión irrefrenable de pistas, hallazgos, farras y golpes de suerte. Avanzan –a veces naufragan, más bien– en un sórdido submundo de espionaje, brujería, logias y rituales grotescos (se me vienen a la mente Eyes wide shut del gran Kubrick, y Crimes of the future, de Cronenberg) que le dan a la novela ese toque gótico fabuloso que, si bien rosa la tendencia actual de la narrativa hispánica, no se despega para nada de la reconocible impronta de la novela negra paceña que la emparenta con clásicos como Ladys Night, de Ramón Rocha Monroy; Periférica Blvd., de Adolfo Cárdenas y American Visa, de Juan de Recacoechea.
Efectivamente el salón correspondía a la descripción previa: las alimañas, el altar, la cesta de mimbre –un poco más voluminosa que una garrafa– en el centro de todo, de la cual emanaba una maraña de catéteres atados que terminaban en cochinas bolsas de plástico contendiendo ostensible materia orgánica. Una enorme masa de cera roja amontonada a los costados rodeaba el altar cual anfiteatro de formaciones grotescas –como si fuera la masa madre de toda pesadilla: osamentas, músculos, tendones, dentaduras, humanos, animales, daba igual; apéndices, cavidades, luchando, gritando, implorando. (300)
¿Y qué carajos con Litovchenko? Es mejor que cada quien se responda a sí mismo esta pregunta mientras avanza en las trecientas y pico páginas que pasan a un ritmo vertiginoso, como el tractor amarillo, la destartalada brasilia de Baby Beef que, por supuesto, es un personaje más en este libro, tan querible como los de carne y hueso.
Fuente: La Trini