Con altura de montaña
Por: María José Navia
“Así como la sal es capaz de derretir el hielo y diluirse en los mares sin perder su identidad, así como la sal multiplica el ardor de una herida y, quemándola, la sutura de sí y la sana. Así como, en reposo, se expresa irreprochable en un cristal plateado, la sal, pura y venenosa, así se comporta la bella escritura de Magela Baudoin”.
Así introduce la escritora boliviana, Giovanna Rivero, la colección de cuentos de su compatriota Magela Baudoin, La composición de la sal. Una colección a la que me acerqué con expectativas enormes, luego de leer entrevistas a la autora y artículos sobre su obra, después de que su libro de cuentos ganara el prestigioso Premio Iberoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2015. La introducción de Rivero se titula “La sal es como el tiempo” y hay algo clave ahí, pues los cuentos de Baudoin ofrecen un acercamiento sutil al tiempo y sus recovecos: son cuentos de esperas, de tiempos de malas decisiones y expectativas, de viajes que no son nunca experiencias triunfales sino quebradizas, vulnerables. Y la experiencia de lectura es una especial también. Un paisaje que se va insinuando despacio, como ir subiendo una montaña, apreciando de a poco los detalles, la vegetación o falta de ella, hasta que de pronto llegas a la cima y entonces la vista es conmovedora. Y la cima en este libro es el cuento que le da el nombre a la colección, un cuento tan breve y preciso en su belleza que dan ganas de leerlo en voz alta, de transcribirlo completo, de traducirlo a todos los idiomas que uno conoce. Un cuento en el cual un hombre ya viejo comienza a llorar por todo. Un hombre que nunca acostumbró a llorar, que ni siquiera lloró la muerte de su hijo, y ahora comienza a inundarse. Dice el narrador: “Llorar no era posible entonces, llorar era como sembrar algas en un mar de sal helado que terminaría ahogándolos, uno a uno, y él no podía permitirlo. Llorar era, estaba seguro, como hundir a su niño en un agua turbia y anclarlo a una roca en lo profundo sólo para poder verlo con los ojos abiertos, allí abajo”.
Su mujer incluso llega a decirle que tiene “ojos de mar” y el narrador los describe entonces con nobleza: “Ambos habían construido en su corazón una fortaleza medieval, adornada de austeridad y de valor, no sin voluntad, no sin amor, no sin culpa y menos sin tristeza. Por eso podían acometer la vida con rigor, pero nunca entregados plenamente al goce. Eran así, un poco tristes, un poco quiméricos, un poco restringidos en su capacidad de recibir”.
Pero para llegar a esa cima pasamos por cinco relatos en los cuales la vida se va desmigajando. Cuentos en los que, como dice Rivero, “la procesión va por dentro”.
En “Amor a primera vista” una joven se enamora de un apartamento en Paris que no puede pagar. Su solución es invitar a su novio a vivir con ella, quien reflexiona: “qué tal si te mudas conmigo? No era una declaración de amor precisamente; no eras tú del tipo que quisiera casarse ni hacer planes; no era ella ni la sombra de una mujer ideal, pero no pudiste decir que no”. A él no le gusta el apartamento (“demasiado posado para ser un lugar habitable”) pero acepta un poco sin saber porqué. Ese será el inicio de una serie de decisiones importantes que el hombre toma por inercia y que ironizan el título, como si el único amor posible fuera el que se la ofrece a los objetos y los espacios.
En “La cinta roja” dos hermanas (Natalia y la narradora) se encuentran en un bar. Natalia está escribiendo sobre un crimen: el asesinato de Rebeca, una reina de pueblo. El cuento entrelaza la tragedia sobre la que hablan todos (“Sólo en una raza como la nuestra era posible esa curiosidad científica, acaso morbosa, con la que podíamos hablar de una violación, de una muerte, y sin perder el apetito (…)”) con un dolor de la narradora que se va insinuando con verdadera elegancia. La narradora se compara con Rebeca: “Es verdad que no era precisamente una niña; lo mío era, en realidad, una adolescencia añiñada de pueblo que yo padecía como una enfermedad.” Pero en sus reflexiones se anuncian chispazos de lo que viene: “Sí, los demonios no se los debo a nadie. No hay más responsable que yo en todo esto.” El cuento es una reflexión potente sobre las distintas sombras de la violencia y la culpa.
