Los consejos de Vargas Llosa
Por: Brayan Mamani Magne
Que Mario Vargas Llosa es un gran novelista todos lo sabemos. Que ha contraído matrimonio con su prima y ha ganado el Nobel, también. Pero poca gente, poquísima, está al tanto de sus cualidades como crítico literario y prosista de no ficción. Ya sea por la calidad de sus primeras obras, o por sus tajantes y, en muchos casos, acertadas opiniones sobre política y cultura, cada vez que los ensayos y artículos de Vargas Llosa salen a la luz, lo hacen fagocitados por una aureola mediática —negativa, casi siempre— de la cual les es difícil desprenderse. Y eso, como es de suponer, impide una apreciación más o menos objetiva —o, por lo menos, no tan subjetivada— de la obra del escritor.
Fagocitado o no, el ensayo Cartas a un joven novelista —originalmente publicado en una edición compartida por Ariel y Planeta, en 1997; y reeditado a principios de este año por Alfaguara España— es uno de los textos de no ficción mejor logrados del reciente Premio Nobel de literatura. Dividido en doce capítulos, o simplemente «cartas», Vargas Llosa, valiéndose de toda su experiencia y de un lenguaje amigable y preciso, nos introduce en ese mundo tan incomprensible de la vocación literaria y «aconseja» —en la mejor parte de la obra— sobre el manejo de ciertos recursos narrativos que grandes maestros de la literatura —como Flaubert y Onetti, por ejemplo— han utilizado a la hora de cincelar sus obras de mayor importancia.
Empezando con la ya clásica «Parábola de la solitaria», la primera «carta» del libro nos da las pautas acerca de cuáles son las circunstancias en las cuales un individuo —joven, normalmente— decide estamparse en la frente el epígrafe de «escritor». Con frases como «…El escritor siente (…) que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle» o «Mujeres y hombres (…) intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos…», el autor nos da una explicación más o menos concreta de lo que la vocación literaria significa para él y muchos otros y del cómo esa vocación, tarde o temprano, llega a manifestarse. Oficiando de arranque más que persuasivo, la «parábola de la solitaria» —idea prestada de la obra Historia de una novela. El proceso de creación de un escritor, del estadounidense Thomas Wolfe—, en palabras del autor, hace referencia a aquello que todos quienes dedican su vida a escribir en algún momento descubren: la literatura como actividad que impregna todos los quehaceres de la vida.
La segunda parte (arbitrariamente calificada así por mi persona) hace referencia a temas que, de alguna u otra forma, llegarían a ser el animus de toda obra literaria; me refiero a la elección de los temas de la novela, el estilo y la persuasión. Como es bien sabido, Mario Vargas Llosa es uno de los escritores más exitosos de América Latina, y eso, naturalmente, hace suponer que cada uno de sus textos —desde sus artículos de prensa hasta sus novelas— han sido elaborados y corregidos en base a mucha paciencia y, por sobre todo, excesiva dedicación. En ese sentido, los consejos que el autor bosqueja en esta parte de la obra están dotados de una honestidad y buena fe que, a opinión de muchos (incluido yo, por cierto), desconciertan por su calidad y nivel de profundidad. Sentenciando: «La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético», a propósito del estilo y tema de elección, el ensayista concluye que la literatura, más que ser un proceso creativo destinado a la consecución de un fin determinado (como el éxito), es un «viaje» en el cual el individuo creador manifiesta su concepción de vida y mundo, donde la finalidad es la misma intención de viajar (narrar) y no así el aterrizar en un lugar específico. El escritor, para Vargas Llosa, narra sobre lo que más conoce, sobre eso que deambula debajo de su piel o —y aquí va mi interpretación— sobre las cosas que más le obsesionan. Esto, a juicio del autor, sería vital para operar el denominado «poder de persuasión», que, como todo lector voraz lo sabe, es el elemento más importante a la hora de engullir una obra literaria.
Pero, a mi criterio, los pasajes más importantes de la obra son aquellos referidos a los desafíos que todo escritor debe afrontar y, sobre todo, los que diseccionan los diferentes recursos y técnicas literarias. Sobre lo primero Vargas Llosa afirma que la variedad de problemas con los que cada narrador debe lidiar pueden agruparse en cuatro importantes elementos: el narrador, el espacio, el tiempo y el nivel de realidad. (A propósito de esto poco o nada puede ser comentado: la maestría conceptual y pedagógica del autor hacen inútil cualquier alusión o referencia al tema). En lo que respecta al uso de los diversos recursos narrativos, el autor toma como sujetos de observación y estudio cuatro herramientas o recursos bastante utilizados: las mudas y el salto cualitativo, la caja china, los vasos comunicantes y el dato desconocido. En el tratamiento de cada uno de los casos, Cartas…, al igual que ocurre en el resto de la obra, recurre a verbigracias que toman casos de obras trascendentales en la historia de la literatura. Orlando, de Virginia Woolf; La vida breve, de Onetti; Muerte a Crédito, de Céline; La celosía, de Robbe-Grillet; Madame Bovary, de Flaubert; y Rayuela, de Cortázar son algunas de las grandes piezas literarias de las cuales el autor se vale para ilustrar el uso de todos y cada uno de los recursos abordados a lo largo del libro. Algo importante: cada capítulo referente a un recurso, casi contra la voluntad del autor, empieza con una definición contundente de la idea y el término, cosa que, a la larga, sirve de zócalo para una buena comprensión de la técnica en cuestión (así, por ejemplo, cuando el autor nos habla de la técnica de la muda, la define de la siguiente manera: «Una muda es toda alteración que experimenta cualquiera de los puntos de vista reseñados. Puede haber, pues, mudas espaciales, temporales o de nivel de realidad, según los cambios ocurran en esos tres órdenes: el espacio, el tiempo y el plano de realidad»).
Quizá uno de los pecados —acaso el único— de Cartas a un joven novelista es haber tomado en cuenta pocas obras publicadas en el último tiempo (me refiero al rango 1985-1997; la obra fue publicada originalmente en éste año). Sin embargo, a modo de descargo, Vargas Llosa puede afirmar que son las llamadas obras clásicas, con sus errores y todo, las que consolidaron y enarbolaron una manera «particular» y «constantemente imitable» de contar historias (a propósito, el autor hace referencia a las decenas de imitadores de Borges —“borgecitos”— que aparecieron tras la publicación de las primeras obras del argentino).
Cartas a un joven novelista más que ser un manual de «cómo escribir un libro» es un libro de consejos, en el cual el autor, asiéndose de su más de medio siglo de experiencia, nos habla del arte de escribir como lo haría un buen colega: despacio y de manera directa, con tacto y brusquedad, con un lenguaje afable y al mismo tiempo serio, pero, sobre todo, con una gran dosis de sinceridad. Y sí, probablemente alguien diga que para escribir no es necesario leer ningún manual ni ningún libro de consejos… y sí, se estará en lo cierto. Si no, basta con echar un ojo a los últimos párrafos de Cartas… —los más importantes— para comprobarlo: «Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y que se ponga a escribir novelas de una vez».
Fuente: Ecdótica / Fondo Negro