En “La chica” un grupo de amigos, en Barcelona, cuestiona las decisiones amorosas de su amigo, Blas, quien decide casarse con una mujer que ellos desaprueban. Es interesante que la describen como alguien que “tiene más mundo que cualquiera en esta mesa”, mientras que de Blas se dice que “no era un tipo experimentado. Para Eda ese era el problema: que Blas no tenía “calle”, que cualquiera podía engañarlo (…)”. La chica lo lleva a la selva amazónica a probar ayahuasca y al regresar a España comienza a padecer de terribles dolores de cabeza que empiezan a afearla a ojos de su marido (“-Tengo un enjambre en la cabeza! – lloraba la chica con Blas. – Un sonido del demonio que va subiendo de volumen, como los bichos de la selva.”). En un momento de disputa, ella le grita y la descripción es deslumbrante: “Traidor!- gimió, sacando toda la lluvia de un huracán, toda el agua de una tormenta, todo el líquido del río de su cuerpo hasta dejarlo en la esterilidad de una sequía que continuó doliéndole en la cabeza”
“Algo para cenar” cambia el tono de los cuentos de pareja a uno íntimo y familiar. Una mujer cuenta la historia de un incidente familiar entre su hermano y su madre. La madre es enfermera y se esfuerza por mantener a sus seis hijos. En una fiesta de fin de año del hospital (“Mami se presentaba con nosotros, aunque seis hijos hacíamos mucho ruido. Seis hijos éramos difíciles de alimentar y de tener a raya”), su único hijo hombre le cuenta a los hijos de los jefes de su madre que ella los golpea. La vergüenza es oscura y pegajosa y parece no limpiarse con nada. Los problemas con el hijo continúan porque “[l]a maldad puede ser infinitamente pura a los once años” y “[s]ólo una madre puede convertir en ternura las maldades de su hijo”.
En “La noche del estreno” un hombre que trabaja en una tintorería, se entretiene jugando con una réplica de un teatro en la que monta la ópera Carmen. Su obsesión por esa obra es enorme sobre todo porque una de las cantantes que trabajara en ella lo besó durante su juventud. Una tarde, llegan a dejar un “frac” para que lo reparen, justo en el tiempo en que vuelve a estrenarse Carmen en Buenos Aires, y el mundo se sale de curso por un momento. El hombre además está obsesionado con cómo viste la gente: “Las vestiduras caracterizaban pues a los cuerpos. Esto es lo que el lavandero creía, consciente él mismo de que su propia vestimenta, cada día más anodina, indescifrable y gris, lo describía.” Y también: “Por esto, le gustaba adivinar la vida de las personas tras sus tenidas.”
Entonces llegamos al sexto cuento, “La composición de la sal” y la vista desde las alturas es sobrecogedora. Un cielo sin nubes, un viento helado que se te mete en los huesos. Aire fresco.
Luego viene el descenso (y no lo digo en sentido peyorativo”. Son ocho cuentos de notas más breves, de miradas fijas en los instantes. En “Moebia” una mujer periodista se interna en la cárcel para encontrar el horror pero también una nueva belleza. En “Gourmet” una pareja logra sobrevivir a un día más en el precario equilibrio de una cena. En “Dragones dormidos” una joven a quien le acaban de romper el corazón se va de viaje con un grupo que va a filmar un documental. El inicio es hermoso: “Aquí las circunstancias próximas a este relato: yo era una chica semi extranjera y triste comenzando un viaje (…) Mi único propósito era desaparecer y si me pagaban, tanto mejor”. En “Un verdadero milagro” una niña que acaba de perder a su madre, va en viaje en bus con su tía y su prima. La situación la alegra pues ella quisiera pertenecer a esa familia. Comenta el narrador: “¡Ay! Si papá supiera que lo que a ella le gustaba no era jugar con Alejandra, sino estar en su apartamento y hacer como si fuera parte de su familia”. Para luego agregar: “A ella le gustaba el volumen de sus risas y que no hubiera eco. Ahora en la casa de Catalina todo tenía eco, especialmente los zapatos de papá.” El viaje en bus (como casi todos los viajes en esta colección) no es un viaje fácil y uno llega al final del relato con un nudo de angustia.
“Sueño vertical” es una exploración en el tema del espacio y las formas de habitar, todo desde la observación de una ventana. En “Borrasca” una abuela intenta acercarse a su nieta con el regalo de un libro (Cumbres Borrascosas) y las historias que lo rodean. “Sonata de verano porteño” vuelve a las relaciones de pareja en estado de tensión y penumbra: una mujer, que ha sobrevivido a un cáncer, viaja a Buenos Aires para hacer un curso de escritura y huir por un tiempo de su novia, Elene. Sus reflexiones son brutales: “Quizás sea mejor convencerme de la verdad: vine para ‘terminar’ de sanar, dice Elene. Pero, ¿quién puede sanar sin derrumbarse antes?”Por último “Un reloj. Una pelota. Un café” muestra el dolor de una familia y sus pequeños sueños encarnados en objetos silenciosos.
Creo que cada libro de cuentos (cada libro, en general) propone un especial paisaje y experiencia de lectura. Hay libros que inundan, libros que queman, libros como internarse en la selva, como un paseo en barco entre glaciares. La composición de la sal tiene la presencia de una montaña, cuyos paisajes van cambiando en el ascenso y el descenso y que, al llegar a la cima, nos deja conmovidos y deslumbrados.
Fuente: ticketdecambio.wordpress.com/